Michael Peinkofer - Trece Runas

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Escocia, siglo XIX, un secreto y una oscura hermandad pueden cambiar la historia de Inglaterra.
Con la muerte en extrañas circunstancias de un ayudante del escritor Walter Scott arranca una serie de sucesos inquietantes. Pero las pesquisas que emprende sir Walter chocan repetidamente contra muros de silencio. ¿Qué esconde el inspector llegado ex profeso de Londres? ¿Qué secreto protegen desde hace siglos los monjes de la abadía de Kelso? ¿Qué presagios encierra la espada marcada con una runa a la que conducen las investigaciones de sir Walter y su sobrino Quentin?
Pronto culminará una maquinación por el poder cuyo origen se remonta a la Edad Media, una trama enraizada en oscuras tradiciones druídicas, en el antiguo enfrentamiento entre los héroes escoceses William Wallace -más conocido como Braveheart-y el rey Roberto I de Escocia, y en la lucha de dos sectas centenarias por evitar o provocar el nuevo advenimiento de la edad de la magia

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– No sé qué destino te ha elegido para traernos la victoria -continuó-, pero nuestros caminos parecen estar unidos por lazos indisolubles. Lo que hace medio milenio inició mi antepasado Duncan Ruthven se llevará ahora a cabo. La espada de la runa volverá y poseerá de nuevo su antiguo y mortífero poder. Y tú, Mary de Egton, serás la que selle el hechizo, ¡con tu sangre!

Tras estas palabras, Malcolm de Ruthven estalló en una amenazadora carcajada, y sus partidarios iniciaron una cantinela sorda y bárbara.

Mary se sintió poseída por un indescriptible terror. Su mirada se veló, y las máscaras ennegrecidas que la rodeaban se fundieron en un mosaico de horror. Todo su cuerpo se crispó, y gritó, aulló de espanto y de pánico, sin otro resultado que el de hacer aumentar la intensidad del canto de los encapuchados.

Su corazón latía desbocado, y un sudor frío le cubrió la frente, hasta que las emociones la superaron y perdió el conocimiento. La cortina cayó, y la oscuridad tomó posesión de ella.

12

Castillo de Edimburgo, verano de 1746

Los venerables muros del castillo que en otro tiempo había sido sede de reyes temblaban bajo los disparos de los cañones enemigos. Las tropas del gobierno ya estaban cerca. Solo era cuestión de tiempo que consiguieran abrir una brecha en la muralla exterior y asaltaran la fortaleza.

Un nuevo impacto hizo temblar los cimientos del castillo. Caía polvo del techo, y hasta el lugar llegaban los gritos de los heridos.

Galen de Ruthven no tenía duda de que aquello era el final. Su decepción era infinita. Durante un breve tiempo había parecido que podría conseguir aquello en lo que sus antepasados habían fracasado. Ahora, sin embargo, tenía que ver cómo sus sueños y sus ambiciosos planes se veían reducidos a la nada por los cañones de las tropas del gobierno.

– Conde -dijo dirigiéndose a su acompañante-, creo que no tiene sentido esperar más. Con cada segundo que perdemos, aumenta el peligro de caer en manos de las tropas del gobierno.

El interpelado, un hombre anciano con barba y cabello gris que le llegaba hasta los hombros, asintió lentamente. Era delgado y huesudo, y su cara estaba llena de arrugas. Su mirada parecía extrañamente vacía, como si la hubiera consumido la carga de una vida larga, muy larga.

– Así se esfuma nuestra oportunidad -dijo en voz baja-. Nuestra última posibilidad de hacer volver el tiempo antiguo. Es culpa mía, Galen.

– ¿Culpa vuestra, conde? ¿Cómo debo entender eso?

– Lo vi en las runas. Me dijeron cómo terminaría la batalla de Culloden y que Jacobo nunca se convertiría en rey. Pero no quise reconocerlo. Renegué de las runas. Y este es el castigo que recibo por ello. Ahora nunca viviré la vuelta del orden antiguo.

– No digáis esto, conde. Vuestros ojos han contemplado muchas guerras. Los gobernantes llegan y se van. Habrá otra oportunidad de alcanzar el poder.

– No para mí. He estado mucho tiempo en este mundo, mantenido en vida por poderes que se encuentran más allá de tu entendimiento. Pero siento que mi tiempo llega a su fin. Ese fue el motivo por el que renegué de las runas e interpreté erróneamente los signos. No quería darme cuenta de que el momento no estaba maduro aún. He esperado tantos siglos…, y ahora el tiempo se me escapa de entre las manos.

Un nuevo impacto hizo temblar los muros de la fortaleza, esta vez tan violentamente que el anciano tuvo dificultades para mantenerse en pie. Galen de Ruthven le sujetó.

– Debemos irnos, conde -le apremió.

– Sí -dijo solo el anciano, y después de coger el envoltorio que tenía ante sí sobre la mesa, lo apretó con fuerza contra su cuerpo como si fuera el bien más valioso que poseía en la tierra.

Algunos de los hombres armados que habían permanecido cerca esperando se quedaron para cubrir la retirada de sus jefes; mientras, el resto acompañaba al conde formando en torno a él un cordón protector, para defenderlo incluso a costa de su vida, si era necesario.

A través de una empinada escalera llegaron a una bóveda sin ventanas, iluminada por antorchas, en la que el tronar de los cañones llegaba amortiguado. Los hombres abrieron la trampa de madera empotrada en el suelo de la cámara, y a continuación cogieron las antorchas de las paredes y bajaron uno tras otro por la abertura.

Aún podían oírse detonaciones sordas; a veces muy alejadas, y luego de nuevo amenazadoramente próximas. Los jacobitas estaban perdiendo la batalla por el castillo. Dentro de poco la ciudad estaría llena de tropas del gobierno, y corrían el riesgo de que también este pasaje, que había sido habilitado en tiempos antiguos y conducía, a través de la roca de la colina del castillo, al aire libre, fuera descubierto.

Galen de Ruthven permaneció al lado del anciano, que se apoyaba en él con un brazo y con el otro mantenía abrazado el paquete. Ya se disponían a descender por el bajo pasadizo que se abría ante ellos penetrando en la roca, cuando de pronto se escuchó una nueva detonación.

La explosión sonó muy cerca, justo encima, y fue tan atronadora que los hombres gritaron asustados. Instintivamente, Galen de Ruthven miró hacia arriba, y descubrió con horror que se había formado una grieta en el techo de la galería. Un instante después el pasaje se derrumbó.

Grandes fragmentos de roca y piedras sueltas cayeron con un ruido ensordecedor y aplastaron a los hombres que se encontraban bajo el lugar del derrumbe. El polvo se elevó en el aire y les cegó, y Galen de Ruthven perdió el contacto con el anciano. Instintivamente dio un salto hacia delante para escapar al mortal desprendimiento; en el mismo instante, otra sección del techo se desplomó y cayó con fuerza aniquiladora sobre los fugitivos.

Finalmente volvió el silencio. Aquí y allá llovieron aún algunas piedras pequeñas. Y luego todo acabó.

Galen de Ruthven se encontró tendido en el suelo. Sangraba por una herida en la cabeza, pero milagrosamente sus miembros no habían sufrido ningún daño. En el polvo denso que flotaba en el aire en torno a él, no podía ver nada; solo se oían los gritos de los heridos.

Con esfuerzo se puso en pie y sujetó la antorcha, que yacía abandonada en el suelo a su lado e increíblemente todavía ardía. En el resplandor amarillo pudo ver cómo el polvo se iluminaba y le dejaba ver la magnitud de la destrucción.

La bóveda se había derrumbado y la entrada a la galería estaba obstruida por las piedras. Aquí y allá sobresalían miembros humanos de los escombros; con horror, Galen de Ruthven descubrió también entre ellos una mano pálida y huesuda. Tosiendo, se precipitó hacia allí y trató de apartar las rocas con las manos. Pero desde arriba seguían lloviendo cascotes.

En torno a él se agitaban los supervivientes del derrumbe, que se palpaban los miembros gimiendo y miraban alrededor desorientados.

– ¡Aquí! -les gritó Galen de Ruthven-. ¡Venid, tenéis que ayudarme! ¡El conde está enterrado!

Enseguida dos hombres acudieron a su lado para echarle una mano. Pero tampoco sus esfuerzos obtuvieron ningún resultado; cada vez se desprendían más rocas, de modo que al final el cuerpo del conde quedó completamente sepultado.

– ¡Está muerto! -gritó uno de los hombres-. Ya no tiene sentido continuar. Huyamos de aquí.

– No podemos huir -replicó Galen de Ruthven con los dientes apretados-. El conde tenía la espada. Tenemos que llevárnosla.

De pronto se escucharon unos pasos pesados en la galería, acompañados de un fuerte griterío.

– ¡Tropas del gobierno! ¡Han descubierto la galería! Tenemos que huir…

Galen de Ruthven sabía que el hombre tenía razón. No podían volver atrás porque el camino estaba cortado. De modo que solo les quedaba huir hacia delante. A regañadientes, Galen de Ruthven tuvo que reconocer que su causa estaba perdida, por el momento.

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