Arthur Hailey - Traficantes de dinero

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El presidente del banco FMI anuncia a toda la directiva que tiene cáncer y pronto va a morirse, hay dos candidatos para ocupar su puesto, Alex y Roscoe. Alex es liberal, con ideas nuevas, pero Roscoe es conservador. La lucha entre ambos para llegar a la cima conduce a una trama muy interesante que empieza cuando desaparecen misteriosamente 6000 dólares de la caja de la empleada Juanita Núñez, se nos revelan muchas incógnitas sobre el funcionamiento interno de un banco y cómo una mala inversión puede llevarlo a la quiebra de la noche a la mañana.

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– Bueno, entonces -dijo el chófer-, ya que todo está cargado, es mejor que me vaya. Hasta pronto, míster Marino.

Tony el «Oso» asintió, sintiéndose aliviado. Había estado inquieto durante el empaquetamiento y la operación de carga, sentimiento que le había clavado allí, supervisando y manteniendo la presión, aunque sabía que no era inteligente quedarse.

Generalmente se mantenía a salvadora distancia del frente de trabajo de cualquiera de sus operaciones, y se aseguraba de que no quedaran pruebas que lo relacionaran con el asunto si algo se embrollaba. Pagaba a otros para que corrieran esos riesgos y recibieran los golpes si era menester. La cosa era que, la falsificación, que se había iniciado como una insignificancia, se había convertido con el tiempo en tal fábrica de dinero -en el sentido real- que, de ser alguna vez el menor de sus intereses, figuraba ahora casi en lo alto de la lista. La buena organización había hecho la cosa; eso y el tomar ultra precauciones -calificación que agradaba a Tony el «Oso»- como la de mudarse ahora.

Estrictamente hablando no creía que esta mudanza fuera necesaria -por lo menos tan pronto-; estaba seguro de que Eastin había mentido cuando dijo que Danny Kerrigan le había dicho dónde estaba situada la casa, y había pasado la información.

El «Oso» Tony creía en esto a Kerrigan, aunque el viejo borracho había hablado demasiado, y pronto iba a tener algunas sorpresas desagradables, que le curarían de tener la lengua tan suelta. Si Eastin hubiera sabido lo que había dicho saber, y hubiera pasado la información, los policías y los empleados de Seguridad del banco habrían venido como un enjambre, hacía tiempo. Tony el «Oso» no se había sorprendido ante la mentira. Sabía que la gente bajo la tortura pasaba por diferentes puertas de desesperación mental, saltando de la mentira a la verdad y volviendo después a mentir si creían que los torturadores querían oír algo. Siempre era un juego interesante el adivinar. Tony el «Oso» se divertía con esta clase de juegos.

Pese a todo, mudarse, usando los acuerdos de emergencia establecidos con la compañía de camiones, era lo que convenía hacer. Como siempre… ultra inteligente. En la duda, mudarse.

Y ahora que el cargamento había terminado, era tiempo de librarse de lo que quedaba del espía Eastin. Basura. Un detalle del que se encargaría Angelo. Entretanto, decidió el «Oso» Tony, ya era hora de que él saliera de aquí disparado. Con excepcional buen humor tuvo una risita. Ultra inteligente.

Fue entonces cuando oyó el débil y creciente sonido de las sirenas, que convergían y, unos minutos después, comprendió que lo que había hecho no era en modo alguno inteligente.

– Es mejor que te des prisa, Harry -dijo el joven ayudante de la ambulancia al chófer-. ¡Éste no tiene tiempo que perder!

– Por lo que he visto del tipo -dijo el chófer, que mantenía los ojos hacia delante, usando luces y tocando la sirena para avanzar en medio del tráfico de esta hora-, por lo que he visto, haríamos un favor al pobre hombre si nos detuviéramos a tomar una cerveza.

– Rápido, Harry -el ayudante, que tenía título de enfermero, miró hacia Juanita. Ella estaba sentada en el asiento, se volvía, para ver a Miles, con la cara tensa, moviendo los labios.

– Perdón, señorita. Nos olvidamos que usted estaba aquí. En este trabajo uno se vuelve un poco duro.

Ella tardó un momento en comprender lo que le habían dicho. Luego preguntó:

– ¿Cómo está?

– Muy mal. Es inútil engañarla -el joven enfermero había inyectado morfina subcutáneamente, y había tomado la presión. Ahora echaba agua en la cara de Miles. Miles estaba semiconsciente y, pese a la morfina, se quejaba dolorido. El ayudante no paraba de hablar-. Tiene un shock . Eso puede matarlo, si no le matan las quemaduras. Esta agua es para quitarle el ácido, aunque ya es tarde. En cuanto a los ojos, no quisiera… Eh, ¿qué ha pasado aquí?

Juanita movió la cabeza, porque no quería perder tiempo y hacer el esfuerzo de hablar. Tendió la mano para tocar a Miles, a través de la manta que lo cubría. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Suplicó, sin saber si la escuchaba:

– Perdón… perdón…

– ¿Es su marido? -preguntó el enfermero. Empezó a colocar palillos, asegurados por vendas de algodón, en las manos de Miles.

– No.

– ¿Su amigo?

– Sí -las lágrimas corrieron más aprisa. ¿Era todavía su amigo? ¿ Necesitaba haberle traicionado? Aquí, en seguida, quería que la perdonara, como ella le había perdonado una vez… parecía aquello tan lejano, aunque no era así. Y también sabía que todo era inútil.

– Tenga esto -dijo el enfermero. Colocó una máscara sobre la cara de Miles y tendió a Juanita una botella portátil de oxígeno. Ella sintió un silbido cuando salió el oxígeno y se aferró a la botella como si, con el contacto, pudiera comunicarse, como había querido comunicarse desde que encontraron a Miles inconsciente, sangrando, quemado, todavía clavado a la mesa en aquella casa.

Juanita y Nolan Wainwright habían seguido a los agentes federales y a la policía local a la gran mansión gris, y Wainwright la había detenido hasta que estuvo seguro que no iba a haber un tiroteo. No lo hubo; ni siquiera resistencia aparente, ya que la gente que estaba dentro había decidido que estaban rodeados y que los sobrepasaban en número.

Fue Wainwright, con la cara más contraída de lo que ella había visto nunca, quien, con cuidado, lo más suavemente posible, aflojó los clavos y soltó las mutiladas manos de Miles. Dalrymple, de color ceniza, diciendo palabrotas en voz baja, había sostenido a Eastin mientras, uno por uno, iban saliendo los clavos… Juanita había sido vagamente consciente de la presencia de otros hombres que habían estado en la casa, alineados y esposados, pero ya no le importaba. Cuando llegó la ambulancia se mantuvo junto a la camilla que habían traído para Miles. La siguió y entró en la ambulancia. Nadie intentó detenerla.

Ahora rezaba, con palabras olvidadas hacía tiempo:

– Acordaos oh piadosísima Virgen María, de que nunca ha habido nadie que haya solicitado tu protección, implorado tu ayuda o buscado tu intercesión y Tú no hayas escuchado sus ruegos. Inspirada en esta confianza acudo a ti… .

Algo que había dicho el enfermero, pero que ella apenas había oído, se agitaba en el fondo de su mente. Los ojos de Miles . ¿Se habían quemado con el resto de la cara? Su voz tembló:

– ¿Quedará ciego?

– Eso lo dirán los especialistas. En cuanto lleguemos a la Asistencia le darán el mejor tratamiento. Yo no puedo hacer aquí mucho más.

Juanita pensó: tampoco ella podía hacer mucho. Fuera de seguir junto a Miles, como iba a hacerlo, con amor y devoción, mientras él la quisiera y la necesitara. Eso, y rezar… Oh, Virgen de las Vírgenes, acudo a Ti, ante Ti me postro, pecadora y arrepentida. Oh, Madre del Verbo encarnado, no desdeñes mi súplica, óyeme y contéstame. Amén .

Apareció un edificio de columnas.

– Casi hemos llegado -dijo el enfermero. Tomó el pulso a Miles-. Todavía vive…

24

En los quince días que siguieron a la investigación oficial iniciada por el Servicio Secreto en el laberinto de finanzas de la Supranational, Roscoe Heyward había rezado para que se produjera un milagro que evitara una catástrofe total. Personalmente había asistido a reuniones con otros acreedores de la SuNatCo, con el objeto de mantener en marcha al gigante multinacional, operante y viable si era posible. Se había demostrado que era imposible. Cuanto más hurgaban los investigadores, más evidente se hacía la catástrofe financiera. También parecía probable que se lanzaran acusaciones criminales de fraude contra algunos funcionarios de la Supranational, incluido G. G. Quartermain, suponiendo que alguna vez el Gran George volviera de su escondite de Costa Rica… perspectiva poco probable por el momento.

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