– ¿De verdad lo cree? -le preguntó Mary.
Quentin vio brillar las lágrimas en sus ojos.
– Desde luego -mintió sin parpadear, aunque en realidad tenía que esforzarse para ocultar su propio miedo.
Lo que su tío había dicho le había inquietado mucho. Por si no bastara con las oscuras maldiciones y los conspiradores paganos, ahora se añadían cosas tan siniestras como el parentesco entre almas y las lúgubres profecías. Pero había algo más fuerte que el miedo de Quentin Hays, y era el afecto que sentía por lady Mary.
Para consolarla y hacer que se sintiera segura, habría sonreído plácidamente incluso ante un Cerbero de múltiples cabezas. Quentin tenía la sensación de que había aprendido una nueva lección en su esfuerzo por convertirse en hombre, y la benévola inclinación de cabeza que le dedicó sir Walter le animó en su camino.
Mary sollozaba suavemente, y Quentin no pudo por menos de pasar el brazo en torno a sus hombros para ofrecerle consuelo, a pesar de que era un gesto inapropiado teniendo en cuenta su distinta posición social. En ese momento, pensó, todos eran iguales, con independencia de su origen. Tal vez los hermanos de las runas los mataran a todos; así pues, ¿qué importancia podía traer aquello?
– No se preocupe, lady Mary -le susurró-. No le ocurrirá nada. Le prometo que mi tío y yo haremos cuanto esté en nuestras manos para protegerla de estos sujetos. Este miserable Malcolm no la tocará, aunque para ello tenga que enfrentarme con él personalmente.
– Mi querido Quentin -murmuró ella-. Es usted mi héroe. -E inclinando la cabeza sobre su hombro, lloró lágrimas amargas.
– Ahí está, pues.
Malcolm de Ruthven contempló sorprendido la espada que yacía ante él sobre la mesa. A primera vista era una espada corriente, y nada en su aspecto permitía deducir que se trataba de un arma tan poderosa. Sin embargo, había dos cosas especiales en ella: que tuviera una antigüedad de cientos de años y no hubiera ni señales de herrumbre ni la menor mancha en la hoja, y el signo de la runa que aparecía grabado por encima de la barra de la guarda.
Fuerzas oscuras se encontraban asociadas a este signo, fuerzas que habían permanecido dormidas medio milenio y esperaban a ser desencadenadas de nuevo. Por él, Malcolm de Ruthven, el sucesor del gran druida.
Sus ojos brillaron y una extraña sonrisa se dibujó en sus labios cuando cogió el arma. En el momento de tocarla, un escalofrío recorrió su cuerpo, y tuvo la sensación de que el poder y el conocimiento de los siglos pasados se transmitían a su persona. Una carcajada lúgubre surgió de su garganta, y levantó la espada para contemplarla a la luz de la linterna.
– Por fin -dijo-. ¡Por fin es mía! El augurio se ha cumplido. En la época de la luna oscura vuelve la espada. Ahora el poder será nuestro. Runas y sangre.
– Runas y sangre -repitió Charles Dellard, que había entrado silenciosamente en la tienda.
El inspector renegado percibió el brillo en los ojos de Malcolm de Ruthven y supo qué significaba. Pero se guardó de decir nada. Malcolm de Ruthven era el todopoderoso jefe de la Hermandad de las Runas, y quien quisiera sacar provecho de su poder debía dominar el arte de callar en el momento adecuado.
– Mañana habrá llegado el momento, Dellard. Nos reuniremos en el círculo de piedras y celebraremos el ritual que se efectuó ya una vez hace tiempo. Al gran druida no le fue concedido asistir a la renovación del hechizo que conducirá de nuevo a un traidor a la muerte y a la destrucción; pero nosotros, sus herederos, lo tendremos en nuestra memoria al llevar a cabo el ritual.
– ¿Qué haremos con los prisioneros?
Malcolm sonrió con altivez.
– El destino está de nuestra parte, Dellard. ¿Cree que ha sido una casualidad que el camino de Scott se haya cruzado con el nuestro? ¡De ningún modo! Las runas lo habían previsto. Scott no solo era el instrumento que debía encontrar la espada para nosotros, sino que será también el hombre que dejará constancia, para la posteridad, de los acontecimientos de la noche de mañana.
– ¿Sir? -Dellard levantó las cejas.
– Sí, me ha comprendido bien. Quiero que Scott esté presente. Este hombre debe asistir a mi mayor triunfo. Debe ser testigo ocular de este momento histórico, que cambiará no solo la historia de este país, sino la del mundo entero. Hace más de quinientos años, esta espada condujo a William Wallace a la ruina y coronó a Robert Bruce como rey de Escocia. Muy pronto barrerá también al traidor Jorge del trono de Escocia y me elegirá a mí, Malcolm de Ruthven, como su sucesor. Es un arma poderosa, Dellard, destinada a ser empuñada por reyes.
Charles Dellard se mordió los labios. El inspector era consciente de que el estado de Malcolm de Ruthven había empeorado en los últimos días. No sabía cómo habían llegado a aquella situación, pero en cualquier caso era mejor callar. Había seguido ese camino demasiado tiempo para volverse atrás ahora.
– ¿Qué le ocurre, Dellard? -preguntó Malcolm, que había notado que una sombra cruzaba por el rostro de su cómplice-. ¿Cree que he perdido la razón?
– Claro que no, sir -se apresuró a asegurar Dellard-. Solo me pregunto si sus planes no serán tal vez un poco excesivos… para el momento presente.
– ¿Excesivos? -De nuevo resonó la siniestra carcajada-. Solo lo dice porque no cree como yo en el poder de esta espada. No puedo reprochárselo, Dellard. Usted es británico, y no está enraizado como yo en las tradiciones de este país. Esta espada, mi querido inspector, oculta fuerzas que ni siquiera puede imaginar, fuerzas que son capaces de hacer tambalear a un reino.
»La fuerza y la determinación de los hombres que formaron esta nación se han conservado en ella, y cuando finalmente lleve a cabo el ritual, en la noche de la luna oscura, una y otra se transmitirán a mi persona. Entonces poseeré la fuerza de Wallace y el corazón de Bruce. Con ambos liberaré a este país de sus ilegítimos ocupantes y finalmente yo mismo llevaré la corona. El tiempo nuevo tocará a su fin y volverá el antiguo orden. Una nueva era se iniciará, una era en la que imperarán los antiguos dioses y demonios. Así lo han augurado las runas.
Y tras decir estas palabras, Malcolm de Ruthven volvió a reír, con la risa cacareante y ruidosa de un demente.
En el círculo de piedras
Cuando oyeron los pasos ante la barraca, supieron que había llegado la hora.
Durante dos días habían viajado a través del país, con destino desconocido y encerrados como animales en una jaula de madera. En algún momento, cuando ya se había puesto el sol, el carruaje se había detenido. Entonces habían arrastrado a sir Walter, a Quentin y a lady Mary fuera de su estrecha cárcel, y habían pasado la noche y el día siguiente en una cabaña destartalada: acurrucados en el suelo húmedo, hambrientos y sedientos, helados y atormentados por una terrible incertidumbre.
Se escucharon pasos en el suelo lodoso ante la puerta. Mary, que se apretaba estrechamente contra Quentin, le dirigió una mirada asustada, y aquel joven antes tan pusilánime sintió crecer en su interior una fuerza desconocida.
– No te preocupes -dijo con voz tranquilizadora-. Suceda lo que suceda, estoy a tu lado.
La puerta se abrió ruidosamente. En la penumbra del crepúsculo, una antorcha humeante iluminó la cabaña. Cinco encapuchados se encontraban ante la puerta. Todos llevaban las cogullas y las máscaras de la hermandad.
– Sacad a la mujer -ordenó uno de los tipos a los demás. Los encapuchados ya se disponían a sujetar a Mary, cuando Quentin se levantó y se interpuso en su camino.
– No -dijo enérgicamente-. ¡Dejadla en paz, bastardos!
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