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Arthur Hailey: Traficantes de dinero

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Arthur Hailey Traficantes de dinero

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El presidente del banco FMI anuncia a toda la directiva que tiene cáncer y pronto va a morirse, hay dos candidatos para ocupar su puesto, Alex y Roscoe. Alex es liberal, con ideas nuevas, pero Roscoe es conservador. La lucha entre ambos para llegar a la cima conduce a una trama muy interesante que empieza cuando desaparecen misteriosamente 6000 dólares de la caja de la empleada Juanita Núñez, se nos revelan muchas incógnitas sobre el funcionamiento interno de un banco y cómo una mala inversión puede llevarlo a la quiebra de la noche a la mañana.

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– Buenos días, mistress D'Orsey -dijo un empleado veterano, de pelo blanco, de nombre Tottenhoe, uniéndose a Edwina. Era contador y estaba encargado de los empleados y de la rutina que reinaba en la sucursal, y su cara larga y lúgubre le hacía parecerse a un viejo canguro. Su normal mal humor y su pesimismo había aumentado cuando se imponía el retiro forzoso; sentía su edad y parecía culpar a los demás de tenerla. Edwina y Tottenhoe caminaron juntos por la planta baja del banco, después se dirigieron por una amplia y alfombrada escalera hacia la cámara acorazada del tesoro. Supervisar la apertura y el cierre del recinto de las cajas fuertes era responsabilidad del funcionario encargado de la Seguridad.

Mientras esperaban junto a la puerta de la cámara para que abriera el reloj minutero, Tottenhoe dijo sombríamente:

– Corren rumores de que míster Rosselli se está muriendo. ¿Es verdad?

– Mucho me lo temo -y le contó brevemente la reunión del día anterior.

La noche anterior, en su casa, Edwina apenas había pensado en otra cosa, pero esta mañana estaba decidida a concentrarse en los asuntos del banco. Era lo que Ben habría deseado.

Tottenhoe murmuró algo desalentador, que ella no entendió.

Edwina miró el reloj: 8,40. Unos segundos después un débil clic en la maciza puerta de acero cromado anunció que el reloj minutero nocturno, puesto antes que el banco se cerrara la noche antes, se había apagado por sí mismo. Ahora las cerraduras de combinación de la cámara podían ser usadas. Hasta ese momento no hubiera podido hacerse.

Usando otro timbre oculto, Edwina señaló a la habitación de Seguridad Central que la cámara estaba a punto de ser abierta -una apertura normal, no bajo presión.

De pie al lado de la puerta, Edwina y Tottenhoe giraron combinaciones separadas. Uno no sabía el juego de combinación del otro; de este modo ninguno podía abrir la cámara a solas.

Un funcionario ayudante del contador, Miles Eastin, había llegado ya. Era un hombre joven, hermoso, bien parecido e invariablemente alegre -en agradable contraste con la segura tristeza de Tottenhoe. Edwina simpatizaba con Eastin. Con él estaba un contador antiguo de la cámara del tesoro que supervisaba la transferencia del dinero, cuando entraba y salía de la cámara, durante el resto del día. Sólo en dinero al contado, cerca de un millón de dólares en billetes y monedas, iban a estar bajo su control en las próximas seis horas de operación.

Los cheques que pasaban por la gran sucursal del banco durante el mismo período representaban otros veinte millones.

Cuando Edwina retrocedió, el antiguo contador y Miles Eastin abrieron juntos la enorme puerta de la cámara, hecha con ingeniería de precisión. Iba a permanecer abierta hasta esa noche, cuando se cerraran los negocios.

– Acabo de recibir un mensaje telefónico -informó Eastin el funcionario de operaciones-. Faltan hoy dos nuevos cajeros.

La expresión de melancolía de Tottenhoe se acrecentó.

– ¿Es la gripe? -preguntó Edwina.

Una epidemia castigaba la ciudad en los últimos diez días, dejando al banco sin empleados, especialmente entre los cajeros.

Tottenhoe se quejó.

– Si yo pudiera cogerla podría irme a casa, acostarme y dejar a otro para que se ocupe de los pagos… -se volvió hacia Edwina.

– ¿Insiste en que abramos hoy?

– Creo que es lo que se espera de nosotros.

– Entonces vaciaremos una o dos sillas de otros funcionarios. Usted es el primer elegido -dijo a Miles Eastin- así que saque una caja y prepárese a enfrentarse con el público. ¿Recuerda cómo se cuenta?

– Hasta veinte -dijo Eastin-. Siempre que pueda trabajar sin medias.

Edwina sonrió. No le inspiraba temores el joven Eastin: todo lo que tocaba lo hacía bien. Cuando Tottenhoe se jubilara el año siguiente seguramente Miles Eastin iba a ser escogido por ella como contador principal.

Él le devolvió la sonrisa.

– No se preocupe, mistress D'Orsey. Aunque de fuera, no soy malo en esto. Además, anoche jugué a la pelota y me las arreglé para mantener el tanteo.

– ¿Pero ganó?

– ¿Cuando mantuve el tanteo? ¡Claro!

Edwina estaba enterada, lógicamente, del otro hobby de Eastin, que había resultado útil al banco: el estudio y coleccionamiento de billetes y monedas. Era Miles Eastin quien daba charlas de orientación a los nuevos empleados de la sucursal, y le gustaba revolver preciosidades históricas, como el hecho de que el papel moneda y la inflación habían sido inventados en China. El primer caso recordado de inflación, explicaba, tuvo lugar en el siglo xiii, cuando el emperador mongol Kublai Kan no pudo pagar a sus soldados en monedas, y, por esto, usó un trozo de madera impreso para producir moneda militar. Desgraciadamente se imprimió tanto, que pronto la moneda perdió valor. «Alguna gente -añadía el joven Eastin- cree que el dólar se está mogolizando en este momento.» Debido a sus estudios, Eastin se había convertido también en experto permanente en dinero falsificado, y los billetes dudosos que aparecían eran sometidos a su opinión.

Los tres -Edwina, Eastin, Tottenhoe- subieron las escaleras desde el sótano del tesoro hasta la planta baja.

Bolsas de lona conteniendo dinero eran descargadas afuera desde un camión blindado, y el dinero iba escoltado por dos guardias armados.

El dinero al contado en grandes cantidades siempre llegaba temprano por la mañana, y había sido transferido todavía más temprano desde la Federal Reserve hasta la cámara central del tesoro del First Mercantile American. Desde allí era distribuido en las sucursales del sistema del FMA. Los motivos para que la distribución se hiciera en el mismo día eran simples. El exceso de dinero en efectivo en las cámaras no producía, por supuesto, ganancias; también había peligro de pérdidas o robos.

El ideal, para cualquier gerente de sucursal, era no quedarse nunca sin dinero en efectivo, pero tampoco tener demasiado.

Una gran sucursal de banco, como la central del FMA, mantenía un flotante en efectivo de medio millón de dólares. El dinero que llegaba ahora -otro cuarto de millón- era la diferencia requerida en un día normal de banco.

Tottenhoe gruñó a los guardias que entregaban el dinero:

– Espero que nos hayan traído dinero más limpio del que hemos recibido últimamente.

– Ya les he hablado a los tipos de la Caja Central sobre su protesta, míster Tottenhoe -dijo un guardia. Era joven, con largo pelo oscuro que desbordaba su gorra y su cuello de uniforme. Edwina miró hacia abajo, preguntándose si llevaba zapatos. Los llevaba.

– Dicen también que usted ha telefoneado -añadió el guardia-. Por mí, yo tomaría dinero, limpio o sucio.

– Desgraciadamente -contestó el contador- algunos de nuestros clientes no son de su opinión.

Los billetes nuevos, recién llegados de la oficina de impresión y grabados por intermedio de la Federal Reserve, eran ávidamente disputados en los bancos. Un número sorprendente de clientes, denominados «los que van y vienen» rechazaban los billetes sucios y pedían que les dieran nuevos o, por lo menos, algunos bastante limpios, que los banqueros llamaban «apropiados». Por suerte había otros a quienes la cosa no les importaba y los cajeros tenían instrucciones de pasar la moneda sucia cuando pudieran, conservando los billetes frescos, crujientes, para quienes los solicitaran.

– Oiga, hay una gran cantidad de dinero falso de primera calidad. Tal vez podamos darle un paquete… -el segundo guardia guiñó el ojo a su compañero.

Edwina le dijo:

– Para eso no necesitamos su ayuda. Ya hemos recibido de esos billetes falsos en cantidad.

No hacía más de una semana que el banco había descubierto casi mil dólares en billetes falsos -dinero depositado, aunque la fuente era desconocida. Era más que probable que hubiera llegado a través de distintos depositantes, algunos que habían sido defraudados y pasaban su pérdida al banco; otros que no tenían idea que los billetes fueran falsos, cosa no sorprendente, ya que la calidad era notablemente elevada.

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