Michael Peinkofer - Trece Runas

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Escocia, siglo XIX, un secreto y una oscura hermandad pueden cambiar la historia de Inglaterra.
Con la muerte en extrañas circunstancias de un ayudante del escritor Walter Scott arranca una serie de sucesos inquietantes. Pero las pesquisas que emprende sir Walter chocan repetidamente contra muros de silencio. ¿Qué esconde el inspector llegado ex profeso de Londres? ¿Qué secreto protegen desde hace siglos los monjes de la abadía de Kelso? ¿Qué presagios encierra la espada marcada con una runa a la que conducen las investigaciones de sir Walter y su sobrino Quentin?
Pronto culminará una maquinación por el poder cuyo origen se remonta a la Edad Media, una trama enraizada en oscuras tradiciones druídicas, en el antiguo enfrentamiento entre los héroes escoceses William Wallace -más conocido como Braveheart-y el rey Roberto I de Escocia, y en la lucha de dos sectas centenarias por evitar o provocar el nuevo advenimiento de la edad de la magia

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– Velas -pidió Quentin entusiasmado, y sujetó el candelabro que le alcanzaban para iluminar luego con él la abertura.

– ¿Y bien? -preguntó sir Walter impaciente-. ¿Qué puedes ver?

– ¿Ha encontrado la espada, señor Quentin? -inquirió el abad Andrew.

– No. Pero aquí hay un pozo. Y un pasaje que continúa por debajo, una especie de galería…

Sir Walter y el abad intercambiaron una mirada sorprendida.

– ¿Una galería? -preguntó sir Walter levantando las cejas.

– No tengo ningún conocimiento de eso.

– Posiblemente sea un pasaje secreto. En tiempos antiguos era bastante habitual disponer de una puerta trasera para los momentos de crisis.

– Voy a mirar -anunció Quentin, y antes de que sir Walter pudiera decir nada en contra, ya había saltado con su candelabro.

Sir Walter y el abad Andrew se precipitaron hacia el borde de la abertura y miraron hacia el fondo. Unos tres metros por debajo distinguieron a Quentin, que estaba de pie en la entrada de una galería.

– Esto es increíble -gritó Quentin mirando hacia lo alto, y su voz resonó ligeramente en el túnel-. Ante mí se abre un pasaje, pero no puedo ver adónde conduce.

– Necesitamos más luz -pidió sir Walter, y uno de los monjes lanzó dos antorchas abajo, que Quentin encendió con las velas.

– Es un pasaje bastante largo -informó-. Sigo sin poder ver el final. Al cabo de unos veinte metros el pasadizo forma un recodo.

– ¿En qué dirección? -quiso saber sir Walter.

– Hacia la izquierda.

– Hummm… -Sir Walter reflexionó-. El pasaje va en dirección noroeste. Si además describe un giro hacia la izquierda, conducirá directamente al castillo de Edimburgo.

– Tiene razón -asintió el abad Andrew.

– Entonces posiblemente no se trate de una vía de escape de esta casa, como suponíamos al principio, sino de un pasaje secreto que sale del castillo y va a parar a este edificio.

– Se dice que algunos partidarios de los jacobitas pudieron escapar de forma misteriosa del castillo. Tal vez acabemos de encontrar una explicación a este enigma.

– Tal vez -asintió sir Walter-. Y esto también explicaría por qué los hermanos de las runas tenían su escondrijo precisamente aquí. ¿Es transitable el pasaje, muchacho? -gritó en dirección a Quentin.

– Creo que sí.

– Entonces deberíamos examinarlo. ¿No le parece, abad Andrew?

El religioso arrugó la frente.

– ¿Quiere bajar usted mismo?

Los rasgos de sir Walter se iluminaron de nuevo con su característica sonrisa juvenil.

– No creo que se nos revelen los secretos de esta galería desde aquí arriba, mi querido abad. Y hemos llegado tan lejos que de ningún modo voy a permitir que nada me detenga en los últimos metros.

– Entonces le acompañaré -anunció el abad Andrew decidido, e hizo una seña a su gente para que les ayudaran a bajar.

Debido a su pierna, sir Walter tuvo algunas dificultades para llegar al fondo del pozo, pero al señor de Abbotsford se le había metido en la cabeza que lo haría, y nada ni nadie habrían podido detenerlo. Quentin lo sostuvo sobre sus hombros y luego formó un peldaño con las manos, que ayudó a sir Walter a llegar al suelo de la galería. El abad Andrew saltó tras él sin vacilar. Su forma de moverse y la elasticidad con que aterrizó después del salto dejaban ver que la oración y el estudio de antiguos escritos no eran las únicas ocupaciones del abad.

Los monjes les alcanzaron desde arriba otras antorchas, y en cuanto las hubieron encendido, los tres hombres se dispusieron a recorrer la galería, que se extendía sombría ante ellos. Manos diligentes la habían labrado en el basalto de la colina del castillo, seguramente ya en la Edad Media.

El techo de la galería tenía la medida justa para que un hombre pudiera pasar agachado. Las paredes estaban húmedas y cubiertas de cieno, y en el suelo había charcos en los que se reflejaba la luz de las antorchas. En algún lugar goteaba el agua, y el eco de los pasos de los tres hombres resonaba en las paredes, cavernoso y siniestro.

Quentin, que había superado todos sus temores y ardía en deseos de solucionar el enigma que les había tenido ocupados tanto tiempo, se puso al frente del pequeño grupo. Le seguía sir Walter, y el abad Andrew cerraba la marcha.

Los tres avanzaron por la galería, que describía primero el giro a la izquierda que había mencionado Quentin, antes de ascender en una suave pendiente.

– Tenía razón -constató sir Walter, y su voz resonó a través de la galería-. Este pasaje conduce, en efecto, hacia arriba, al castillo. Apostaría cualquier cosa a que…

Inesperadamente, Quentin se había detenido. Ante ellos, un esqueleto humano yacía en el suelo.

Estaba medio apoyado contra la pared de la galería, y sobre la osamenta aún quedaban vestigios de lo que parecía un uniforme. Al lado había un sable herrumbroso, así como los restos de una pistola de pedernal. El hombre tenía la clavícula hecha trizas, al parecer a consecuencia de una bala que debían de haber disparado desde muy cerca.

– Por el uniforme, debía de ser un soldado del gobierno -supuso sir Walter-, un miembro de la Guardia Negra. Al parecer, aquí abajo hubo un combate.

Siguieron adelante y tropezaron con indicios que confirmaban la suposición de sir Walter. Más esqueletos aparecieron desperdigados por la galería, en ocasiones tan juntos que sir Walter y sus acompañantes tenían que pasar sobre ellos para poder continuar su camino. Al lado había restos de armas y uniformes; a veces de tropas del gobierno, y otras de los resistentes jacobitas.

– Aquí abajo debió de producirse una terrible refriega -opinó Quentin.

– Sin duda -asintió sir Walter-. Y los soldados del gobierno la perdieron.

– ¿Qué te lo hace suponer?

– Muy sencillo: si alguno de los soldados hubiera conseguido abandonar la galería vivo, la existencia del pasaje no habría permanecido secreta. Dado que no fue así, parece evidente que solo pudieron escapar jacobitas, que conservaron el secreto.

– Suena lógico -admitió el abad Andrew-. Aunque me pregunto por qué los muertos se encuentran en este estado. Las insurrecciones jacobitas fueron aplastadas hace unos setenta años, pero estos esqueletos parecen tener una antigüedad de varios siglos.

– Creo que conozco la respuesta -intervino Quentin con voz ahogada, e iluminó con su antorcha la parte de la galería que habían dejado atrás. A lo lejos se oyeron unos chillidos estridentes, y en el espacio que abarcaba la luz de la antorcha, el suelo pareció moverse de pronto y se escuchó el rumor de docenas de pasos ligeros, cortos y rápidos.

– Ratas -gimió sir Walter con una mueca de asco. No había muchas cosas por las que el señor de Abbotsford sintiera repugnancia, pero los grises roedores eran, sin duda, una de ellas.

Quentin, que conocía la debilidad de su tío, gritó con fuerza y agitó su antorcha para ahuyentar a los animales. Las ratas se retiraron por la galería lanzando chillidos, y se alborotaron de nuevo, asustadas, cuando los hombres continuaron su marcha en la oscuridad. Una y otra vez podían distinguir sus ojos inflamados de rojo, brillando hostiles en la penumbra.

El pasaje se empinó, y a intervalos irregulares, aparecieron peldaños labrados en el suelo. Según los cálculos de sir Walter, no tardarían en encontrarse debajo del castillo real. Los tres hombres se preguntaban qué iban a hallar al final de la galería…

Los cascos de los caballos del destacamento de dragones atronaban en la noche. Los jinetes, que espoleaban despiadadamente a sus monturas, podían utilizar sin problemas la carretera principal, ya que ellos no necesitaban esconderse. Sus uniformes constituían un camuflaje perfecto: ¿quién iba a imaginar que tras un destacamento de dragones británicos pudieran ocultarse los miembros de una hermandad prohibida? Charles Dellard se sentía lleno de desprecio por todos aquellos a los que había engañado -desde sus superiores hasta los cabezas huecas del gobierno; todos, sin excepción, lo habían tomado por un súbdito leal de su majestad- y ardía en deseos de dejar caer por fin su máscara y revelar abiertamente sus auténticas intenciones. Estaba harto de adular a la gente y de someterse a las indicaciones de nobles estrechos de miras que se habían limitado a heredar el título y el cargo. Él mismo quería formar parte del grupo ilustre de los que tenían el poder en sus manos, y gracias a Malcolm de Ruthven y a la Hermandad de las Runas, pronto pertenecería a ese selecto círculo.

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