Arthur Hailey - Traficantes de dinero

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El presidente del banco FMI anuncia a toda la directiva que tiene cáncer y pronto va a morirse, hay dos candidatos para ocupar su puesto, Alex y Roscoe. Alex es liberal, con ideas nuevas, pero Roscoe es conservador. La lucha entre ambos para llegar a la cima conduce a una trama muy interesante que empieza cuando desaparecen misteriosamente 6000 dólares de la caja de la empleada Juanita Núñez, se nos revelan muchas incógnitas sobre el funcionamiento interno de un banco y cómo una mala inversión puede llevarlo a la quiebra de la noche a la mañana.

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– Vamos, no hay motivo para sentirse incómodos. Somos viejos amigos; por eso les he convocado a ustedes aquí. Ah, sí, para evitar preguntas, diré que lo que he dicho es definitivo; si hubiera creído que existe una posibilidad, que no la hay, habría esperado más tiempo. La otra cosa que quizá les intriga… la enfermedad es cáncer de pulmón, muy avanzado, según me han dicho. Probablemente no llegaré a Navidad… -hizo una pausa y súbitamente toda la fragilidad y fatiga aparecieron. Con más suavidad añadió-: Bueno, ahora ya están ustedes enterados y, cuando quieran, pueden hacer correr la voz.

Edwina D'Orsey pensó: no podía elegirse el momento. En cuanto se vaciara el salón, lo que acababan de oír iba a expandirse por el banco, y más allá, como el fuego en una pradera. Las noticias iban a afectar a muchos, a algunos emocionalmente, a otros de manera prosaica. Pero, sobre todo, ella estaba como atontada y sentía que la reacción de los otros era la misma.

– Míster Rosselli -uno de los hombres más antiguos se atrevió a hablar. Pop Monroe era un viejo empleado en el departamento de depósitos, y su voz temblaba-, míster Rosselli, nos ha largado usted una buena. Nadie sabe qué decir.

Hubo un murmullo, casi un gruñido de asentimiento y simpatía.

Por encima, Roscoe Heyward inyectó con suavidad:

– Lo que podemos y debemos decir… -había una pizca de reprobación en la voz del supervisor, como si los otros hubieran debido esperar que él hablara primero- es que, aunque esta terrible noticia nos ha sacudido y entristecido, podemos estar en un error y confiar en el tiempo. Las opiniones de los médicos, como casi todos sabemos, rara vez son exactas. Y la ciencia médica puede lograr mucho para detener, incluso para curar…

– Roscoe, he dicho que ya he pasado por todo eso -dijo Ben Rosselli, con un primer asomo de impaciencia-. En cuanto a los médicos, he consultado los mejores. ¿Acaso no lo sabían?

– Sí, lo suponíamos -dijo Heyward-. Pero debemos recordar que hay un poder más alto que el de los médicos, y es deber de todos nosotros -miró con deliberación alrededor de la habitación- rogar a Dios que se apiade o que, por lo menos, conceda más tiempo del que usted cree.

El viejo dijo con ironía.

– Tengo la impresión de que Dios ya se ha decidido.

Alex Vandervoort observó:

– Ben, todos estamos trastornados. Lamento especialmente algo que he dicho antes…

– ¿Lo del festejo? ¡No tiene importancia!… Usted no estaba enterado… -el viejo tuvo una risita-. Además, ¿por qué no? He tenido una buena vida; no todo el mundo la tiene y, por lo tanto, hay motivo para celebrar… -palmeó los bolsillos de la chaqueta, después miró alrededor-. ¿Alguno tiene un cigarrillo? Los médicos me los han prohibido.

Aparecieron varios paquetes. Roscoe Heyward gimió:

– ¿Está seguro de que le conviene hacerlo?

Ben Rosselli le miró sardónicamente y no contestó. No era un secreto que, aunque el viejo respetaba el talento de Heyward como banquero, los dos hombres nunca habían logrado intimar.

Alex Vandervoort encendió el cigarrillo que había tomado el presidente del banco. Los ojos de Alex, como los de otros en la habitación, estaban húmedos.

– En un momento como éste hay algunas cosas de las que uno se alegra -dijo Ben-. Que nos den un consejo es una, es la posibilidad de atar cabos perdidos… -el humo del cigarrillo giró a su alrededor-. Naturalmente, por otro lado uno lamenta la forma en que se han producido algunas cosas. Deben ustedes reflexionar y meditar también sobre esto.

Todos sabían qué era lo que más había que lamentar: Ben Rosselli no tenía herederos. Su único hijo había muerto en la Segunda Guerra Mundial; y más recientemente un nieto, que prometía, había muerto en la insensata pérdida de vidas del Vietnam.

Un ataque de tos sacudió al viejo. Nolan Wainwright, que estaba más cerca, se adelantó, tomó el cigarrillo que le tendían con dedos temblorosos, y lo apagó. Se hizo, entonces, evidente hasta qué punto estaba debilitado Ben Rosselli, cuánto le había fatigado el esfuerzo de hoy.

Aunque nadie lo sabía, era la última vez que el presidente iba a acudir al banco.

Se acercaron a Rosselli individualmente, le dieron la mano con suavidad, buscando unas palabras que decir. Cuando llegó el turno a Edwina D'Orsey, ella le besó levemente en la mejilla, y él parpadeó.

2

Roscoe Heyward fue uno de los primeros en dejar el salón. El vicepresidente supervisor ejecutivo tenía dos objetivos urgentes, resultado de lo que acababa de saber.

Uno era lograr una suave transición de autoridad, después de la muerte de Ben Rosselli. El segundo objetivo era asegurar que Heyward fuera nombrado presidente y ejecutivo principal.

Heyward era ya un fuerte candidato. También lo era Alex Vandervoort y posiblemente, dentro del mismo banco, Alex tenía más seguidores. Sin embargo, en el cuerpo de directores, donde la cosa tenía más peso, Heyward creía contar con más apoyo.

Versado en la política bancaria y con una mente acerada y disciplinada, Heyward empezó a planear su campaña, incluso cuando la reunión de la mañana no había terminado.

Se dirigió a sus oficinas, unos cuartos con paneles, espesas cortinas beige y una vista de la ciudad, allá abajo, capaz de cortar el aliento. Sentado ante su escritorio llamó a la principal de sus dos secretarias, mistress Callaghan, y le dio instrucciones como para un rápido incendio.

La primera era la de telefonear a los directores, con los que Roscoe Heyward iba a hablar, uno por uno. Tenía ante sí, en el escritorio, una lista de los directores. Fuera de las llamadas del teléfono directo, pidió no ser molestado.

Otra instrucción fue la de cerrar la puerta exterior de la oficina cuando la secretaria salió -cosa en sí desusada, ya que los ejecutivos del FMA conservaban una tradición de puertas abiertas iniciada hacía un siglo y estólidamente mantenida por Ben Rosselli. Aquella era una tradición que debía desaparecer. La intimidad, en aquel momento, era esencial.

Heyward había sido rápido en observar que, en la reunión de aquella mañana, sólo dos miembros del cuerpo del First Mercantile American, aparte de los antiguos gerentes, habían estado presentes. Ambos directores eran amigos personales de Ben Rosselli -y era evidentemente por este motivo que habían sido convocados. Pero esto significaba que quince miembros del cuerpo no estaban informados, todavía, de la próxima muerte del presidente. Heyward quería que los quince recibieran las noticias por su boca.

Calculó dos probabilidades: primero, los hechos eran tan súbitos y estremecedores que iba a producirse una alianza instintiva entre quien recibiera la noticia y quien la diera. Segundo: algunos directores iban a resentirse por no haber sido informados de antemano, especialmente porque algunos funcionarios menores del FMA habían escuchado la noticia en el salón de reuniones. Roscoe Heyward pensaba capitalizar este resentimiento.

Se oyó el zumbido de un timbre. Recibió la primera llamada y empezó a hablar. Después siguió otra llamada, y otra más. Varios directores estaban fuera de la ciudad, pero Dora Callaghan, una ayudante leal y experimentada, les seguía los pasos.

Media hora después de empezar a telefonear, Roscoe Heyward informaba con calor al honorable Harold Austin:

– Aquí, en el banco, como es lógico, terriblemente trastornados y emocionados. Lo que Ben nos ha dicho no parece real, o posible.

– ¡Dios mío! -la otra voz en el teléfono todavía reflejaba la angustia expresada unos momentos antes-. ¡Y tener que decirlo personalmente a la gente! -Harold Austin era uno de los pilares de la ciudad, tercera generación de una vieja familia y, hacía tiempo, había estado una única temporada en el Congreso… de ahí el título de «Honorable», alentado por la costumbre. Ahora poseía la mayor agencia de publicidad del estado y era un veterano director del banco, con fuerte influencia en el consejo.

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