Arthur Hailey - Traficantes de dinero

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El presidente del banco FMI anuncia a toda la directiva que tiene cáncer y pronto va a morirse, hay dos candidatos para ocupar su puesto, Alex y Roscoe. Alex es liberal, con ideas nuevas, pero Roscoe es conservador. La lucha entre ambos para llegar a la cima conduce a una trama muy interesante que empieza cuando desaparecen misteriosamente 6000 dólares de la caja de la empleada Juanita Núñez, se nos revelan muchas incógnitas sobre el funcionamiento interno de un banco y cómo una mala inversión puede llevarlo a la quiebra de la noche a la mañana.

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Al ver a Roscoe, que pareció suspendido un instante en el aire y desapareció luego de la vista con un terrible grito, que se apagó rápido, Alex había quedado horrorizado, temblando y por un momento, no pudo hablar. Fue Tom Straughan, que estaba detrás de él en la escalera, quien se había encargado de las cosas, ordenando que salieran todos del balcón, orden que Alex cumplió.

Después, en un acto inútil, se había cerrado con llave la puerta que daba al balcón.

Abajo, al volver al piso treinta y seis, Alex se había recobrado y había ido a informar a Jerome Patterton. Después el resto del día fue una mezcla de acontecimientos, decisiones, detalles, que se sucedían y se mezclaban unos con otros, que todo se convirtió en el epitafio de Heyward, que todavía no se había terminado, y mañana seguirían las mismas cosas. Pero, por hoy, la mujer y el hijo de Roscoe habían sido informados y consolados; se había respondido a la investigación policial… por lo menos en parte; se habían previsto los funerales… como el cuerpo era irreconocible el ataúd debía cerrarse en cuanto el juez de turno diera el permiso; se hizo un comunicado de prensa redactado por Dick French, que fue aprobado por Alex; y todavía quedaban más cuestiones que tratar o posponer.

Las respuestas a otros interrogantes se hicieron claras para Alex al final de la tarde, poco después de avisarle Dick French que debía atender a la llamada telefónica de un periodista del «Newsday», llamado Endicott. Cuando Alex le habló, el periodista pareció inquieto. Explicó que, unos minutos antes, se había enterado por la AP del aparente suicidio de Roscoe Heyward. Endicott describió luego la llamada que había hecho a Heyward esa mañana y lo que había sugerido.

– Si yo hubiera imaginado… -terminó torpemente.

Alex no intentó hacer que se sintiera más cómodo. La moral de su profesión era algo que el hombre tenía que descubrir por sí mismo.

En cambio, Alex preguntó:

– ¿Su periódico todavía piensa publicar el artículo?

– Sí, señor. Estamos preparando otro titular. Fuera de eso, se publicará mañana, como habíamos pensado.

– Entonces, ¿para qué me ha llamado?

– Supongo que… deseaba decir… a alguien… que lo lamento mucho.

– Sí -dijo Alex-, yo también.

Esa noche Alex pensó de nuevo en la conversación, compadeciendo a Roscoe por la agonía mental que debía haber sufrido en los momentos finales.

En otro plano no cabía duda de que la historia del «Newsday», cuando apareciera mañana, iba a hacer gran daño al banco. Sería daño sobre daño. Pese al éxito de Alex al detener la «estampida» en Tylersville, y la ausencia de otras en otras partes, se había producido una disminución de la confianza pública en el First Mercantile American y una erosión de depósitos. Casi cuarenta millones de dólares retirados se habían escabullido en los últimos diez días, y los fondos que entraban estaban bastante por debajo del nivel usual. Al mismo tiempo el precio de las acciones del FMA había cedido mucho en la bolsa de Nueva York.

El FMA, naturalmente, no estaba solo en esto. Desde que habían corrido las primeras noticias de la insolvencia de la Supranational, un miasma de melancolía se había apoderado de los inversores y de la comunidad comercial, incluidos los banqueros; y los precios de las acciones habían marchado generalmente barranco abajo; se habían creado nuevas dudas internacionales en cuanto al valor del dólar; y ahora la cosa aparecía para algunos como el último aviso antes de la tormenta mayor de una crisis mundial.

Era, pensó Alex, como si el desmoronamiento de un gigante hubiera hecho comprender que otros gigantes, que se suponía invulnerables, iban también a desmoronarse; que ni los individuos, ni las corporaciones, ni los gobiernos, a ningún nivel, podían escapar para siempre a la ley más simple de la contabilidad: que se debe pagar lo que se debe.

Lewis D'Orsey, que había predicado desde hacía años esa doctrina, había escrito algo muy parecido en su último «Newsletter». Alex había recibido el número esa mañana por correo, le había echado una mirada y se lo había metido en el bolsillo para leerlo esa noche con más atención. Ahora lo sacó.

No crean ustedes en el mito falsamente repetido (escribía Lewis) de que hay algo complejo y elusivo que desafía cualquier análisis fácil, en las finanzas corporadas, nacionales e internacionales.

Todo es economía doméstica… ordinaria economía doméstica, en gran escala.

Los supuestos vericuetos, las ofuscaciones y las sinuosidades son un bosquecillo imaginario. No existen en realidad; han sido creados por políticos compradores de votos (lo que significa todos los políticos), por manipuladores y por «economistas» que tienen enfermedades de Keynes. Juntos usan a un curandero mixtificador para ocultar lo que están haciendo y han hecho.

Lo que más temen estos desaprensivos es un simple escrutinio de sus actividades a la luz clara y simple del sentido común.

Porque lo que ellos -en su mayoría los políticos- han creado por un lado es un Himalaya de deudas que ni ellos, ni nosotros ni nuestros tataranietos podremos pagar nunca. Y, por otro lado, han impreso, como si fuera papel higiénico, una cantidad de billetes, desvalorizando nuestra buena moneda -especialmente los honrados dólares respaldados por oro que alguna vez hemos tenido los norteamericanos.

Repetimos: es una simple tarea doméstica… y es la manera más deshonesta, flagrantemente incompetente de llevar las finanzas de una casa en la historia humana.

Esto, y tan sólo esto, es el motivo básico de la inflación.»

Había más. Lewis prefería decir muchas palabras, antes que quedarse corto.

Y también, como siempre, Lewis ofrecía una solución a los males financieros.

«Como un vaso de agua para un deshidratado y moribundo caminante, la solución está pronta y al alcance, como siempre lo ha estado y siempre lo estará.

Oro, como base, una vez más, para los sistemas monetarios mundiales.

Oro, el más antiguo, el solo bastión de la integridad monetaria. Oro, la única fuente, incorruptible , de la disciplina fiscal.

Oro que los políticos no pueden imprimir, o hacer, o falsificar, o desvalorizar de algún modo.

Oro que, debido a su suministro severamente limitado, establece su propio valor, real , eterno.

Oro que, debido a su valor consistente y cuando es base de dinero, protege los honestos ahorros de toda la gente, impidiendo que sean saqueados por los bribones, los charlatanes, los incompetentes y los soñadores en los cargos públicos.

El oro que, desde hace siglos ha demostrado que:

Sin él como base monetaria, la inflación es inevitable, seguida por la anarquía.

Con él la inflación puede ser disminuida y curada, puede retenerse la estabilidad.

El oro que Dios, en su sabiduría, tal vez haya creado con el propósito de disminuir los excesos de los hombres.

El oro que alguna vez los norteamericanos dijeron con orgullo que su dólar «vale tanto como…

El oro que algún día, pronto, Norteamérica deberá honorablemente volver a usar como su standard de intercambio. La alternativa -que cada día se hace más clara- es la desintegración fiscal y nacional. Por suerte, aun ahora, pese al escepticismo y a los fanáticos del antioro, hay señales de puntos de vista que han madurado en el gobierno, señales de que volvemos a la cordura…»

Alex dejó a un lado el «D'Orsey Newsletter». Como muchos banqueros y demás, a veces se había burlado de los ruidosos defensores del oro, Lewis D'Orsey, Harry Schultz, James Dines, el congresista Crane, Exter, Browne, Pick y un puñado más. Con todo, recientemente, se había preguntado si el punto de vista simplista de aquellos hombres no tendría razón. Al mismo tiempo que en el oro, ellos creían en el laissez faire , la función libre y no estorbada del mercado, donde se dejaba que fracasaran las compañías poco eficientes y que triunfaran las eficientes. El reverso de la moneda eran los teóricos keynesianos, que odiaban el oro y tenían fe en las manipulaciones de la economía, incluidos los subsidios y los controles a lo que llamaban «una buena afinación». ¿Acaso, se preguntó Alex, los keynesianos eran los herejes, y D'Orsey, Schultz y los otros los verdaderos profetas? Tal vez. Los profetas en otras áreas habían estado solos y se habían burlado de ellos, pero algunos habían vivido para ver cumplidas sus profecías. Un punto de vista que Alex compartía totalmente con Lewis y los otros, era que se avecinaban tiempos más sombríos. Lo cierto es que para el FMA ya habían llegado.

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