Arthur Hailey - Traficantes de dinero

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El presidente del banco FMI anuncia a toda la directiva que tiene cáncer y pronto va a morirse, hay dos candidatos para ocupar su puesto, Alex y Roscoe. Alex es liberal, con ideas nuevas, pero Roscoe es conservador. La lucha entre ambos para llegar a la cima conduce a una trama muy interesante que empieza cuando desaparecen misteriosamente 6000 dólares de la caja de la empleada Juanita Núñez, se nos revelan muchas incógnitas sobre el funcionamiento interno de un banco y cómo una mala inversión puede llevarlo a la quiebra de la noche a la mañana.

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Todos estaban seguros de una cosa: el sitio donde había estado secuestrada Juanita era el centro donde se hacía moneda falsa. La descripción general hecha por ella y algunos detalles que había percibido volvían la cosa casi cierta. Por lo tanto las instrucciones a todas las unidades especiales eran las mismas: buscar e informar de cualquier actividad desusada que pudiera relacionarse con un centro criminal especializado en falsificaciones. Todos estuvieron de acuerdo en que las instrucciones eran vagas, pero nadie había podido suministrar algo más específico. Como decía Innes:

– ¿Qué otra cosa nos queda?

Juanita estaba sentada en el asiento trasero del coche del FBI.

Habían pasado casi dos horas desde que ella y Estela habían sido dejadas bruscamente, dándoles órdenes de que volvieran la cara, y el Ford verde oscuro había desaparecido con un chirrido de goma quemada. Desde entonces Juanita había rehusado todo tratamiento -como no fueran los primeros auxilios inmediatos- para la cara malamente amoratada y cortada, y para las heridas y desgarraduras de las piernas. Sabía que tenía un aspecto horrible, con las ropas manchadas y rotas, pero sabía también que, si quería llegar a tiempo para salvar a Miles, todo lo demás debía esperar, incluso la atención que debía prestar a Estela, que había sido llevada a un hospital para curarle la herida y ponerla en observación. Mientras Juanita hacía lo que debía, Margot Bracken -que había llegado al destacamento policial poco después de Wainwright y el FBI- atendía a Estela.

Era la media tarde.

Al poner sobre el papel las secuencias de su viaje, al liberar la mente como purgándola de un centro sobrecargado, había quedado exhausta. De todos modos había contestado a lo que parecían preguntas interminables de los hombres del FBI y del Servicio Secreto, que insistían en averiguar los menores detalles de su experiencia con la esperanza de que algún fragmento olvidado les acercara más a lo que todos deseaban: a un lugar determinado. Hasta ese momento no se había producido nada.

Pero no era en los detalles en lo que pensaba ahora Juanita, sentada detrás de Wainwright y de Innes, sino en Miles tal como le había visto. La imagen permanecía grabada -con sentimientos de culpabilidad y angustia- agudamente en su mente. Dudaba que pudiera desaparecer nunca. La pregunta la perseguía: si se descubría el centro de falsificación, ¿sería ya demasiado tarde para salvar a Miles? ¿O, quizás, ya era demasiado tarde?

La zona que había trazado el agente Jordan -situada en el borde oriental de la ciudad- era un barrio populoso y mezclado. En parte era comercial, con algunas fábricas, galpones y una gran avenida dedicada a la industria ligera. Ésta -considerada la zona más probable- era el segmento al que prestaban mayor atención las fuerzas patrulleras. Había varias zonas comerciales. El resto era residencial, y presentaba toda la gama de viviendas desde las de tipo bungalow hasta casas amplias, de tipo mansión.

Para la docena de buscadores que daban vueltas y se comunicaban frecuentemente por las radios portátiles, la actividad en todas partes parecía común y de rutina. Incluso algunos pocos acontecimientos fuera de lo ordinario tenían un tono común.

En uno de los distritos comerciales un hombre que había comprado un equipo de seguridad para pintor había tropezado con el instrumento y se había roto una pierna. Un poco más lejos, un coche con el acelerador trabado se había metido en el vestíbulo vacío de un teatro.

– A lo mejor creía que era una película para meterse dentro -dijo Innes, pero nadie rió. En la avenida industrial el departamento de bomberos había acudido ante el fuego en una pequeña fábrica y rápidamente lo había apagado. La fábrica estaba rodeada de charcos; uno de los inspectores de policía fue a mirar, para cerciorarse. En una mansión residencial se iniciaba un té de caridad. En otra, un camión tractor cargaba muebles domésticos. Entre los bungalows un grupo de obreros reparaba una cañería. Dos vecinos habían discutido y se habían liado a puñetazos en la acera. El agente Jordan, del Servicio Secreto, bajó y los separó.

Y eso era todo.

Por una hora. Al terminar no habían adelantado, estaban como al principio.

– Tengo una sensación rara -dijo Wainwright-. La sensación que acostumbraba tener cuando trabajaba para la policía y algo se me pasaba por alto.

Innes lo miró de reojo.

– Comprendo lo que usted dice. Usted cree que tiene algo ante las narices, pero que no lo ve.

– Juanita -dijo Wainwright por encima del hombro-, ¿hay algo , algún detalle pequeño que le haya podido pasar por alto?

Ella dijo con firmeza:

– Lo he dicho todo.

– Entonces vamos a repetirlo otra vez.

Después de un rato, Wainwright dijo:

– En el momento en que Eastin dejó de gritar y cuando usted todavía estaba atada, dijo que había oído mucho ruido en el lugar.

Ella corrigió:

– No ruido, una conmoción . Ruido y actividad. Oí gente que se movía, cosas que levantaban, cajones que se abrían y se cerraban, ese tipo de cosa.

– Tal vez buscaban algo -sugirió Innes-. Pero… ¿qué?

– Cuando usted salía -preguntó Wainwright-, ¿tuvo alguna idea de lo que representaba esa actividad?

– Por última vez, no lo sé -Juanita movió la cabeza-. Les he dicho que me sentía demasiado aterrada al ver a Miles para percibir otra cosa… -vaciló-. Bueno, estaban aquellos hombres en el garaje moviendo esos muebles raros.

– Sí -dijo Innes-, ya nos lo ha dicho. Es raro, pero todavía no hemos encontrado la explicación de eso.

– ¡Un momento! Tal vez la haya…

Innes y Juanita miraron a Wainwright. Él fruncía el ceño. Parecía concentrado, meditaba.

– Esa actividad que Juanita oyó… supongamos que no buscaban algo, sino que estaban empaquetando, que se disponían a mudarse…

– Pudiera ser -reconoció Innes-. Pero lo que movían debían ser maquinarias. Máquinas grabadoras, repuestos. No muebles.

– A menos -dijo Wainwright- que los muebles fueran una cubierta. Muebles huecos .

Se miraron entre sí. La respuesta llegó a ambos al mismo tiempo.

– ¡Dios me valga -gritó Innes- ese camión de mudanzas…!

Wainwright ya había empezado a dar la vuelta al coche, girando el volante en una vuelta rápida, apretada.

Innes se apoderó de la radio portátil. Transmitió tenso:

– Grupo dirigente a todas las unidades especiales. Converger hacia la gran casa gris que está en el fondo, al Este, en Earlham Avenue. Busquen un camión de mudanzas. Detengan y arresten a los ocupantes. Policía Municipal, llame a todos los coches en las cercanías. Código 10-13.

Código 10-13 significaba: máximo de velocidad, a todo lo que daba, con luces y sirenas. Innes puso en marcha su propia sirena. Wainwright apretó con fuerza el acelerador.

– Dios -dijo Innes, que estaba a punto de llorar-, hemos pasado dos veces al lado. Y la última vez casi habían terminado de cargar.

– Cuando salgas de aquí -ordenó Marino al conductor del camión tractor- dirígete hacia la West Coast. Marcha sin prisa, haz todo lo que harías con un cargamento normal y descansa todas las noches. Pero no pierdas el contacto, ya sabes a dónde tienes que llamar. Y, si no recibes nuevas órdenes en camino, las recibirás en Los Angeles.

– Bien, míster Marino -dijo el chófer. Era un tipo de confianza que conocía la tarea, y también que iba a recibir un premio regio por el riesgo personal que corría. Había hecho el mismo trabajo otras veces, en una ocasión en que Tony el «Oso» había mantenido el centro de falsificaciones en carretera, librando de daños a las máquinas, marchando por el campo y manteniéndose a flote hasta que todo tumulto desapareció.

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