Dan Fesperman - El barco de los grandes pesares

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Vlado Petric, un ex policía en el Sarajevo desgarrado por la guerra, tiene que dejar su tierra para reunirse con su esposa y su hija en Alemania, donde se gana modestamente el sustento como trabajador de la construcción en las obras del nuevo Berlín.
Una tarde, al volver a casa después de la jornada laboral, un enigmático investigador estadounidense le está esperando en el pequeño apartamento familiar. El investigador, Calvin Pine, enviado por el Tribunal Internacional para Crímenes de Guerra en la ex Yugoslavia, solicita a Petric que viaje a La Haya. Petric acepta sin titubear cuando Pine le dice que están siguiendo a un pez gordo: uno de los hombres a los que consideran responsables de la terrible matanza de Srebrenica.
Lo que Petric no sabe es que lo están utilizando como cebo para descubrir a un asesino de la generación anterior, un hombre cuyas actividades en la Segunda Guerra Mundial hacen que los asesinos de ésta parezcan aficionados.

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Comprobó la línea, por si acaso, pero estaba bloqueada. Salió con sigilo de la habitación y vio a una camarera salir de una puerta del pasillo. La puerta estaba abierta. Cerrando suavemente su puerta, avanzó hacia el carrito de la ropa, donde la camarera cogía un montón de toallas limpias.

– Scusi -dijo Vlado, pasando rozándola como si la habitación fuera suya.

Esas cosas se hacían con seguridad en uno mismo o no se hacían.

– ¿Signore? -dijo ella.

– Saldré dentro de un instante -dijo en tono enérgico-. Luego podrá terminar.

Cerró la puerta tras él, puso la cadena de seguridad y vio unas prendas de hombre y un periódico abierto en una cama sin hacer. Descolgó el auricular, marcó el 8 para pedir línea internacional. El tono de marcar surgió a la vida.

Marcó el número de la casa de Amira, dando gracias de que lo hubiera anotado en su tarjeta, y cuando oyó la señal se sintió como si hubiera vuelto a su vida durante el asedio: su esposa se había convertido en una voz infrecuente y lejana en Alemania, y él estaba solo y necesitaba un favor de aquella mujer de Sarajevo que había pagado un precio tan alto por ayudarlo la primera vez.

– ¿Sí? -la voz de Amira era somnolienta y lánguida.

La había despertado, igual que había despertado a Jasmina.

– Soy Vlado. Vlado Petric.

– Claro -como si no fuese ninguna sorpresa. Debió de tapar el auricular con una mano, porque la oyó hablar con otra persona, unas palabras que no pudo distinguir. Probablemente su novio extranjero. Y Vlado sintió de nuevo la puñalada irracional de los celos, seguida de un arrebato de culpabilidad-. Adelante -continuó ella, muy profesional ahora.

– Estoy en Roma. Pero necesito una información que tal vez tenga la Cruz Roja. Material antiguo, de hace cincuenta años.

– Y has pensado que quizá yo pueda echar un vistazo.

No parecía contenta, pero tampoco furiosa.

– Pero es que, en fin, no estoy seguro de que sirva de mucho seguir los cauces oficiales. No es algo de lo que estén orgullosos.

Amira se echó a reír. Las reservas que pudiera tener se habían desvanecido.

– ¿Y qué será la próxima vez, Vlado? ¿Necesitarás que entre por la fuerza en un edificio por ti? Adelante. Dime lo que necesitas. Después decidiré si te lo mereces. ¿Es para el Tribunal?

– Sí. Pero también es personal.

– Esas cosas suelen pasar en nuestro país.

Le dijo que buscaba los registros de dos pasaportes de la Cruz Roja expedidos en Roma durante la última semana de junio o la primera semana de julio de 1946, más o menos en la fecha del robo en San Girolamo. Con toda probabilidad habrían sido expedidos con la misma fecha, a varones de 23 y 25 años. Después le dio sus fechas de nacimiento.

– ¿A qué nombres?

– Eso es lo que intento averiguar. Habrían querido nuevas identidades. Evidentemente era algo de lo más habitual entonces.

– Ahora también es habitual. Al menos en algunos lugares de la Cruz Roja Internacional. Pero esto yo nunca te lo he dicho, por supuesto. Digamos solamente que algunos empleados no siempre mantienen su espíritu altruista cuando se enfrentan a la perspectiva de una ganancia imprevista por sólo unos pocos documentos. Sobre todo durante la guerra. Sobre todo en un culo del mundo como éste.

– Si tú lo dices.

– ¿Tienes una nacionalidad?

– Eran dos yugoslavos, de etnia croata. Pero si tuviera que adivinar diría que querían ser inscritos como italianos, para poder quedarse algún tiempo. Tal vez con un domicilio cerca de Trieste, en algún lugar cercano a la frontera de Eslovenia, para que no fuera inverosímil tener acento eslavo, o saber serbocroata.

– Muchos de los materiales más antiguos se han informatizado. Han dejado que los suizos digitalicen todos los registros posibles. En cuyo caso es una suerte que me hayas llamado en domingo. Podré navegar en el ordenador de la oficina sin que nadie de la administración me pregunte qué estoy haciendo. Lo cual no garantiza que lo encuentre. Si sólo está en formato de papel, quizá no pueda dar con ello hasta el lunes, si acaso. Pero tienes razón en lo de ir a través de los cauces oficiales. Una pérdida total de tiempo. ¿Cómo es que has ido a parar a Roma?

– Es una larga historia. Y salimos hacia el sur dentro de media hora.

– ¿Sigues con el americano?

– Sí. ¿Y tú, sigues con el alemán?

Amira se rió.

– Haré lo que pueda, Vlado. Llámame mañana cuando haya terminado la jornada de trabajo. Aquí, no a la oficina.

– De acuerdo. Y gracias.

– No hay de qué. Cuantos más cabrones puedas encerrar, mejor. Hablamos mañana.

Vlado salió al pasillo. La camarera había desaparecido en el interior de otra habitación.

Se reunió con Pine en el vestíbulo unos minutos más tarde. Faltaba poco para las nueve, y el coche de alquiler estaba estacionado en la acera de enfrente. Vlado se preguntó que debía decir, en su caso, sobre los acontecimientos de la mañana. Nada, supuso, teniendo en cuenta todas las advertencias. De alguna manera parecía más seguro guardarlo todo para sí mismo, aunque le hacía sentirse culpable.

– He llamado para reservar habitaciones en un hotel de Castellammare di Stabia -dijo Pine-. Pero no tengo ni la más remota idea de qué haremos cuando lleguemos allí, además de gastar un poco más de dinero del Tribunal. -Sonrió y cogió sus bolsas-. Aunque supongo que tenemos tres horas para dar con una respuesta. Vamos. Andando.

20

Mientras Vlado y Pine subían a un coche de alquiler en Roma, Pero Matek miraba por la ventanilla de un tren.

Habían sido dos días muy largos, pensó, aunque mucho más fácil que la primera vez, cuando había tardado meses, incluso años, y en cada curva acechaba una emboscada o una trampa. Un enemigo tras otro, desde ejércitos hasta investigadores y sacerdotes. Pero tenía la energía necesaria para hacerles frente, y había burlado a todos los que se habían presentado, incluso cuando no había comido ni dormido. Entonces, un solo día en coche y un segundo día a bordo de trenes lo habían agotado.

Él tampoco había ayudado al alargar el viaje más de lo necesario. El camino más directo lo habría llevado hacia el oeste hasta el litoral croata, para después seguir la costa, atravesando un rincón de Eslovenia hasta Trieste, un circuito del alto Adriático, como un turista con su guía Baedeker. Pero se había dirigido a Austria, pasando la primera noche nada más cruzar la frontera, para despertarse en Villach, en una cálida mañana en la que el vapor se elevaba de las calles. Se había deshecho del coche, que de todos modos era robado, y a partir de entonces siempre había viajado en tren, zigzagueando al bajar por la bota de Italia hasta encontrarse en un compartimento de segunda clase que bordeaba lentamente el golfo de Nápoles. La industria y los bloques de pisos ruinosos le impedían la vista hacia el agua, así que se volvió en su asiento para mirar tierra adentro, hacia el impresionante cono pardo del Vesubio.

La cumbre estaba pelada, aplanada por su última gran erupción en 1944, sólo dos años antes de su llegada. Recordó cómo la montaña humeaba entonces, un vapor sulfuroso que le hacía sentir incómodo y le traía a la mente a todas aquellas gentes de la Antigüedad que huían para salvar su vida en Pompeya y Herculano. El pánico era el mismo, no importaba la época, y el miedo que impulsaba a las muchedumbres le repugnaba.

Pensó en las multitudes a lo largo de la carretera que salía de Zagreb en dirección norte durante el último mes de la guerra, en los refugiados que obstruían la carretera con sus carros y sus fardos, entorpecidos por sus pertenencias cuando debían haberse largado sin más.

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