Vlado, exhausto, se quedó dormido no mucho después de que Pine entrase en la autostrada en dirección sur, con las ventanillas bajadas y la brisa en la cara. Se despertó sobresaltado, sin tener ni idea de dónde estaban ni de cuánto tiempo había pasado. Hacía más calor, el tráfico era más denso. A la derecha, el mar relucía a lo lejos. Al mirar a la izquierda se asustó al ver una enorme montaña parda, achatada en la cumbre. El Vesubio. Deseó que Sonja estuviera allí para verlo. Subirían por el sendero hasta la cima. Se asomarían al cráter.
Pine no se había dado cuenta todavía de que estaba despierto, y Vlado lo miró. Parecía relajado, conducía con una mano, el sol se reflejaba en sus gafas, tenía un codo apoyado en la ventanilla abierta: la viva imagen de un americano relajado que viajaba sin ninguna preocupación, con el hirsuto cabello rubio ondeando al viento. Era fácil trabajar con él, un tipo agradable. Pero, sobre todo, Vlado confiaba en él y tenía la sensación de que iba a ser más importante que nunca en los días siguientes.
Pine le miró distraídamente y reparó en que Vlado tenía los ojos abiertos.
– Vaya vista, ¿eh? No me gustaría estar por aquí cuando explote.
– ¿Cuánto falta?
– Veinte minutos. Tal vez treinta, según esté el tráfico. Te has echado un buen sueñecito. Creo que lo necesitabas.
Vlado asintió con la cabeza, todavía adormilado.
– He estado pensando -dijo Pine.
– ¿En qué?
– En Matek. En él y en tu padre bajando hasta aquí en aquel camión. Suponiendo que fuera él a quien Fordham vio, desde luego. Imagino que tenemos que darlo por sentado o más nos valdría no haber venido hasta aquí. Digamos que se quedaron sin gasolina en algún lugar por aquí. Tuvieron que encontrar alguna manera de seguir en marcha con dos cajas de oro. Suponiendo, claro está, que se llevaran las cajas.
– Parece correcto en lo que a Matek se refiere.
– Si tenían un montón de lingotes de oro a su disposición, podrían conseguir cualquier clase de ayuda para seguir adelante. Sólo que no podrían lo que se dice confundirse con el paisaje una vez que comenzaran a desparramar oro por ahí. Matek me parece demasiado cuidadoso para hacer eso. Lo habría mantenido escondido, al menos durante algún tiempo. También dudo de que pudieran llevarse mucho con ellos cuando volvieron a Yugoslavia. En realidad, ¿por qué volver cuando has tardado quince años en labrarte una vida aquí y tienes unos buenos ahorros guardados? A menos que no te quede más remedio que marcharte, y marcharte a toda prisa. Lo que quiero decir es que creo que podría seguir aquí. El oro. Los documentos que robaron. Todo. O lo que no se gastaran en quince años. ¿Te parece verosímil?
– Me parece que quieres que sea verosímil.
– Si no, no tendría sentido venir hasta aquí. Matek desde luego no tendría razón alguna para volver.
– A no ser una mujer, quizá. La de la fotografía.
Pine ladeó la cabeza.
– ¿De verdad crees que ése es su estilo? ¿Consumirse todos estos años por una mujer?
– No. Sólo intentaba convencerme también a mí mismo, supongo. No quiero que esto sea un callejón sin salida.
– Tal vez no lo sea, aunque él no esté aquí. Si pasas quince años en cualquier parte hay muchas probabilidades de que alguien a quien dejaste tenga una idea de cómo encontrarte después.
– Es posible.
– Y es posible que no. No sé. Cuanto más lo pienso, más me asombran nuestros supuestos. Se basan en su mayor parte en los recuerdos y las conjeturas de un viejo paranoico. Y si todos sus secretos son tan condenadamente peligrosos, ¿cómo es que ha llegado a la avanzada edad de, cuántos, setenta y ocho años?
Aquel pensamiento les hizo callar, y Vlado no pudo menos que recordar lo que había dicho Harkness de su soga corta. Si estaba en lo cierto, ésta sería su última parada, sucediera lo que sucediera.
– Al menos hace buen tiempo -dijo Pine-. En el peor de los casos, tendremos un par de días de vacaciones.
– Y alguna buena comida más.
Siguieron avanzando, en espera de encontrar los indicadores de Castellammare.
– ¿Y qué piensas hacer cuando termine todo esto? -dijo Pine-. Ahora que te hemos puesto la vida patas arriba. ¿Crees que volverás a Bosnia?
– No es fácil saberlo. -Intentó no pensar en Popovic, ni en toda la gente que podía haber trabajado para él, todavía en el país. Ni en Haris, que había vuelto y podía haberse metido en un lío. No creía que Jasmina quisiera volver de todos modos-. A Jasmina no le gusta Alemania, pero le gusta lo que le ha sucedido allí. Podría pensarse que los que aguantaron toda la guerra se habrían hecho más fuertes, pero no es así, están agotados. Ella es más fuerte. Tiene más carácter. Tendrías que verla con un carnicero alemán. Lucha con él por cada gramo, y se marcha regodeándose. Era feliz cuando me tenía a mí detrás, pero ahora es una persona distinta. Unas veces eso me gusta y otras no.
– Algo muy parecido a lo que ella me dijo de ti.
– ¿A qué te refieres?
– Tuvimos ocasión de hablar en Berlín. Mientras esperábamos a que volvieras a casa del trabajo. Dijo que la guerra te había endurecido. Y que en parte era bueno. Dijo que nunca habría nada que pudiera derrotarte o quebrantarte después de sobrevivir al asedio. Pero también le preocupabas tú. Todas esas emociones que habías acumulado. Dijo que habías aprendido demasiado bien a impedir que las cosas salieran a la superficie. Es lo que cabe esperar que una mujer diga de un hombre, supongo. Ninguna piensa que seamos capaces de comunicarnos. Pero aun así.
Vlado asintió con la cabeza, sintiendo que su corazón latía más deprisa. Deseó desesperadamente estar en casa. Si estuviera allí precisamente ahora podría hablar por fin de todo, no sólo de los últimos días sino de los siete años. Saldría de él como una enfermedad, como un líquido oscuro purgado de su organismo. Pero también habría dulzura. Y después compartiría una copa o dos con Jasmina, y cuando la noche se calmara, se irían sigilosamente a la cama, y disfrutarían de una dicha absoluta en la que no habría más pasado que el suyo.
– ¿Cómo os conocisteis? -preguntó Pine.
Vlado sonrió.
– Como los campesinos. Yo era el chico de ciudad que estaba de visita en su pueblo, en casa de unos viejos amigos de mi madre. Hubo una gran celebración por la fiesta de San Damián, el patrono del pueblo.
– Creía que Jasmina era un nombre musulmán.
– Y lo es. Pero nadie se perdía una fiesta así. Corderos en asadores. Un gran baile. Y allí fue donde tuvo lugar todo el cortejo. Sobre todo si los padres estaban chapados a la antigua, y los suyos lo estaban. Y allí estaba yo, el chico de ciudad con sus pantalones tejanos. Yo me mantenía por encima de todo aquel refinado asunto y de aquellos estúpidos trajes tradicionales. Pero hicieron un gran círculo y empezaron a dar vueltas y vueltas, bailando el kolo. Cuando comienza no se puede hacer otra cosa que incorporarse. Y vi a aquella chica en el otro lado del corro mirándome, así que le respondí con una sonrisa. Creo que aquello le gustó, le gustó el hecho de que un chico de la ciudad que se mostraba tan desdeñoso con todo aquello encontrase tiempo de buscar colaboradores locales. Estaba harta de todos aquellos chicos de las granjas, con sus gordos pescuezos, sobre todo de los que sus padres seguían escogiendo. Así que pasamos la velada hablando, para gran disgusto de sus tíos y tías, pero a su madre le pareció bien. A la mierda la tradición para variar.
»A partir de entonces comencé a ir desde Sarajevo los fines de semana, cogiendo prestado el coche de mi padre. Todo muy formal durante algún tiempo, y siempre con carabina, pero a ella le importaba más que a mí. A mí aquello me parecía encantador. Romántico. Y siempre era una gran victoria cuando ella se las arreglaba para escabullirse.
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