Daniel Silva - Octubre

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Durante los primeros años de incertidumbre del proceso de paz en Irlanda del Norte, tres ataques terroristas simultáneos en Belfast, Dublin y Londes rompen la esperanza de que el baño de sangre por fin se haya acabado. Los responsables son un nuevo grupo terrorista denominado la Brigada por la Libertad del Ulster. Y tienen un único objetivo: destruir el proceso de paz. Michael Osbourne, el héroe de La Marca del Asesino, ha abandonado la CIA, amargado y desilusionado. Pero cuando el Presidente de los EEUU escoge a su suegro para ser el próximo embajador en Gran Bretaña, Osbourne es arrastrado a la batalla contra algunos de los más implacables y violentos terroristas.

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– ¿Cuándo me voy?

– Esta misma noche.

– Me gustaría volver al piso para recoger algunas cosas.

– Me temo que no es posible.

– ¿Qué hay de Roderick? ¿Qué pensará si desaparezco sin dar ninguna explicación?

– Deje que nosotros nos ocupemos de Roderick Campbell.

El hombre rubio condujo el Citroën de vuelta a Montparnasse y aparcó delante del bloque de pisos en el que vivía Roderick Campbell. Se apeó y cruzó la calle con las llaves que le había robado a la mujer en la mano. Abrió el portal y subió la escalera hasta el piso. Una vez delante de la puerta se sacó la Herstal automática de alta potencia de la cinturilla de los vaqueros, abrió la puerta y entró sigilosamente.

33

Ámsterdam

Las previsiones meteorológicas en la costa holandesa no estaban mal para el mes de marzo, de modo que Delaroche montó en su bicicleta de carretera italiana a primera hora de la mañana y pedaleó hacia el sur. Llevaba mallas de ciclista negras largas y un jersey blanco de cuello alto bajo la sudadera amarillo canario, lo bastante ajustada para impedir que revoloteara al viento y lo bastante holgada para disimular la Beretta automática que llevaba en la sobaquera bajo la axila izquierda. Se dirigió hacia Leiden por Bloembollenstreek, la región productora de flores más importante de Holanda. Sus fuertes piernas lo llevaban sin apenas esfuerzo por los campos ya inundados de color.

Durante un rato contempló el paisaje típicamente holandés, los diques y canales, los molinos de viento y los campos de flores, pero el rostro de Maurice Leroux no tardó en colarse en sus pensamientos. Se le había aparecido en sueños la noche anterior, de pie ante él, blanco como la nieve, con dos agujeros en el pecho y llevando aún la estúpida boina.

«Soy de fiar. He operado a muchos como usted.»

Delaroche llegó a Leiden y almorzó en la terraza de un café a orillas del Rin. Allí, a pocos kilómetros de su desembocadura en el mar del Norte, el río era estrecho y lento, muy distinto del torrente de montaña que nacía en los Alpes y del gigante industrial de la llanura alemana. Delaroche pidió café y un bocadillo de jamón y queso.

La incapacidad de desterrar la imagen de Leroux de su inconsciente lo ponía nervioso. Por lo general, el período de inquietud tras un asesinato duraba muy poco. Sin embargo, hacía ya una semana que había matado a Leroux y su rostro aún lo atormentaba.

Pensó en el hombre llamado Vladimir. Delaroche había sido separado de su madre al nacer y entregado al KGB. Vladimir había sido su mundo. Le había enseñado el oficio y varias lenguas, además de intentar inculcarle algo sobre la vida antes de enseñarle a matar. Vladimir le había advertido que eso sucedería tarde o temprano. «Algún día quitarás una vida y ese hombre te seguirá -le había dicho-. Comerá contigo, compartirá tu cama… Y cuando eso suceda, habrá llegado el momento de dejar la profesión, porque un hombre que ve fantasmas ya no puede comportarse como un profesional.»

Delaroche pagó la cuenta y salió del café. El tiempo empeoró a medida que se acercaba al mar del Norte. El cielo se encapotó, y el aire se tornó más frío. Pedaleó con el viento en contra hasta Haarlem.

Tal vez Vladimir tenía razón. Tal vez había llegado el momento de dejar el juego antes de que el juego acabara con él. Podía volver al Mediterráneo y pasar los días montando en bicicleta, pintando y bebiendo vino en la terraza con vistas al mar. A la mierda Vladimir, a la mierda su padre, a la mierda el Director y todos los que le habían impuesto esa clase de vida. Tal vez encontrara a una mujer…, una mujer como Astrid Vogel, una mujer con suficientes secretos propios para poder compartir los suyos.

Una vez había intentado dejarlo, había planeado retirarse con Astrid y vivir con ella en la clandestinidad, pero tras la muerte de Astrid el proyecto carecía de sentido, y el Director le había hecho una oferta demasiado jugosa para rechazarla. No mataba para la Sociedad por convicción, sino que trabajaba para el Director porque éste le pagaba cantidades astronómicas de dinero y le proporcionaba protección contra sus enemigos. Si dejaba la Sociedad, tendría que arreglárselas solo; tendría que encargarse de su seguridad o bien encontrar a otro protector.

Entró en Haarlem y cruzó el río Spaarne. Ámsterdam se hallaba a poco más de veinte kilómetros de distancia, un buen paseo a orillas del Noordzeekanaal. Ahora tenía el viento de cola, la carretera era llana y buena, de modo que apenas tardó media hora en llegar a la ciudad.

Se tomó su tiempo para volver a Herengracht. Por fin entró en su piso y revisó las trampas que siempre dejaba para comprobar si alguien había visitado su casa durante su ausencia. Había otra nota de Eva garabateada a toda prisa. «Quiero volver a verte, cabrón de mierda. Eva.»

Encendió el ordenador y accedió a Internet. Tenía un mensaje de correo electrónico. Lo abrió y tecleó su contraseña. Era del Director; quería reunirse con él al día siguiente en el Vondelpark.

Delaroche le envió un mensaje asegurándole que acudiría.

A la mañana siguiente, Delaroche deambuló por los puestos del mercado Albert Cuypmarkt, situado en el Anillo del Canal del Este, verificando una y otra vez si lo seguían mientras examinaba las cestas cargadas de fruta, pescado del mar del Norte, quesos holandeses y flores recién cortadas. Tras constatar que no lo seguían, recorrió la distancia que separaba el mercado del Vondelpark, los extensos jardines públicos en las inmediaciones del distrito de los museos. No tardó en ver al Director, que estaba sentado en un banco a la orilla del estanque de patos junto a su alta amiga jamaicana.

El Director no había visto a Delaroche desde la intervención quirúrgica realizada en Atenas. A Delaroche no le gustaban los juegos ni otras diversiones, pues el aislamiento y secretismo de su vida lo habían despojado de cualquier oportunidad de desarrollar sentido del humor alguno, pero decidió gastar una broma al Director para comprobar la eficacia del trabajo que Maurice Leroux había realizado en su rostro.

Se deslizó un cigarrillo entre los labios y se puso las gafas de sol. Acto seguido se acercó al Director y le pidió fuego en holandés. El Director le alargó un pesado encendedor de plata. Delaroche se encendió el cigarrillo y le devolvió el encendedor.

– Dank u -dijo.

El Director respondió con un ademán ausente mientras se guardaba el encendedor en el bolsillo del abrigo.

Delaroche se alejó por el sendero, pero al cabo de unos instantes volvió y se sentó junto al Director mientras daba cuenta de una pera que había comprado en el mercado. El Director y la chica se levantaron y fueron a sentarse en otro banco. Delaroche los observó unos instantes con expresión curiosa, se levantó y volvió a sentarse junto a ellos.

El Director frunció el ceño.

– Oiga, ¿le importaría…?

– Me parece que quería verme -lo interrumpió Delaroche al tiempo que se quitaba las gafas.

– Dios mío -musitó el Director-. ¿Es usted?

– Me temo que sí.

– Tiene un aspecto espantoso. No me extraña que matara a ese pobre diablo.

– Tengo un trabajo para usted.

Los ojos del Director se movían sin cesar de un lado al otro mientras los dos hombres caminaban por uno de los senderos que surcaban Vondelpark. Había empezado como agente de campo, aterrizando en paracaídas en Francia con el SOE durante la guerra y supervisando agentes en Berlín contra los rusos, y su instinto de supervivencia seguía muy aguzado.

– ¿Está al corriente de la situación en Irlanda del Norte? -preguntó a Delaroche.

– Leo los periódicos.

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