– ¿Qué hombre?
– Lo había visto antes, en otro sueño… Sus acompañantes lo llamaban «conde»…
De pronto Malcolm aflojó la presa y apartó la hoja de su cuello. Los encapuchados y su jefe intercambiaron una larga mirada sorprendida.
– ¿Qué aspecto tenía ese conde?
Mary tosió y tuvo que carraspear varias veces antes de encontrarse de nuevo en disposición de hablar.
– Tenía el pelo gris y barba, era imposible determinar su edad. Tenía una boca fina, y en su mirada había algo siniestro…
– Mujer ignorante -siseó Malcolm furioso-. Viste al fundador de nuestra hermandad. El príncipe Kalon, lord Orog, el pretor Gaius Ater Maximus, el conde Millencourt: son múltiples los nombres y títulos que ha tenido que adoptar en el curso de los siglos para permanecer entre los hombres sin ser reconocido. Él fue quien fundó la Hermandad de las Runas y la ayudó a alcanzar el poder y la fama.
– Vi cómo moría -dijo Mary en tono desafiante.
– Desvarías.
– No. Lo vi en mi sueño. Vi una huida a través de un pasaje subterráneo. Se escuchaba el tronar de los cañones y reinaba una enorme excitación.
– La batalla por el castillo de Edimburgo -susurró Malcolm-. ¿Qué viste exactamente?
– Vi cómo vuestro alabado conde huía cobardemente -replicó Mary con fruición-. Y con él también Galen de Ruthven.
– Mi abuelo -susurró Malcolm, y con aquello parecieron esfumarse sus últimas dudas-. ¡Dime qué viste, mujer! ¿Llevaban algo consigo? ¿Algún objeto? ¡Habla, maldita, o te desataré la lengua a la fuerza!
– Un paquete.
– ¿Era alargado, del tamaño de una espada?
– Sí. Pero se perdió.
– ¿Dónde? -preguntó Malcolm con voz temblorosa, y Mary tuvo la sensación de que aquella era la pregunta decisiva.
– Hubo un cañonazo -afirmó-. Una parte de la galería se derrumbó y enterró al conde, y con él se perdió también la espada. Los supervivientes trataron de desenterrarla, pero no lo consiguieron. Luego llegaron los soldados del gobierno, y hubo una lucha sangrienta…
– ¿Dónde? -repitió Malcolm su pregunta-. ¿Dónde sucedió esto? Recuérdalo, mujer, ¿o tendré que torturarte con hierros ardientes?
– No lo sé -respondió Mary-. Mi sueño acabó poco antes de que pudiera verlo.
– ¡Sandeces! ¿Qué es lo último que recuerdas? Quiero saberlo todo, ¿me oyes? ¡Cada detalle!
– La galería… terminaba… -balbuceó Mary, mientras trataba de recordar las últimas imágenes que había visto-. Galen de Ruthven fue el único que consiguió huir…, trepó por un pozo… Había una chimenea…
– ¿Una chimenea? ¿Qué tipo de chimenea?
– Una chimenea con un escudo encima.
– ¿Qué clase de escudo?
– No lo sé.
– ¿Qué clase de escudo? ¿Hablarás de una vez?
– No lo sé -insistió Mary, y ya no pudo contener las lágrimas-. Era una corona, con un león debajo, un león rampante…
– El escudo de la casa Stewart -concluyó Malcolm-. ¡Sigue!
– Galen dibujó en la chimenea unos signos extraños. Luego abandonó el edificio. Había mesas y sillas, y un mostrador. La sala de una taberna, pero no había nadie. Desde fuera llegaban gritos, se oían disparos… Galen salió, y ya no recuerdo más. Por favor, Malcolm, tiene que creerme. Esto es todo lo que vi.
Malcolm la miró desde arriba, respirando pesadamente. Sus ojos echaban chispas, como si se hubieran inflamado.
– Todo encaja -susurró-. El tiempo está maduro. Se ha resuelto el enigma. -Se dirigió al compañero que había permanecido en silencio a su lado-. Por fin sabemos qué ocurrió entonces.
– ¡Pero sir! ¿De verdad va a creer a esta mujer? Puede habérselo inventado todo.
– Imposible. Sabe cosas que nadie que no fuera un iniciado podría saber. Por razones que desconocemos, el druida la eligió para comunicarme a mí, su sucesor, dónde se encuentra la espada. Quiero que cabalguéis enseguida a Edimburgo y encontréis el arma. La descripción es muy clara: una posada que se encuentra muy cerca del castillo y en cuya chimenea aparece tallado un escudo de los Stewart.
– Comprendido, sir.
– Por fin sabemos dónde tenemos que buscar. ¡Después de tantos siglos de espera, nuestro destino se cumplirá! Y no consentiré un fracaso, Dellard. No esta vez…
– ¡Por las reliquias de san Eduardo! -exclamó sir Walter-. ¡Tienes razón, muchacho!
Alguien había grabado unas runas en el escudo de los Stewart, visiblemente de forma apresurada; pero aun así, los signos podían reconocerse con facilidad. Eran las mismas runas que Quentin y sir Walter habían descubierto en el sarcófago de Bruce.
– ¿Ha encontrado algo? -preguntó el abad Andrew esperanzado.
– No yo, sino mi despierto sobrino -respondió sir Walter, y le dio una palmadita a Quentin en la espalda-. Es evidente que estos signos se marcaron posteriormente en el escudo. Son runas, las mismas del sarcófago de Robert. No puede ser una casualidad que se encuentren aquí.
– Seguro que no. Como ya dije, sir Walter, este era antes el escondrijo de la secta.
– Esto ya lo he comprendido. Pero ¿no se le ha ocurrido nunca pensar que estas runas podían ocultar algo más? ¿Hasta qué punto se examinó a fondo la chimenea?
– Bien, a decir verdad, no creo que nadie…
Sir Walter golpeó la chimenea con el puño de su bastón y se escuchó una percusión sorda: no parecía haber ninguna cavidad.
– No puede ser una casualidad -reflexionó en voz alta-. Estos signos tienen que significar algo. Son una indicación, una pista…
Se retiró un paso para contemplar el conjunto de la chimenea, y entonces notó una corriente de aire en su mano derecha.
– Extraño -se limitó a decir.
Se adelantó y retrocedió de nuevo, moviéndose tan pronto hacia la izquierda como hacia la derecha, para tratar de descubrir de dónde venía la corriente. Comprobó con sorpresa que no procedía de la extracción de humos, como habría sido lógico, sino que podía sentirse a ras de suelo, en la dirección de la rejilla cubierta de ceniza.
– La rejilla, muchacho -dijo volviéndose hacia Quentin-. ¿Quieres hacer el favor de apartarla por mí?
– Naturalmente, tío.
Con gesto decidido, el sobrino de sir Walter se adelantó, sujetó la estructura de hierro forjado y la arrastró afuera de la chimenea. Aunque las nubes de hollín que se levantaron le dieron el aspecto de un carbonero, Quentin no se preocupó por ello.
Bajo la rejilla había una losa, también cubierta de hollín. A petición de su tío, Quentin la limpió con la mano… y lanzó un grito agudo al ver que por debajo aparecía la runa de la espada grabada en la antigua piedra.
– ¡Increíble! -exclamó entusiasmado-. ¡Lo has conseguido, tío! ¡La has encontrado!
– ¡La hemos encontrado, muchacho! -le corrigió sir Walter con una sonrisa complacida-. Los dos la hemos encontrado.
El abad Andrew y sus hermanos de congregación se acercaron también al instante, y contemplaron asombrados el descubrimiento.
– Sabía que no nos decepcionaría, sir Walter -dijo el abad-. Usted y su sobrino han sido bendecidos por el Señor con una sagacidad especial.
– Ya veremos -dijo sir Walter-. Ahora lo que necesitamos son herramientas. Supongo que bajo la solera de la chimenea existe una cavidad. Con un poco de suerte, allí encontraremos lo que buscamos.
El abad Andrew envió a dos de sus hermanos a buscar los útiles necesarios, un martillo pesado y un pico, con los que Quentin atacó la placa de piedra. Los martillazos retumbaron sordamente en la sala mientras descargaba con todas sus fuerzas la herramienta contra la losa. Finalmente saltaron esquirlas. Quentin continuó entonces con el pico y dejó libre un espacio de unos dos codos de lado. Una negrura impenetrable se abrió ante las miradas de los hombres.
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