– ¿Qué importa entonces si lo perseguimos?
– Digamos sólo que las cosas se complicaron cuando se escapó al monte. Y tampoco ayudó mucho que Branko Popovic desapareciera de escena. Para siempre, me dicen ahora. Lo cual significa que tú, en particular, me debes una. Lo cual significa que sería una muy mala idea mencionar algo de esta conversación a Calvin Pine. -Se acercó más y bajó la voz-. Además, tú deberías estar en casa con tu familia, asegurándote de que la policía no se entromete demasiado. Leblanc ya está allí, ya sabes. Fisgoneando en Berlín.
Vlado había oído suficiente. Intentó coger la nota, pero Harkness fue más rápido.
– Permíteme -dijo, y se echó a reír cuando Vlado trató de arrebatársela-. No creo que Jasmina quiera que te gastes el sueldo en cafés caros para turistas. -Vlado se estremeció al oír el nombre de su esposa-. Lo cual me recuerda algo. La ha vuelto a llamar, ya sabes. Nuestro amigo Haris. Berlín puede ser muy solitario en esta época del año. Quién sabe, tal vez él vuelva allí antes que tú. A menos que alguien os gane a los dos por la mano. Branko Popovic tampoco actuaba en el vacío. Tenía muchos amigos. Creo sinceramente que deberías llamar a casa con más frecuencia, ya sabes. Y, por favor, no volvamos a tropezar el uno con el otro. La próxima vez no será tan agradable. Ciao.
Harkness se levantó, pagó la cuenta y se dirigió hacia San Pedro, desapareciendo debajo de las sombras de la columnata sin volver la vista atrás ni una sola vez. Vlado se quedó de pie al lado de su mesa, donde el bollo estaba intacto en el plato. Con un nudo en el estómago, caminó lentamente al principio, avivó el paso después, y antes de darse cuenta estaba corriendo, con gotas de sudor en la frente, a toda máquina en dirección al hotel.
Al cabo de un rato se paró, confuso. ¿De qué le serviría volver a toda prisa, cuando su línea telefónica estaría bloqueada, como antes en todas partes? Sacó la cartera y palpó el delgado fajo de liras. Entró en un pequeño tabacchi donde el propietario estaba levantando el cierre de rejilla metálica y compró una tarjeta telefónica de 10.000 liras, con la esperanza de que le permitiera hablar suficientes minutos con Berlín.
Jasmina descolgó a la primera seña, y pareció somnolienta y cálida, hablando desde la cama.
– Hola. Siento despertarte, pero tengo prisa. La tarjeta sólo me permite hablar durante unos pocos minutos.
– ¿Vlado? Por fin. -Pareció aliviada-. Qué bien poder oírte.
– Siento no haber podido llamar.
– Una secretaria me dijo que no te estaba permitido. Dijo que podrías tardar una semana o más, así que es una sorpresa agradable. ¿Estás en Sarajevo?
No parecía alarmada, que era algo, supuso Vlado. Quizás Harkness se estaba marcando un farol. En tal caso, había funcionado.
– Estoy en Roma. Desde ayer.
– ¿Y te has ido sin mí? Estoy loca de envidia. -Jasmina rió, pero Vlado creyó detectar un tono nervioso. ¿Estaba sola? Por supuesto que lo estaba. No hagas el imbécil por las bravatas de ese hombre-. Sonja también tendrá envidia. Te la pasaría si estuviera levantada.
Vlado miró el visor digital del teléfono. La tarjeta se agotaba con una rapidez alarmante.
Había bajado ya a 6.000 liras.
– No. Déjala que duerma. -Vlado se sentía ya culpable por dudar de Jasmina. Era Harkness el que había mentido-. Nos vamos hacia el sur hoy, salimos dentro de una hora. Sólo quería estar seguro de que todo iba bien.
Jasmina debió de detectar la tensión en su voz porque su tono también cambió.
– Se acuerda mucho de ti, Vlado. Y yo también. Se parece demasiado a la guerra.
– Lo siento. Y también me alegro. Está bien que te echen de menos.
El contador había bajado a 4.000. Tenía que encontrar alguna manera de avisarla, rápidamente, sin alarmarla ni tener que explicar demasiado. Pero ella se le adelantó.
– Vlado, ayer sucedió algo extraño. Me alteró.
– ¿Sí?
– ¿Te acuerdas de… Haris?
– Sí. Continúa.
– Llamó por teléfono. Desde Sarajevo. Cuando oí el ruido de fondo, al principio creí que eras tú. Tenía un mensaje para ti. En realidad era contigo con quien quería hablar. Pero parecía saber que estabas fuera del país.
El café estaba perforando un agujero en el estómago vacío de Vlado. El contador había bajado a 3.000. Pensó en Harkness, sonriendo, en algún lugar en las calles de Roma, esperando sin prisas su siguiente movimiento.
– ¿Cuál era el mensaje?
– Dijo que habían ido a buscarlo, y quería saber si era por ti. Le pregunté qué quería decir, pero dijo que lo sabrías, y que tenía que irse. Parecía asustado. Y después colgó.
Pues bien. No todo había sido un farol. Puede que nada lo fuera.
– ¿A quién se refería con «ellos»? ¿Quién lo está buscando?
– No me lo dijo. Pensé que tú lo sabrías. No he podido dormir desde que llamó. ¿Qué es lo que no me has contado, Vlado? ¿Qué deberíamos saber Sonja y yo?
Dos mil liras.
– Quédate en casa y no vayas a trabajar, durante unos días. Que Sonja se quede contigo. Tenemos más cosas de las que hablar, pero ahora no queda tiempo. Te he ocultado demasiadas cosas. Me parezco demasiado a mi padre. Lo siento, sé que esto no tiene sentido. Si necesitas ayuda, ve a casa de los Vrancic, al fondo del pasillo. Acude a la policía si es necesario. Pero procura no preocuparte. Todo debe salir bien.
– Vlado, ¿tienes problemas?
Mil liras.
– Podría ser. No lo sé. Pero habré acabado aquí dentro de unos días. Volveré a casa en cuanto pueda. Tengo que dejarte, la tarjeta del teléfono se agota.
– Te quiero. Adiós.
La conexión enmudeció antes de que pudiera responder.
– ¡Maldita sea!
Su grito atrajo una mirada de desaprobación de una monja que pasaba cuando él colgaba de un golpe el auricular. Allí estaba, en una ciudad donde los teléfonos móviles chillaban desde todos los bolsillos y él no podía concertar siquiera una llamada decente a su casa. Maldijo a Pine, al Tribunal, a la ciudad de Roma. Luego maldijo a Harkness, pero al pensar en el rostro de aquel hombre la cólera dio paso a la aprensión. Su primer impulso fue subirse en el siguiente avión con destino a Berlín. A la mierda todos los demás.
Pero eso era exactamente lo que Harkness quería. Y no importaba lo implacable que pudiera ser aquel hombre, Vlado dudaba de que fuera esa clase de gente. Sus amenazas habían llegado a casa, pero su sensación era que había exagerado expresamente el asunto. A lo mejor había encontrado a Haris y lo había obligado a hacer la llamada. ¿De qué otra manera habría descubierto ya que Popovic estaba muerto? ¿Seguía teniendo Popovic matones allí? Probablemente. Pero se estarían peleando por las sobras, más peligros cada uno para los demás que para él o su familia. O eso esperaba. ¿Cómo había dicho Harkness durante la reunión en Sarajevo? «Silbar al pasar por la tumba.» Otro modismo americano que parecía ir como anillo al dedo.
Sintió una aguda sensación de urgencia, como si el contador del teléfono siguiera con su cuenta atrás. Debía tener más cuidado que nunca, y ser más rápido y eficaz. Si no encontraban a Matek en el plazo de más o menos un día, no podrían hacerlo nunca, y todos los secretos que aún quedaban por descubrir seguirían enterrados.
Al volver a la habitación del hotel, comprobó que Pine había metido una nota por debajo de su puerta.
«Vlado: Voy a alquilar un coche. Volveré a las 9. Calvin.»
Menos mal. En el camino de vuelta se le había ocurrido una idea, y aquello podía darle tiempo para llevarla a cabo. Si era cierto que su padre y Matek habían robado efectivamente a Draganovic, no habrían utilizado las identidades falsas de San Girolamo para ayudarles a viajar hacia el sur. Y si su botín incluía algunos de los secretos más embarazosos para Angleton, tampoco habrían querido utilizar las identidades proporcionadas por los americanos. El expediente sólo hablaba de otra fuente fiable de documentos falsos en aquellos tiempos, de la Cruz Roja. Por una vez, tenía una fuente interna. Sacó la tarjeta de Amira de la cartera. Ojalá tuviera un teléfono.
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