Daniel Silva - Octubre

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Durante los primeros años de incertidumbre del proceso de paz en Irlanda del Norte, tres ataques terroristas simultáneos en Belfast, Dublin y Londes rompen la esperanza de que el baño de sangre por fin se haya acabado. Los responsables son un nuevo grupo terrorista denominado la Brigada por la Libertad del Ulster. Y tienen un único objetivo: destruir el proceso de paz. Michael Osbourne, el héroe de La Marca del Asesino, ha abandonado la CIA, amargado y desilusionado. Pero cuando el Presidente de los EEUU escoge a su suegro para ser el próximo embajador en Gran Bretaña, Osbourne es arrastrado a la batalla contra algunos de los más implacables y violentos terroristas.

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El Director enarcó una ceja.

– Continúe, por favor -instó.

– Como ya saben, una integrante del equipo implicado en la operación de Norfolk consiguió huir. Se trata de una mujer llamada Rebecca Wells. Sé que se esconde en París en compañía de un mercenario británico llamado Roderick Campbell. Asimismo, sé que ha jurado ajustar cuentas después del incidente de Norfolk. Está buscando a un asesino capaz de matar al embajador estadounidense.

A todas luces intrigado, el Director encendió un cigarrillo.

– Tal vez deberíamos entablar contacto directo con Rebecca Wells y ofrecerle nuestra ayuda -aventuró Rodin.

El Director fingió que reflexionaba detenidamente sobre el asunto. En última instancia, sería el consejo ejecutivo, no él, el que tomaría la decisión, pero sus opiniones ejercerían una influencia considerable sobre los demás miembros.

– No creo que la señorita Wells pueda costearse nuestros servicios -señaló al cabo de un momento.

– Estoy de acuerdo -convino Rodin-. Tendríamos que prestar el servicio de forma gratuita y considerarlo una inversión.

El Director se volvió hacia Picasso, que parecía inquieta.

– Por razones obvias, no puedo respaldar una operación de estas características -comentó Picasso-. Apoyar a un grupo paramilitar protestante es una cosa, pero participar activamente en el asesinato de un diplomático estadounidense es muy distinto.

– Comprendo que se halla en una situación difícil, Picasso -reconoció el Director-, pero sabía desde el principio que algunas de las acciones que emprendería esta organización chocarían con sus intereses personales. De hecho, ése es el espíritu de cooperación que encarna la Sociedad.

– Lo entiendo, Director.

– Y si el consejo ejecutivo da carta blanca a esta operación, no hará usted nada para impedir que alcance el éxito.

– Tiene mi palabra, Director.

– Muy bien.

El Director miró a su alrededor.

– Los que estén a favor, que levanten la mano.

La reunión acabó al alba. Los miembros del consejo ejecutivo abandonaron la villa en dirección a Chora, pero Picasso se quedó para hablar a solas con el Director.

– El incidente de Hartley Hall fue una trampa, ¿verdad? -musitó el Director con aire distante mientras contemplaba la salida del sol.

– Fue un gran triunfo de nuestro servicio e impedirá que nuestros detractores nos acusen de haber perdido facultades en el mundo de la posguerra fría -comentó Picasso-. Creía que esta clase de resultados era el objetivo de nuestra organización.

– Lo es -aseguró el Director con una sonrisa fugaz-. Tenía usted todo el derecho de actuar contra la Brigada de Liberación del Ulster para salvaguardar sus propios intereses. Pero ahora la Sociedad ha decidido ayudar a la Brigada a llevar a cabo una misión concreta, el asesinato del embajador Cannon, y no debe impedirlo.

– Lo comprendo, Director.

– De hecho, incluso puede ayudar en algo.

– ¿En qué?

– Tengo intención de asignar el caso a Octubre -explicó el Director-. Por lo visto, Michael Osbourne se ha empeñado en encontrarlo y destruirlo.

– Tiene sus razones.

– ¿El asunto de Sarah Randolph?

– Sí.

– Osbourne parecía un agente con talento -suspiró el Director con aire decepcionado-. Esta fijación con la venganza es absurda. ¿Cuándo se meterá en la mollera que no fue nada personal?

– Me temo que nunca.

– Tengo entendido que Osbourne es el encargado de la búsqueda de Octubre.

– Cierto, Director.

– Tal vez lo mejor para todos los interesados sería asignarle otras responsabilidades. A buen seguro, un agente de su experiencia podría hacer cosas más interesantes.

– Estoy completamente de acuerdo con usted.

El Director carraspeó.

– O quizás sería mejor quitarlo de en medio del todo. Se nos acercó bastante en el asunto de TransAtlantic. Demasiado, para mi gusto.

– No tengo ninguna objeción, Director.

– Hecho, entonces.

Daphne quería tomar el sol, de modo que el Director accedió a regañadientes a pasar el resto del día en Mikonos antes de volver a Londres. Daphne se tumbó en la terraza, el largo cuerpo expuesto al sol. El Director nunca se cansaba de mirarla. Hacía mucho que había perdido la capacidad de hacer el amor (sospechaba que eran el secretismo, los largos años de mentiras y disimulo lo que lo habían dejado impotente), de modo que se dedicaba a admirar a Daphne como quien admira una pintura o una escultura de calidad. Era su posesión más preciada.

Era un hombre de talante inquieto pese a sus modales plácidos, y a primera hora de la tarde ya había soportado suficiente sol y aire marino. Además, en el fondo de su corazón era un hombre de acción y ansiaba poner manos a la obra. Partieron al atardecer y cruzaron la isla en dirección al aeropuerto. Aquella noche, después de que el avión del Director despegara de Mikonos, una serie de explosiones sacudió la villa blanqueada de los acantilados del cabo de Mavros.

Stavros, el agente de la propiedad inmobiliaria, fue el primero en llegar. Llamó a los bomberos por el móvil y contempló las llamas que devoraban la villa. Monsieur Delaroche le había dado un número de París. Lo marcó, dispuesto a dar la mala noticia a su cliente, que su amada casa con vistas a la bahía de Panormos había sido pasto de las llamas.

El teléfono sonó una vez y a continuación se oyó una voz grabada. Stavros sabía un poco de francés, suficiente para comprender que el número marcado estaba fuera de servicio. Interrumpió la comunicación.

Se quedó un rato a ver cómo los bomberos intentaban extinguir el incendio sin éxito, bajó a Ano Mera y entró en la taberna. Estaban los parroquianos de siempre, bebiendo vino y comiendo aceitunas y pan. Stavros les contó la historia.

– Ese hombre, Delaroche, tenía algo raro -comentó con una mueca mientras contemplaba el fondo turbio de un vaso de ouzo- Lo supe en cuanto lo vi.

32

París

Rebecca Wells vivía en Montparnasse, en un destartalado bloque de pisos a algunas manzanas de la estación de ferrocarril. Desde su huida de Norfolk había permanecido casi siempre encerrada en el espantoso cuchitril, mirando programas televisivos en francés que no comprendía. A veces escuchaba las noticias de su país en la radio. La Brigada había sucumbido por su culpa.

Tenía que salir. Se levantó del sofá y fue a la ventana. Era un día gris, como siempre, un día frío y tenebroso. Incluso el Ulster era mejor que París en marzo. Entró en el baño y se miró al espejo. El reflejo era un rostro desconocido. Su espeso cabello negro estaba destrozado por el tinte oxigenado que había utilizado en Norwich, tenía la piel amarillenta por la falta de aire fresco y el exceso de cigarrillos, y la piel bajo sus ojos parecía amoratada.

Se puso una cazadora de cuero y se detuvo ante la puerta del dormitorio, escuchando el tintineo de las pesas. Llamó, y el tintineo cesó de inmediato. Roderick Campbell abrió la puerta y se quedó ante ella, descamisado, con el cuerpo enjuto reluciente de sudor. Campbell era un escocés que había servido en el ejército británico antes de convertirse en mercenario y traficante de armas en África y Sudamérica. Llevaba el cabello negro muy corto, perilla y los brazos y el pecho cubiertos de tatuajes. Una puta desnuda yacía en su cama, jugueteando con una de sus armas.

– Voy salir; necesito aire fresco -masculló Rebecca.

– Ten cuidado -advirtió Campbell con el deje suave de su Escocia natal-. ¿Quieres que te acompañe?

– No, gracias.

– Llévate esto -le dijo el hombre al tiempo que le alargaba un arma.

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