Arthur Hailey - Traficantes de dinero

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El presidente del banco FMI anuncia a toda la directiva que tiene cáncer y pronto va a morirse, hay dos candidatos para ocupar su puesto, Alex y Roscoe. Alex es liberal, con ideas nuevas, pero Roscoe es conservador. La lucha entre ambos para llegar a la cima conduce a una trama muy interesante que empieza cuando desaparecen misteriosamente 6000 dólares de la caja de la empleada Juanita Núñez, se nos revelan muchas incógnitas sobre el funcionamiento interno de un banco y cómo una mala inversión puede llevarlo a la quiebra de la noche a la mañana.

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Agentes del Servicio Secreto de los Estados Unidos, que habían discutido el problema con Edwina y Miles Eastin, estaban francamente preocupados.

– Los billetes falsos que tenemos delante nunca han sido tan buenos, y nunca ha habido tantos en circulación -reconoció uno-. Un cálculo restringido era que treinta millones de dólares falsos se habían producido el año anterior. Y muchos más no han sido descubiertos.

Inglaterra y Canadá eran las principales fuentes de moneda falsa de los Estados Unidos. Los agentes también informaron que una increíble cantidad circulaba en Europa.

– No se descubre allí tan fácilmente, de manera que prevenga a los amigos que vayan a Europa para que nunca acepten billetes norteamericanos. Hay muchas posibilidades de que no valgan nada.

El primer guardia armado echó las bolsas sobre sus hombros.

– A no preocuparse, amigos. ¡Éstos son buenos de verdad, con el lomito verde! ¡Todo parte del servicio!

Ambos guardias bajaron las escaleras en dirección a la cámara del tesoro.

Edwina se dirigió a su escritorio en la plataforma. En todo el banco la actividad crecía. Las puertas principales estaban abiertas, los primeros clientes se precipitaban.

La plataforma donde, por tradición, trabajaban los funcionarios mayores, estaba un poco por encima del nivel de la planta baja y tenía una alfombra roja. El escritorio de Edwina, el mayor y más importante, estaba flanqueado por dos banderas: detrás de ella y a la derecha, la bandera de franjas y estrellas, la insignia de los Estados Unidos y, a la izquierda, la bandera de la ciudad. Algunas veces, allí sentada, se sentía como ante la televisión, lista para hacer algún anuncio solemne, mientras la enfocaban las cámaras.

La gran sucursal del centro era moderna. Reconstruida hacía uno o dos años, cuando se erigieron los colaterales de la Torre principal, la estructura había sido diseñada expertamente y se había gastado en ella una fortuna. El resultado, donde predominaban el rojo y la caoba, con un adecuado toque de oro, era una combinación de comodidad para el cliente, excelentes condiciones de trabajo y simple opulencia.

A veces, como la misma Edwina reconocía, la opulencia parecía tener sentido.

Al sentarse, su alta y esbelta figura se deslizó familiarmente en el sillón giratorio de respaldo elevado, y se alisó el corto pelo, innecesariamente, ya que, como de costumbre, estaba impecablemente peinada.

Edwina buscó un grupo de carpetas que contenían pedidos de préstamos por cantidades mayores de las que otros funcionarios en la sucursal tenían derecho a autorizar.

Su autorización para prestar dinero se extendía a un millón de dólares en cualquier caso personal, siempre que estuvieran de acuerdo dos funcionarios de la sucursal. Invariablemente lo estaban. Las cantidades mayores eran trasladadas a la unidad de política de créditos en la Oficina Central.

En el First Mercantile American, como en cualquier sistema bancario, un símbolo del status reconocido era la cantidad del préstamo que un funcionario del banco tenía poder para sancionar. También determinaba la situación del funcionario o la funcionaria en el polo «tótem» de la organización, y se hablaba de esto como de «la calidad de la inicial» porque la inicial de un individuo suponía la aprobación final en cualquier propuesta de préstamo.

Como gerente, la calidad de la inicial de Edwina era desusadamente alta, aunque reflejaba su responsabilidad al dirigir la importante sucursal del centro del FMA. El gerente de una sucursal menor podía aprobar préstamos desde diez mil hasta medio millón de dólares, y esto dependía de la habilidad y antigüedad del gerente. Edwina siempre se sentía divertida de que la calidad de una inicial apoyara un sistema de castas, con gente que se pavoneaba y tenía privilegios. En la unidad de créditos de la Casa Central, un inspector ayudante de préstamos, cuya autoridad estaba limitada a unos meros cincuenta mil dólares, trabajaba ante un escritorio poco importante, junto con otros en una gran oficina abierta. Venía después, en el orden, un inspector de préstamos cuya inicial valía por un cuarto de millón de dólares y que disponía de un escritorio más grande y de un cubículo con paneles de vidrio.

Una oficina sencilla, con puerta y ventana, era el recinto de un supervisor ayudante de préstamos, cuya inicial valía más, hasta medio millón de dólares. Este funcionario disponía de un amplio escritorio, de un cuadro al óleo en la pared y del memorándum impreso con su nombre; recibía además un ejemplar gratis del «Wall Street Journal» y un lustrado de zapatos complementario todas las mañanas. Compartía una secretaria con otro supervisor ayudante.

Finalmente un funcionario vicepresidente de préstamos, cuya inicial valía un millón de dólares, trabajaba en una oficina en un rincón, con dos ventanas, dos cuadros al óleo, y una secretaria para él solo. El nombre estaba grabado en el memorándum. También disfrutaba de una limpieza gratis de zapatos y del periódico, además de revistas y diarios, del uso de un coche de la compañía cuando los negocios lo requerían y tenía acceso al comedor de los funcionarios principales para almorzar.

Edwina disfrutaba de casi todas las atribuciones de los importantes. Pero nunca había utilizado la limpieza de zapatos.

Esa mañana estudió dos pedidos de préstamos, aprobó uno y puso con lápiz algunos interrogantes en el otro. Un tercer pedido la interrumpió de golpe.

Sorprendida, y consciente de una rara coincidencia tras la experiencia de ayer, leyó otra vez completamente el informe.

El funcionario de préstamos que había preparado el informe contestó el zumbido del teléfono interno de Edwina.

– Habla Castleman.

– Cliff, venga, por favor.

– En seguida -el funcionario de préstamos, a la distancia de sólo una docena de escritorios, miró directamente a Edwina-. Y me parece que adivino para qué me necesita.

Unos momentos después, sentado junto a ella, contemplaba la carpeta abierta.

– No me equivocaba. Tenemos algunos chiflados, ¿verdad?

Cliff Castleman era pequeño, preciso, con una redonda carita rosada y una sonrisa suave. Los que pedían préstamos simpatizaban con él, porque sabía escuchar, y era comprensivo. Pero también era un maduro funcionario en la rama de préstamos, con un juicio certero.

– Esperaba -dijo Edwina- que este pedido fuera una especie de broma de locos, aunque sea una broma siniestra.

– «Cadavérica» sería más apropiado, mistress D'Orsey. Y, aunque todo el asunto parezca loco, le aseguro que es real -Castleman hizo un gesto hacia la carpeta-. He incluido todos los hechos porque sé que usted quiere conocerlos. Evidentemente usted ha leído el informe. Y mi recomendación.

– ¿Seriamente considera usted que se preste tanto dinero con ese propósito?

– He sido mortalmente serio -el funcionario de préstamos se detuvo bruscamente-. Perdón. No he querido hacer chistes funerarios. Pero creí que usted iba a aprobar el préstamo.

Todo estaba allí, en la carpeta. Un vendedor de productos de farmacia de cuarenta y tres años, llamado Gosburne, con un empleo local, pedía un préstamo de veinticinco mil dólares. Estaba casado -un primer matrimonio que duraba desde hacía diecisiete años, y los Gosburne eran propietarios de su casa en los suburbios, gravada por una pequeña hipoteca. Tenían una cuenta conjunta en el FMA desde hacía ocho años… sin problemas. Un primer préstamo, aunque más pequeño, había sido pagado. El informe de los empleados de Gosburne y otros detalles financieros eran buenos.

El propósito del nuevo préstamo era comprar una gran cápsula de acero inoxidable, para colocar allí el cuerpo de la hija muerta de Gosburne, Andrea. Había muerto hacía seis días, a los quince años, de una enfermedad de riñón. Por el momento el cuerpo de Andrea estaba en la funeraria, guardado en hielo seco. Le habían sacado la sangre inmediatamente después de morir y la habían reemplazado con una solución similar «anticongelable», llamada dimetisulfoxida.

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