Arthur Hailey - Traficantes de dinero

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El presidente del banco FMI anuncia a toda la directiva que tiene cáncer y pronto va a morirse, hay dos candidatos para ocupar su puesto, Alex y Roscoe. Alex es liberal, con ideas nuevas, pero Roscoe es conservador. La lucha entre ambos para llegar a la cima conduce a una trama muy interesante que empieza cuando desaparecen misteriosamente 6000 dólares de la caja de la empleada Juanita Núñez, se nos revelan muchas incógnitas sobre el funcionamiento interno de un banco y cómo una mala inversión puede llevarlo a la quiebra de la noche a la mañana.

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Ésa era su manera inteligente de actuar.

– Si quiere, mistress D'Orsey -dijo Miles Eastin- yo empezaré, porque soy el primero a quien informó Juanita -hablaba sin su habitual ligereza.

Edwina asintió aprobando.

La posibilidad de que faltara dinero en la caja, informó Eastin al grupo, le había llamado la atención unos minutos antes de las 2. En aquel momento mistress Núñez se le había acercado y le había expresado su creencia de que faltaban seis mil dólares del cajón de su escritorio.

Miles Eastin había trabajado también como cajero casi todo el día, dada la escasez de cajeros. De hecho Eastin había estado apostado a sólo dos lugares de donde estaba Juanita Núñez, y ella le informó allí mismo, cerrando el cajón de su caja antes de hacerlo.

Eastin entonces había cerrado el cajón de su propio escritorio y se había dirigido a Tottenhoe.

Más sombrío que de costumbre, Tottenhoe escuchó la historia.

Inmediatamente había ido hacia la muchacha y había hablado con ella. Al principio no había podido creer que faltara una cantidad tan alta como seis mil dólares, porque, incluso en el caso de que ella sospechara que algún dinero había desaparecido, era virtualmente imposible en aquel punto saber cuánto.

El funcionario de operaciones señaló: Juanita Núñez había estado trabajando todo el día, había comenzado con poco más que diez mil dólares sacados de la cámara esa mañana, y había estado tomando y pagando dinero desde las 9 de la mañana, cuando se abrió el banco. Esto quería decir que ella había estado trabajando por lo menos cinco horas, exceptuados los cuarenta y cinco minutos del almuerzo, y en ese tiempo el banco estaba repleto, con todos los cajeros ocupados. Además, los depósitos de caja habían sido hoy más grandes que de costumbre; de manera que la cantidad de dinero que ella tenía en el cajón -sin incluir los cheques- podía haber aumentado a unos veinte o veinticinco mil dólares. Entonces, razonaba Tottenhoe: ¿cómo era posible que mistress Núñez supiera con tanta certeza, no sólo que faltaba el dinero, sino con tanta precisión la cantidad que faltaba?

Edwina asintió. La misma pregunta ya se le había ocurrido.

Sin demostrarlo, Edwina estudió a la joven. Era pequeña, delgada, morena, no realmente bonita, sino provocativa, a la manera de un elfo. Parecía portorriqueña, cosa que era, y tenía un acento pronunciado. Hasta el momento había dicho muy poco, y contestaba brevemente cuando la interrogaban.

Era difícil saber con certeza cuál era la actitud de Juanita Núñez. En verdad no se mostraba cooperativa, por lo menos abiertamente, pensó Edwina, y la muchacha no había dado otra información fuera de su primera declaración. Desde que empezaron, la expresión de la cara de la cajera había sido enfurruñada u hostil. A veces su atención vagaba, como si estuviera aburrida y consideraba aquellos procedimientos como una pérdida de tiempo. Pero también estaba nerviosa, y lo revelaba en sus manos apretadas y en la manera en que continuamente daba vueltas a su delgado anillo matrimonial de oro.

Edwina D'Orsey sabía, porque había echado una mirada a un informe de empleados sobre su escritorio, que Juanita Núñez tenía veinticinco años, que estaba casada y separada de su marido, que tenía una criatura de tres años. Hacía casi dos años que trabajaba para el First Mercantile American, siempre en su actual cargo. Lo que no figuraba en el informe, pero Edwina recordaba de oídas, era que la Núñez mantenía sola a su hijo, y había estado, quizá todavía estaba, en dificultades financieras a causa de deudas dejadas por un marido que la había abandonado.

Pese a las dudas que había tenido, prosiguió Tottenhoe, de que mistress Núñez pudiera saber cuánto dinero faltaba, la había retirado inmediatamente de sus tareas que habitualmente realizaba ante el mostrador, tras lo cual había sido inmediatamente «encerrada con su caja».

Estar «encerrado» era en realidad una protección para el empleado en cuestión y era también el procedimiento acostumbrado en un problema de este tipo. Simplemente quería decir que el cajero era colocado solo en una pequeña oficina cerrada, junto con la caja y una calculadora, y se le decía que hiciera el balance de todas las transacciones del día.

Tottenhoe había esperado fuera.

Poco después mistress Núñez había llamado al funcionario de operaciones. El balance de la caja no marchaba, informó. Faltaban seis mil dólares.

Tottenhoe llamó a Miles Eastin y juntos repasaron de nuevo, mientras Juanita Núñez observaba. El informe de ella era correcto. Sin duda faltaba dinero, y precisamente la suma que ella había afirmado desde el principio.

Entonces Tottenhoe había telefoneado a Edwina.

– Esto vuelve a llevarnos -dijo Edwina- al punto de partida. ¿Alguien tiene alguna idea?

Miles Eastin se adelantó:

– Quisiera hacer algunas preguntas a Juanita, si ella no lo toma a mal.

Edwina asintió.

– Piénselo bien, Juanita -dijo Eastin-. ¿En algún momento durante el día no hizo usted algún TX con otro?

Como todos sabían, un TX era un intercambio entre cajones. Alguno muy atareado podía quedar por un momento sin billetes o monedas de algún tipo y, si sucedía en circunstancias de mucho agobio, en lugar de ir a la cámara, los pagadores se ayudaban entre sí, «comprando» o «vendiendo» dinero. Se usaba un formulario TX para el control. Pero ocasionalmente, por apresuramiento o descuido, se cometían errores, de manera que, al terminar el día, a un cajero le faltaba dinero, y a otro le sobraba. Pero era difícil creer que tal diferencia pudiera llegar a los seis mil dólares.

– No -dijo la pagadora-, no hubo cambios. Por lo menos hoy.

Miles Eastin insistió:

– ¿No recuerda usted a ningún otro empleado, en cualquier momento, que haya podido estar cerca de su cajón y sacar dinero?

– No.

– Cuando usted vino primero a verme, Juanita -dijo Eastin-, y me dijo que creía que faltaba algún dinero, ¿cuánto tiempo hacía que estaba enterada?

– Unos minutos.

Edwina intervino:

– ¿Cuánto tiempo había pasado después de que usted volviera de almorzar, mistress Núñez?

La muchacha vaciló, pareciendo menos segura.

– Quizás unos veinte minutos.

– Hablemos de antes que fuera usted a almorzar -dijo Edwina-. ¿Cree que entonces ya faltaba el dinero?

Juanita Núñez movió la cabeza negativamente.

– ¿Cómo puede estar segura?

– Lo sé.

Las respuestas poco aclaradoras, monosilábicas, empezaban a irritar a Edwina. Y la terca hostilidad que había notado antes le pareció más pronunciada.

Tottenhoe repitió la pregunta crucial:

– Después de almorzar, ¿por qué estaba usted segura, no sólo de que faltaba dinero, sino de la cantidad?

La carita de la muchacha se contrajo, desafiante.

– Lo sé.

Hubo un silencio de duda.

– ¿No cree usted, Juanita, que, en algún momento durante el día, puede haber pagado por error seis mil dólares a algún cliente?

– No.

Miles Eastin preguntó:

– Cuando dejó usted su puesto de cajera antes de ir a almorzar, Juanita, llevó usted el cajón con el dinero a la cámara del tesoro, cerró la combinación y lo dejó allí, ¿no es así?

– Sí.

– ¿Está segura de haber cerrado?

La muchacha asintió positivamente.

– ¿Estaba cerrada la caja del contador?

– No, estaba abierta.

Aquello, también era normal. Una vez que la combinación del contador había sido «abierta» por la mañana, era costumbre dejarla así por el resto del día.

– ¿Y cuando usted volvió de almorzar, su cajón seguía en la cámara, siempre cerrada?

– Sí.

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