– Ésa es una.
– Muchos en el banco esperamos que seas tú.
– Francamente yo también lo espero.
Lo que ninguno de los dos dijo era que, hasta ese día, Alex Vandervoort había sido visto como el heredero elegido de Ben Rosselli.
Pero no tan pronto. Sólo hacía dos años que Alex estaba en el First Mercantile American. Antes había sido funcionario en la Federal Reserve y Ben Rosselli lo había convencido personalmente para que se le uniera, ofreciendo la perspectiva de un avance eventual hasta la dirección.
– Dentro de unos cinco años, más o menos -había dicho el viejo Ben a Alex en aquella ocasión- quiero delegar el mando en alguien que sepa afrontar con eficiencia los grandes números y que sea capaz de demostrar una beneficiosa línea básica, porque ésta es la única manera en que un banquero puede actuar con fuerza. Pero hay que ser algo más que un técnico de categoría. La clase de hombre que yo deseo para dirigir este banco no debe olvidar nunca que los pequeños depositantes, los individuos, han sido siempre nuestra base más fuerte. Lo malo con los banqueros hoy en día es que se han vuelto demasiado remotos.
Ben Rosselli señaló claramente que no estaba haciendo ninguna promesa en firme, pero añadió: «Mi impresión, Alex, es que eres la clase de hombre que necesitamos. Trabajemos juntos un tiempo y ya veremos.»
Y así Alex entró al banco, trayendo su experiencia y un olfato para la nueva técnica, y, con ambas cosas, pronto se destacó. En cuanto a la filosofía, descubrió que compartía muchos puntos de vista de Ben.
Tiempo atrás, Alex también había ganado intuición bancaria gracias a su padre, un inmigrante holandés convertido en granjero en Minnesota.
Pieter Vandervoort se había cargado con un préstamo bancario y, para pagar los intereses, trabajaba desde antes del alba hasta después del crepúsculo, generalmente siete días a la semana. Finalmente murió por exceso de trabajo, empobrecido, tras lo cual el banco vendió su tierra, recobrando no sólo los intereses sino la inversión original. La experiencia de su padre demostró a Alex -por medio del dolor- que el lugar para estar, era el del otro lado del mostrador de un banco.
Finalmente, el camino al banco para el joven Alex fue una beca en Harvard, y graduarse con honores en ciencias económicas.
– Quizá todo marche todavía -dijo Edwina D'Orsey-. Supongo que el consejo elegirá al presidente.
– Sí -contestó Alex, casi ausente. Había estado pensando en Ben Rosselli y en su padre; el recuerdo de los dos estaba extrañamente mezclado.
– La duración de los servicios prestados no lo es todo.
– Pero cuenta.
Mentalmente Alex pesó las probabilidades. Sabía que poseía el talento y la experiencia para encabezar el First Mercantile American, pero las posibilidades eran que los directores favorecieran a alguien que había estado allí desde hacía tiempo. Roscoe Heyward, por ejemplo, había trabajado en el banco desde hacía casi veinte años, y pese a su ocasional falta de contacto con Ben Rosselli, Heyward contaba con mucho apoyo en el consejo.
Ayer las posibilidades favorecían a Alex. Hoy, las cosas se daban vueltas.
Se puso de pie y golpeó su pipa.
– Tengo que volver al trabajo.
– Yo también.
Pero Alex, al quedar solo, se sentó en silencio, pensativo.
Edwina tomó un ascensor expreso desde el piso de los directores hasta el vestíbulo del piso principal de FMA, una mezcla arquitectónica del Lincoln Center y de la Capilla Sixtina. El vestíbulo estaba lleno de gente, apresurados empleados bancarios, mensajeros, visitantes, curiosos. Respondió al amistoso saludo de un guardia de seguridad.
Desde el curvado vidrio frontal Edwina podía ver la Plaza Rosselli, con sus árboles, bancos, esculturas en la avenida y burbujeante fuente. En el verano la plaza era lugar de reuniones y los empleados que trabajaban en el centro almorzaban allí, pero ahora parecía siniestra e inhospitalaria. Un crudo viento revolvía las hojas y el polvo en pequeños tornados, y los transeúntes corrían en busca del calor de adentro.
Era la época del año, pensó Edwina, que menos le gustaba. Hablaba de melancolía, del invierno que llegaba, de la muerte.
Involuntariamente se estremeció, después se dirigió hacia el «túnel», alfombrado y suavemente iluminado, que comunicaba las oficinas principales del banco con la sucursal principal del centro, una estructura palaciega, de un solo piso.
Era su dominio.
El miércoles se inició normalmente en la principal sucursal de la ciudad.
Edwina D'Orsey era funcionaria de guardia en la sucursal durante la semana, y llegó exactamente a las 8.30, media hora antes que las lentas puertas de bronce del banco se abrieran para el público.
Como gerente de la sucursal «insignia» del FMA, y como vicepresidente corporativo, en realidad no debía cumplir sus funciones de guardia. Pero Edwina prefería cumplir su turno. También esto demostraba que no esperaba privilegios especiales por ser una mujer… cosa que siempre había tenido cuidado de señalar durante sus quince años en el First Mercantile American. Además, la guardia se presentaba sólo cada diez semanas.
Ante la puerta del costado del edificio hurgó en su bolso marrón de Gucci, buscando la llave; la encontró debajo de un montón de lápices de labios, billeteras, tarjetas de crédito, polvos, peine, una lista de cosas para comprar y otras cosas; su cartera estaba siempre inesperadamente desordenada. Después, antes de usar la llave, comprobó la señal de «no emboscada». La señal estaba donde debía estar… una tarjetita amarilla, colocada sin que llamara la atención en una ventana. La tarjeta debía haber sido puesta allí unos minutos antes por un portero cuya tarea era ser el primero en llegar a la gran sucursal todos los días. Si todo estaba dentro en orden, colocaba la señal donde los empleados que llegaban pudieran verla. Pero, si hubieran penetrado asaltantes durante la noche y esperaran para atrapar rehenes -el portero en primer término- no habría ninguna señal, y, de este modo, la ausencia se convertiría en un aviso. Los empleados que llegaran más tarde, no sólo no iban a entrar, sino que instantáneamente pedirían ayuda.
Debido a los crecientes asaltos de todo tipo, la mayoría de los bancos utilizaban la señal de «no emboscada», y el tipo y la colocación cambiaban con frecuencia.
Al entrar, Edwina fue inmediatamente hacia un panel móvil en la pared y lo abrió de golpe. A la vista quedó un timbre que oprimió en clave: dos llamadas largas, tres breves, una larga. En la habitación de Seguridad Central, en la Torre principal, quedaban ahora enterados que la puerta de alarma que la entrada de Edwina había puesto en movimiento hacía un momento, podía ser ignorada y que un funcionario autorizado estaba en el banco. El portero, al entrar, también debía haber transmitido su propia clave.
El cuarto de guardia, al recibir señales similares desde otras sucursales del FMA, ponía en marcha el sistema de alarma del edificio, desde «alerta» hasta «quietos».
Si Edwina como funcionario de seguridad o el portero no hubieran dado la clave correctamente, la habitación de guardia hubiera informado a la policía. Unos minutos después la sucursal del banco hubiera sido rodeada.
Como con otros sistemas, las claves cambiaban con frecuencia. Los bancos en todas partes encontraban la Seguridad en señales positivas cuando todo andaba bien, en ausencia de señales cuando estallaban las dificultades. De aquella manera si un empleado era retenido como rehén, podía dar la alarma sin hacer nada.
Otros funcionarios y algunos empleados estaban entrando, controlados por el portero correctamente uniformado que vigilaba la puerta del costado.
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