Dan Fesperman - El barco de los grandes pesares

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Vlado Petric, un ex policía en el Sarajevo desgarrado por la guerra, tiene que dejar su tierra para reunirse con su esposa y su hija en Alemania, donde se gana modestamente el sustento como trabajador de la construcción en las obras del nuevo Berlín.
Una tarde, al volver a casa después de la jornada laboral, un enigmático investigador estadounidense le está esperando en el pequeño apartamento familiar. El investigador, Calvin Pine, enviado por el Tribunal Internacional para Crímenes de Guerra en la ex Yugoslavia, solicita a Petric que viaje a La Haya. Petric acepta sin titubear cuando Pine le dice que están siguiendo a un pez gordo: uno de los hombres a los que consideran responsables de la terrible matanza de Srebrenica.
Lo que Petric no sabe es que lo están utilizando como cebo para descubrir a un asesino de la generación anterior, un hombre cuyas actividades en la Segunda Guerra Mundial hacen que los asesinos de ésta parezcan aficionados.

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O peor aún, en las multitudes durante los combates en los montes Kosarev, las iglesias llenas de gente, que chillaban mientras sus hombres rodeaban el edificio. La muchedumbre había comenzado a romper sus propias malditas vidrieras de colores sólo para intentar salvarse, hasta que unas ráfagas de ametralladoras los habían convencido de que se quedaran dentro. Luego habían comenzado los incendios, sus hombres vertiendo litros y litros de gasolina, desperdiciándola, una manera poco eficaz de hacer las cosas cuando se podía vender el excedente a muy buen precio. El ruido que hacía la multitud atrapada le había recordado el gorgoteo de una olla cuando rompe a hervir, cuando las moléculas excitadas hacen un ruido de borboteo como el tamborilear de los dedos. El furioso zumbido de los avispones en un nido zarandeado. Y se los mataba de la misma manera, con humo y llamas, para estar seguro de que ninguno volvería a picar. Asados vivos, dijeron después los propagandistas. Bueno, quemados desde luego. Cuando comenzó el asado estaban ya bien muertos.

Dejó de mirar por la ventana. El hombre del asiento de al lado se levantaba, con una bolsa de manzanas en la mano. Matek comprobó el nombre de la estación. Quedaban cinco todavía en aquel vacilante tren de cercanías que parecía parar cada kilómetro, marcando con puntos la costa arqueada hasta Sorrento, que incluso en esa época del año atraía a los turistas. Vio una pareja de jóvenes alemanes con mochilas, unos pocos británicos de clase media y sus pálidas proles. Pero no había americanos, gracias a Dios, así que el único ruido en el vagón provenía de los italianos, sobre todo de los dos que estaban cerca de la parte delantera, que discutían a voz en grito por encima del traqueteo, moviendo los brazos como si estuvieran dirigiendo una ópera, una escena vigorosa de Puccini. Se había convertido en un fin de semana excesivamente cálido, por lo que supuso que habría gente de vacaciones. Las vistas desde los acantilados de Sorrento y Positano no serían menos espectaculares porque fuera invierno. Las piscinas seguirían estando climatizadas, los restaurantes seguirían siendo demasiado caros, las tiendas seguirían llenas de todo aquello que era codiciado e inútil. Pero para él sólo habría unas pocas llamadas y unas pocas paradas, un breve interludio para recoger una especie de póliza de seguros, un fondo de pensiones, algo que había guardado hacía mucho tiempo para una emergencia importante e imprevisible, a la que su actual aprieto le daba sin duda derecho.

El tren chirrió y se detuvo por fin con una sacudida en su parada, una mugrienta y atestada ciudad portuaria en la que había vivido en otros tiempos. Pocos viajeros se bajaban allí, observó con placer cuando se puso de pie con su pequeña bolsa de lona: todavía sabía viajar ligero de equipaje. Pero el viaje lo había agotado. Mientras avanzaba por el pasillo sintió la fatiga en las pantorrillas y en el fondo de los ojos. No podría haber hecho ahora el viaje de 1945. Se habría convertido en uno de los miles dados por muertos, bombardeados por los aviones rusos y apresados por los partisanos. Alineados en largas filas y fusilados. Y después, las fosas comunes. ¿Había existido una época en que sus compatriotas no las hubieran cavado?

Entró en la ciudad caminando despacio por las calles estrechas, y al cabo de unas manzanas encontró una pequeña pensión que le pareció apropiada. Parecía de mala muerte por fuera, pero la habitación estaba limpia y el precio era barato. La propietaria era muy amable. Tenía más o menos su misma edad, probablemente era viuda a juzgar por la manera en que se cernía sobre él, aparentemente tenía poco que hacer que no fuera hablar y hacer preguntas. Y no porque él contestase. Su italiano seguía aflorando, su fluidez volvía más rápido de lo que había supuesto. Sí, estaría bien allí. Y cuando la mujer se marchó por fin -un poquito demasiado entrometida par su gusto, decidió-, abrió de par en par las contraventanas para dejar entrar el aire.

Más allá de la aguja de una iglesia podía verse un segmento del golfo de Nápoles, reluciente bajo el sol de la mañana. Y si se inclinaba sólo un poco a la izquierda, allí estaba, el gran cono del Vesubio. Había olvidado la manera en que el volcán dominaba la ensenada entera, la manera en que hacía que todas las poblaciones parecieran vulnerables a su bullir y humear. Pero hoy estaba tranquilo, como desde hacía años Como su propia vida, reflexionó. Y sin duda una medida de la grandeza, tanto si se era un hombre como una montaña, era lo bien que se podía salir del letargo, con qué destreza y con cuánto poder y habilidad residuales.

Tenía algún tiempo para descansar. No tenía sentido actuar con precipitación, sobre todo cuando pronto podía haber otros competidores. Tal vez ya los investigadores habían descubierto su antigua identidad, y en ese caso podían haber descubierto también otras cosas. Desde el momento en que lo había llamado el informador Osman en Travnik supo que tenía que moverse durante algún tiempo. El chico, el hijo de Enver Petric, había sido desconcertante, apareciendo de la nada de aquella forma. Pero Matek se había enterado después de que viajaba con un americano, y el nombre de Calvin Pine le había sonado familiar. Una breve búsqueda en Internet había desvelado sin mayores problemas los antecedentes de aquel hombre: el Tribunal para Crímenes de Guerra en La Haya. Habría sido un imbécil si hubiera esperado la siguiente visita de los dos. Esposas y juicio espectáculo, el final de todo.

Pensar en ellos en ese momento lo volvió más irritable. Su plan de poner trampas en su despacho con minas le pareció elegante en su momento, pero se daba cuenta de que había sido demasiado impreciso. Mejor habría sido limitarse a mandar a un par de matones que bajaran de la montaña y fuera a asesinarlos en sus camas, sobre todo al hijo de Petric, con los ojos inquietos y la concienzuda determinación de su padre. De los que no cejaban en su empeño hasta que se les metía una bala en el cerebro. En cambio no había matado a ninguno de los dos, sino a un tercero. Las otras tres minas no habían estallado. O bien Azudin había encontrado algún modo de cagarla. Maldijo al oír el nombre de la víctima en la radio. Un tipo del que nunca había oído hablar, pero una muerte que con toda probabilidad haría que fueran tras él. Se acabó la elegancia.

¿Y si aparecían allí? Podía ocuparse el personal local, desde luego. Era tan fácil encontrarlo en Italia como en casa. Más fácil aún, una vez hubiera tenido más o menos un día para saber qué terreno pisaba. O podía ocuparse del asunto personalmente. Tenía la pistola en la bolsa, y ahora que volvía a estar en pie de guerra, parecía perfectamente natural.

Pero el boletín radiofónico del día anterior de Bosnia oriental le había parecido aún más inquietante. Una operación frustrada de los franceses. El general huido seguía en libertad. Era demasiada coincidencia que los dos estuvieran huidos al mismo tiempo, y Matek estaba convencido de que pronto tendría al menos a otro visitante para hacerle compañía.

Sacó las cosas de la bolsa y se tumbó en la cama. Más tarde tomaría una buena cena, un poco de vino, de una añada decente, y un cuenco de pasta, nada demasiado pesado. Después, al día siguiente a primera hora, encontraría el lugar adecuado para comenzar a hacer negocios, un mirador que le permitiese realizar una evaluación antes de hacer su jugada. Pero por ahora, descansar.

Posó la cabeza en la almohada y cerró los ojos. La sorprendente calidez de la brisa costera en noviembre llegó hasta él a través de las contraventanas que giraron en sus goznes y golpearon ligeramente en la pared. Al día siguiente a última hora quizá habría un buen espectáculo que ver, y quería estar descansado para interpretar su papel. Mientras se quedaba dormido, se sintió como un hombre que tenía todo el tiempo del mundo.

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