Arthur Hailey - Traficantes de dinero

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El presidente del banco FMI anuncia a toda la directiva que tiene cáncer y pronto va a morirse, hay dos candidatos para ocupar su puesto, Alex y Roscoe. Alex es liberal, con ideas nuevas, pero Roscoe es conservador. La lucha entre ambos para llegar a la cima conduce a una trama muy interesante que empieza cuando desaparecen misteriosamente 6000 dólares de la caja de la empleada Juanita Núñez, se nos revelan muchas incógnitas sobre el funcionamiento interno de un banco y cómo una mala inversión puede llevarlo a la quiebra de la noche a la mañana.

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Lógicamente podía terminar la conversación inmediatamente; tal vez fuera lo mejor, pero, si lo hacía, iba a seguir presa de dudas, sin conocer exactamente lo que había detrás.

– Pero, como resultado de ese viaje a las Bahamas, ¿estableció usted una amistad con miss Deveraux?

– Supongo que así puede decirse. Es una persona muy simpática, agradable.

– Entonces usted la recuerda…

Había caído en la trampa. Admitió:

– Sí.

– Gracias, señor. A propósito, ¿ha vuelto a ver después a miss Deveraux?

La pregunta fue hecha al azar. Pero aquel Endicott sabía . Procurando que no se notara el temblor de su voz, Heyward persistió:

– He contestado todas las preguntas que tengo intención de contestar. Como ya le he dicho, estoy muy ocupado.

– Como usted guste, señor. Pero le prevengo que hemos hablado con miss Deveraux, que se ha mostrado extremadamente cooperativa.

¿Extremadamente cooperativa? Era natural en Avril, pensó Heyward. Especialmente si el periódico le pagaba, y supuso que así era. Pero no sentía rencor contra ella; Avril era lo que era, y nada podría cambiar jamás la dulzura que le había dado.

El periodista prosiguió:

– Ella ha suministrado detalles de sus encuentros con usted y tenemos algunas de las cuentas del Columbia Hilton… cuentas suyas, pagadas por la Supranational. ¿Quiere usted reconsiderar su afirmación, míster Heyward, de que nada de eso tiene algo que ver con el préstamo del First Mercantile American a la Supranational?

Heyward guardó silencio. ¿Qué podía decir? ¡Malditos todos los periodistas y diarios, y aquella obsesión por meterse en la intimidad de la gente, su eterno hurgar, hurgar! Sin duda alguien dentro de la SuNatCo había sido convencido para que hablara, había birlado o copiado papeles. Recordó algo que Avril había dicho sobre «la lista» -un informe confidencial de los que se divertían a costa de la Supranational. Por un tiempo su nombre había figurado en esa lista. Probablemente también tenían esa información. La ironía, lógicamente, era que Avril no había influido en modo alguno en su decisión sobre el préstamo a la SuNatCo. Estaba decidido a recomendarlo mucho antes de iniciar relaciones con ella. Pero, ¿quién iba a creerlo?

– Hay otro detalle, señor -Endicott obviamente admitió que no había respuesta a la última pregunta-. ¿Permite usted que le interrogue acerca de una compañía privada de inversiones, llamada las Inversiones «Q»? Para ahorrar tiempo le diré que hemos conseguido copias de algunos de los ficheros donde aparece usted como poseedor de dos mil acciones. ¿Correcto?

– No tengo nada que decir.

– Míster Heyward, ¿le fueron regaladas a usted esas acciones como pago por haber arreglado el préstamo a la Supranational, y préstamos posteriores, que totalizan dos millones de dólares a las Inversiones «Q»?

Sin hablar, lentamente, Roscoe Heyward cortó la comunicación.

El diario de mañana . Era lo que había dicho el periodista. Iban a publicarlo todo, ya que evidentemente tenían las pruebas y lo que un diario iniciaba, sería repetido por los demás. No se haría ilusiones, no tenía dudas sobre lo que iba a seguir. Un periódico, un artículo, un periodista significaban caer en desgracia… total y absolutamente. No sólo en el banco, sino entre los amigos, la familia. En su iglesia, en todas partes. Su prestigio, su influencia, su orgullo iban a quedar disueltos; por primera vez comprendió que eran una frágil máscara. Todavía peor era la certeza de un juicio en lo criminal por aceptar sobornos, la posibilidad de otras acusaciones, quizá la cárcel.

Alguna vez se había preguntado qué habían sentido los alguna vez orgullosos secuaces del grupo de Nixon, arrancados de sus cargos para ser juzgados criminalmente, para que les tomaran las huellas dactilares, les despojaran de toda dignidad, y para ser juzgados por jurados que, no hacía mucho, ellos habían tratado con desprecio. Ahora lo sabía. O pronto iba a saberlo.

Le vino a la memoria una cita del Génesis: Mi castigo es mayor de lo que puedo soportar .

Un teléfono sonó sobre su escritorio. Lo ignoró. Ya no quedaba nada por hacer. Nada, nunca.

Casi sin darse cuenta se levantó y salió del despacho, pasó ante mistress Callaghan, que le miró de manera extraña e hizo una pregunta que él no oyó y que tampoco hubiera contestado en caso de oír. Atravesó el corredor del piso treinta y seis, pasó frente a la sala de conferencias, que había sido, hacía tan corto tiempo, palestra de sus ambiciones. Varios le hablaron. Pero él no les prestó atención. No lejos de la sala de conferencias había una pequeña puerta, que se usaba pocas veces. La abrió. Había unas escaleras hacia arriba y las subió, recorrió varios rellanos y vueltas, subiendo continuamente, sin apresurarse y sin detenerse.

Una vez, cuando la Torre de la Casa Central del FMA había sido nueva, Ben Rosselli había traído a sus ejecutivos por este camino. Heyward estaba entre ellos, y habían salido por otra puertecita, que podía ver ahora. Heyward la abrió y salió a un estrecho balcón, casi en la cúspide del edificio, por encima de la ciudad.

Un crudo viento de noviembre le golpeó, con tumultuosa fuerza. Se puso de frente y encontró que el viento le apaciguaba de alguna manera, como si le envolviera. En aquella ocasión, recordaba, Ben Rosselli había tendido las manos hacia la ciudad, diciendo: «Señores: ésta fue alguna vez la tierra prometida de mi abuelo. Lo que ustedes ven ahora, es nuestro. Recuerden, como él recordaba, que, para beneficiarse en el verdadero sentido, debemos dar, al igual que tomar.» La cosa parecía muy lejos, tanto en el precepto como en el tiempo. Ahora Heyward miró hacia abajo. Pudo ver los edificios más pequeños, el río siempre presente, con sus vueltas, el tráfico, la gente moviéndose como hormigas en la Plaza Rosselli, allá abajo. El ruido de todo llegaba hasta él, confundido y enmudecido entre el viento.

Puso una pierna sobre la barandilla que separaba el balcón de un estrecho borde sin protección. Después pasó la otra pierna. Hasta ese momento no había tenido miedo pero ahora todo su cuerpo temblaba, y sus manos se agarraron con fuerza a la barandilla que tenía a la espalda.

Desde algún punto detrás de él oyó voces agitadas, pasos que subían corriendo las escaleras. Alguien gritó:

– ¡Roscoe!

Su último pensamiento fue un versículo de Samuel I: Ve, y que el Señor sea contigo. Pero el último de los últimos fue para Avril. Oh, tú, hermosa entre las mujeres… levántate amor mío, hermosa mía y ven… .

Luego, cuando las figuras se precipitaron por la puerta que tenía detrás, cerró los ojos y saltó al vacío.

25

Hay un montón de días en nuestra vida, pensó Alex Vandervoort, que mientras uno recuerde y respire, quedarán aguda y dolorosamente grabados en la memoria. Uno era el día, hacía poco más de un año, en que Ben Rosselli había anunciado su próxima muerte. Otro era hoy.

Era de noche. En casa, en su apartamento, Alex, todavía impresionado por lo que había pasado, inquieto y desalentado, esperaba a Margot. Ella llegaría pronto. Se preparó un segundo whisky con soda y echó un leño al fuego, que se estaba apagando.

Esa mañana, él había sido el primero en abrir la puerta que llevaba al alto balcón de la torre, se había precipitado escaleras arriba al oír que la gente estaba preocupada por el estado mental de Heyward, deduciendo, tras interrogar rápidamente a algunas personas, dónde podía haber ido Roscoe. Alex había gritado llamándole en el momento que se precipitaba por la puerta hacia el balcón, pero ya era demasiado tarde.

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