Quentin, que apenas podía contener su impaciencia, emprendió el poco agradable trabajo de arrancar el paquete del abrazo del muerto. Se sentía como si fuera un ladrón de tumbas, y solo la idea de que la seguridad del país podía estar en juego le tranquilizaba un poco.
Le costó un gran esfuerzo sacar el envoltorio, que tenía unos cuatro codos de largo, de la montaña de escombros. En cuanto lo hubo hecho, se produjo un nuevo desprendimiento que volvió a enterrar el cadáver, como si el muerto hubiera acabado de desempeñar su papel en ese impenetrable juego de intrigas y por fin hubiera alcanzado la anhelada paz.
Quentin colocó el paquete en el suelo, y a la luz oscilante de las antorchas los hombres empezaron a desenvolverlo.
Pasaron unos momentos de insoportable tensión, en los que ninguno de ellos dijo una palabra. Los viejos cordones se deshicieron casi por sí solos, y sir Walter apartó a un lado el cuero engrasado, que debía proteger el contenido del agua y la humedad.
Quentin contuvo la respiración, y los ojos de sir Walter brillaron como los un muchacho que recibe un regalo largo tiempo esperado. Un instante después, el resplandor de la antorcha se reflejó en el metal brillante, que resplandeció con tanta intensidad que deslumbró a los tres hombres.
– ¡La espada! -exclamó el abad Andrew. Efectivamente, entre las capas de cuero viejo, apareció una hoja de al menos cuatro pies de longitud.
Era una espada ancha y de doble filo, fabricada según el antiguo arte de la forja. La empuñadura, forrada de cuero, era bastante larga para sujetarla con dos manos, pero el pomo estaba tan bien balanceado que podía empuñarse también con una. Por encima de la ancha barra de la guarda, se veía un signo grabado en la hoja, que relucía a la luz de las antorchas.
– La runa de la espada -susurró Quentin.
– Con esto parece quedar demostrado -constató sir Walter-: esta es el arma que buscaba, abad Andrew.
– Y yo tengo que dar gracias al Creador por haberme decidido a abandonar mis temores y pedirle consejo, sir Walter -replicó el abad-. En un tiempo brevísimo ha conseguido lo que ninguno de nuestros eruditos logró en el pasado.
– En realidad no es mérito mío -declinó el cumplido sir Walter-. Por un lado, también Quentin ha tenido su parte en esto; y por otro, supongo que sencillamente habían madurado las condiciones para que el secreto saliera a la luz. De modo que esta es la espada por cuya causa se engaña y se asesina -añadió, observando el arma que sostenía en las manos.
– Los rumores se correspondían con la verdad. Efectivamente, entre los jacobitas había miembros de la Hermandad de las Runas. La secta se encontraba en posesión del arma, pero ya no era capaz de desencadenar sus fuerzas destructoras. Con esta espada, señores, se alcanzó la victoria en el campo de batalla de Stirling. William Wallace la empuñó antes de que le condujera a la ruina. Luego cayó en manos de Robert Bruce, que la llevó hasta la batalla de Bannockburn. Esto ocurrió hace más de medio milenio.
– Apenas puede verse herrumbre en la hoja -constató Quentin. La idea de que el personaje más famoso de la historia escocesa hubiera poseído esa arma le llenaba de orgullo y de respeto, pero también despertaba en él cierto malestar.
– La espada estaba bien aceitada y envuelta en cuero -se adelantó enseguida sir Walter a dar una explicación lógica, como si quisiera ahogar en germen cualquier especulación sobrenatural-. No es extraño que haya sobrevivido tan bien a los años. De todos modos me pregunto por qué nadie sabía dónde estaba la espada. Al fin y al cabo, uno de los rebeldes tuvo que escapar de la galería en aquella época.
– Es cierto -asintió el abad Andrew-. Cuando las tropas del gobierno avanzaron, los hermanos de las runas debieron de huir por el pasaje secreto para evitar que la espada cayera en manos inglesas. Entonces, posiblemente a consecuencia de los disparos de la artillería, se produjo el derrumbe de la galería. La espada se perdió, pero algunos de los resistentes consiguieron escapar. Estos hombres se enzarzaron a continuación en un combate con los soldados del gobierno, que habían descubierto, tal vez por casualidad, el pasaje secreto y se habían introducido en él. Como ha dicho, sir Walter, al parecer ninguno de ellos sobrevivió al combate; si no, la existencia de la galería se habría conocido antes.
– Sin embargo -continuó sir Walter, siguiendo el hilo de la explicación-, al menos uno de los rebeldes sobrevivió. Él fue quien cerró el pasaje secreto y trazó las indicaciones sobre la chimenea. Solo queda una cuestión por responder, y es el motivo de que el conocimiento de la galería secreta se perdiera.
– Muy sencillo -se escuchó de pronto una voz que surgía de las profundidades de la galería-. El motivo fue que ese superviviente fue alcanzado por una bala poco después y no pudo confiar a nadie el secreto.
Sir Walter, el abad Andrew y Quentin se volvieron, sorprendidos, y levantaron sus antorchas. A la luz vacilante de las llamas, distinguieron unas figuras oscuras envueltas en amplios mantos. Las máscaras que llevaban ante el rostro estaban tiznadas de hollín, y en sus manos sostenían pistolas y sables.
– Vaya -dijo sir Walter sin inmutarse-, veo que nuestros adversarios también han resuelto el enigma, aunque solo después de nosotros, si se me permite señalarlo.
– ¡Cállese! -replicó ásperamente una voz que resultó muy familiar a sir Walter y a sus acompañantes.
– ¿Dellard? -preguntó el abad Andrew.
El jefe de los encapuchados rió. Luego se llevó la mano a la máscara y se la quitó. Debajo aparecieron, efectivamente, los rasgos ascéticos del inspector real, que les sonreía con sorna.
– Ha acertado, apreciado abad. Volvemos a encontrarnos.
El abad Andrew no parecía sorprendido, al contrario que sus acompañantes. Mientras Quentin miraba fijamente al inspector como si se encontrara frente a un fantasma, los rasgos de sir Walter enrojecieron de ira.
– Dellard -exclamó, indignado-. ¿Qué significa esto? ¡Es usted un oficial de la Corona! ¡Prestó juramento a su rey y a su patria!
– Por su exaltación deduzco, sir, que he conseguido mantener en la inopia al gran Walter Scott. Una hazaña que, pienso yo, merece un gran respeto. Al fin y al cabo, su fama de hombre perspicaz ha traspasado fronteras.
– Seguro que comprenderá que no le aplauda por ello. ¿Cómo ha podido hacerlo, Dellard? Nos ha engañado a todos. ¡Ha simulado que actuaba contra los sectarios, y usted mismo formaba parte de ellos!
– Para los lobos siempre fue muy útil camuflarse con una piel de cordero -replicó Dellard con una sonrisa irónica-. Además, usted particularmente, sir Walter, debería saber apreciar mi pequeña maniobra.
– ¿De qué está hablando?
– Reflexione, Scott. Ha sido usted quien ha hecho posible todo esto. Al apartar a Slocombe del caso y trasladármelo a mí, nos hizo un gran favor sin saberlo. Luego, sin embargo, debo reconocer que con su curiosidad y su testarudez se convirtió en un problema cada vez mayor para nosotros.
– Por ese motivo debía abandonar Abbotsford a cualquier precio, ¿no es eso?
– Veo que está recuperando su habitual sagacidad -se burló Dellard-. Efectivamente tiene razón. Al principio, solo queríamos deshacernos de usted y de su sobrino, pero luego comprendimos que nos sería mucho más útil que trabajara para nosotros en lugar de en contra nuestra. De modo que le enviamos a Edimburgo para que buscara la espada en nuestro lugar. Y como puede verse -añadió dirigiendo una mirada a la espada que Quentin sostenía en las manos-, ha tenido éxito.
Dellard hizo una seña a sus esbirros, que se adelantaron con las armas en alto. El abad Andrew, sin embargo, se colocó entonces ante Quentin y exclamó con voz firme:
Читать дальше