– Si acepto, Len -dijo- quiero tener mano libre para hacer cambios, incluidos en el consejo de Dirección.
– Tendrás mano libre -contestó Kingswood-. Te lo garantizo personalmente.
Alex aspiró la pipa, después la dejó.
– Déjame pensarlo. Te daré mi decisión mañana por la mañana.
Colgó la comunicación y volvió a coger el vaso que estaba en el bar. Margot ya había tomado el suyo.
Le miró curiosa.
– ¿Por qué no has aceptado? Ambos sabemos que vas a hacerlo.
– ¿Te has dado cuenta de qué se trataba?
– Naturalmente.
– ¿Por qué estás tan segura de que voy a aceptar?
– Porque no eres capaz de rechazar la provocación. Porque toda tu vida consiste en ser banquero. Todo lo demás viene en segundo lugar.
– No estoy seguro -dijo él lentamente- de que desee que eso sea verdad… -y sin embargo había sido verdad, pensó, cuando él y Celia estaban juntos. ¿Todavía lo era? Probablemente la respuesta fuera afirmativa, como decía Margot. Probablemente, también, nadie puede cambiar nunca su naturaleza básica.
– Hay algo que tengo ganas de preguntarte -dijo Margot-. Y este me parece el mejor momento para hacerlo.
Él asintió.
– Adelante.
– Aquella tarde en Tylersville, el día de la «estampida» del banco, cuando la vieja pareja con los ahorros de toda su vida en la canasta te preguntó: ¿ Está nuestro dinero absolutamente seguro en su banco ?, tú dijiste que sí. ¿Estabas realmente seguro?
– Me lo he preguntado a mí mismo -dijo Alex-. Inmediatamente y después. Si soy sincero, supongo que no lo estaba.
– Pero salvabas el banco, ¿verdad? Eso era lo primero. Antes que esos viejos y que todos los otros; antes que la honradez, porque «los negocios, como siempre» eran lo más importante… -de pronto hubo emoción en la voz de Margot-. Y por eso seguirás procurando salvar el banco, Alex… antes que nada. Eso es lo que pasó contigo y con Celia. Y… -añadió lentamente- es lo que pasaría… si tuvieras que elegir, entre tú y yo.
Alex guardó silencio. ¿Qué puede uno decir, qué puede decir nadie, ante la verdad desnuda?
– Así que, en el fondo -dijo Margot- no eres tan distinto a Roscoe. O a Lewis -agarró con desagrado el «D'Orsey Newsletters»-. La estabilidad de los negocios, el dinero sólido, el oro, los altos precios de las acciones. Todo eso, primero. La gente… especialmente la gente pequeña, sin importancia… muy detrás. Es el gran abismo entre nosotros, Alex. Y siempre estará ahí…
Vio que ella lloraba.
Sonó un timbre en el pasadizo, más allá de la sala.
Alex exclamó:
– ¡Malditas interrupciones!
Se dirigió a un teléfono interno que comunicaba con la portería.
– Sí, ¿qué pasa?
– Míster Vandervoort, aquí hay una señora que pregunta por usted, mistress Callaghan.
– No conozco a nadie… -se interrumpió-. ¿La secretaria de Heyward? Pregúntele si es del banco.
Una pausa.
– Sí, señor. Es del banco.
– Bien. Hágala subir.
Alex se lo dijo a Margot. Ambos esperaron curiosamente. Cuando oyó el ascensor en el rellano, se dirigió a la puerta del apartamento y la abrió.
– Pase, mistress Callaghan.
Dora Callaghan era una mujer atractiva, bien cuidada, cerca de la sesentena. Alex sabía que trabajaba en el FMA desde hacía muchos años, y que, por lo menos diez, los había pasado junto a Roscoe Heyward. Normalmente tenía dignidad y confianza en sí misma, pero esta noche parecía cansada y nerviosa.
Llevaba un abrigo de gamuza con adornos de piel y traía un portafolio de cuero. Alex lo reconoció como perteneciente al banco.
– Míster Vandervoort, perdone que le moleste…
– Estoy seguro de que tiene usted algún motivo importante para haber venido… -presentó a Margot. Después preguntó:
– ¿Bebe algo?
– No me desagradaría.
Un Martini. Margot lo preparó. Alex le recogió el abrigo de gamuza. Todos se sentaron frente al fuego.
– Puede usted hablar libremente ante miss Bracken -dijo Alex.
– Gracias -Dora Callaghan tomó un trago del Martini, luego dejó el vaso-. Míster Vandervoort, esta tarde he examinado el escritorio de míster Heyward. Pensé que había que retirar algunas cosas, quizá papeles que debían enviarse a otra persona -su voz se puso espesa y se detuvo-. Perdón -murmuró.
Alex le dijo, con suavidad:
– No se preocupe. Hable lentamente.
A medida que recobraba la compostura, ella siguió:
– Había algunos cajones cerrados con llave. Las llaves las teníamos míster Heyward y yo, aunque yo no he usado las mías con frecuencia. Hoy lo he hecho.
Nuevamente un silencio mientras esperaban.
– En uno de los cajones… míster Vandervoort, me enteré que los investigadores van a venir mañana por la mañana… Pensé… que era mejor que usted viera lo que encontré, ya que usted sin duda sabe, mejor que yo, lo que conviene hacer.
Mistress Callaghan abrió el portafolio de cuero y sacó dos grandes sobres. Al tenderlos a Alex, él observó que los sobres habían sido abiertos previamente. Con curiosidad sacó el contenido.
El primer sobre contenía cuatro certificados de valores, de 500 acciones cada uno, de las Inversiones «Q», y estaban firmadas por G. G. Quartermain. Aunque eran certificados nominales, no cabía duda de que pertenecían a Heyward, pensó Alex. Recordó las afirmaciones del periodista del «Newsday» esa tarde. Esto era una confirmación. Se necesitarían mayores pruebas, lógicamente, si el asunto era llevado adelante, pero parecía evidente que Heyward, uno de los administradores, un funcionario de alto grado en el banco había aceptado un sórdido soborno. En caso de estar vivo, el descubrimiento hubiera implicado un juicio en lo criminal.
La primera depresión de Alex se agudizó. Nunca había simpatizado con Heyward. Eran enemigos, casi desde el momento en que Alex había ingresado en el FMA. Sin embargo nunca, en ningún instante, hasta hoy, había dudado de la integridad personal de Roscoe. Quedaba demostrado, pensó, que por más que uno crea conocer bien a un ser humano, realmente nunca es así.
Deseando que nada de esto hubiera sucedido, Alex sacó el contenido del otro sobre. Eran fotografías ampliadas de un grupo de gente junto a una piscina… cuatro mujeres y dos hombres desnudos, y Roscoe Heyward, vestido. En una adivinación instantánea Alex supo que las fotos eran un recuerdo del cacareado viaje de Heyward a las Bahamas, con George Quartermain. Alex contó doce fotografías al tenderlas sobre una mesita de café, mientras Margot y mistress Callaghan miraban. Vio, de reojo, la cara de Dora Callaghan. Tenía las mejillas rojas; estaba ruborizada. ¿ Ruborizada ? Él creía que ya nadie se ruborizaba.
Mientras examinaba las fotos tuvo tentaciones de reír. Todos los fotografiados parecían ridículos, no había otra palabra para expresarlo. Roscoe, en una de las instantáneas, miraba fascinado a las mujeres desnudas; en otra era besado por una de ellas, mientras sus dedos le acariciaban los pechos. Harold Austin mostraba un cuerpo blando, un pene caído y una sonrisa tonta. Otro hombre, dando el trasero a la cámara, enfrentaba a las mujeres. En cuanto a las mujeres… bueno, pensó Alex, algunos las deben considerar atractivas. Personalmente prefería a Margot, con la ropa puesta, todos los días.
Sin embargo no rió por deferencia hacia Dora Callaghan, que había terminado su Martini y se había puesto de pie.
– Míster Vandervoort, es mejor que me vaya.
– Ha hecho bien en traerme esto -le dijo él-. Se lo agradezco y me ocuparé de la cosa personalmente.
– Yo la acompañaré -dijo Margot. Ayudó a mistress Callaghan a ponerse el abrigo y la acompañó hasta el ascensor.
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