– ¿Así que todo el expediente de su padre es una mentira? -preguntó Pine, apenas en un susurro.
– Más o menos. En lo que se refiere a todo lo detallado, en cualquier caso.
– ¿Y usted aprobó aquel plan? -dijo Vlado, inclinándose hacia él y alzando la voz.
– Por favor. -Fordham miró nervioso a su alrededor-. En realidad no lo aprobé. Consulté con Fiorello, por si acaso, y él lo aprobó. Matek tendría que buscarse a otro. Alguien a quien pudiera atraer con una zanahoria, no con un palo.
– Pero no es así como resultó, ¿verdad?
Fordham negó con la cabeza, con aspecto compungido. Se pasó ligeramente la servilleta por la boca.
– Recibimos presiones de arriba. Alguien de la embajada. Un joven personaje de Washington en misión especial para el Departamento de Estado. Estaba haciendo la ronda por Europa y se había tomado un interés personal en la caza de Pavelic, así que me convocó a su suite del Grand Hotel. Una gran habitación en una esquina, con las ventanas y los postigos abiertos. «Tienes que hacer un trabajo, Robert», me dijo. «Y sentiría mucho que una buena carrera se arruinase por una objeción filosófica.» Era o te apuntas o te apartas del camino. Así que nos apuntamos. Y resultó que Matek y su padre no eran los únicos actores del trato.
– ¿Quién más?
Vlado estuvo seco ahora, un interrogador en tono y actitud. Lo único que faltaba era la lámpara potente. De haber podido habría atado a Fordham a la silla y habría dejado que sufriera hasta hacerle daño.
– Había un agente al que Angleton quería hacer intervenir. Un ustashi de bajo rango que se escondía en un convento. Iba a coger una radio y explosivos, cruzar la frontera y armar un buen lío. Después de un año de buenos resultados, le concederían un salvoconducto para Estados Unidos. Pero tenía un expediente sucio. Sucio como ellos.
– Y entonces cambiaron ese expediente por el de mi padre.
– No lo cambiamos. Nos habría gustado que no hubiera habido referencia a Jasenovac en su expediente. Pero sus antecedentes lo convertían en un buen historial para tu padre. Testigos verdaderos que hablaban de hechos reales.
– Ya lo sé. Lo he leído.
Fordham tragó saliva y asintió.
– Nos permitía matar dos pájaros de un tiro, por así decirlo. Daba a nuestro agente una nueva identidad y encadenaba a su padre, en sentido figurado. Y no es que el agente fuera nada del otro mundo. La gente de Tito lo capturó antes de una semana. Lo fusilaron.
Fordham volvió la mirada hacia su plato, rebañando un charco de aceite con un trozo de pan.
Vlado extendió un brazo por encima de la mesa y agarró la mano de Fordham, le apretó la muñeca y acercó su cara a la suya.
– ¡No va a comer nada hasta que haya terminado de hablar!
Pine miraba boquiabierto pero no hizo nada para detener a Vlado. Fordham miró nervioso hacia una pareja que acababa de entrar en el restaurante, pero con eso sólo provocó más cólera.
– ¡No los mire! -dijo Vlado entre dientes-. No mire a ninguna parte si no es a mí hasta que haya terminado. Quiero saber exactamente qué pasó después. Todos los detalles. ¿Cuándo se lo dijo a mi padre?
– A la semana siguiente -dijo Fordham con voz temblorosa, apenas audible. Miró la mano que le agarraba la muñeca con una expresión de alarma. Vlado aflojó la presión, pero no la tensión de la mirada-. Llevé el expediente a su pensión.
– ¿Qué dijo?
– Me dijo que no era él. Dijo que había oído contar historias, que había visto algunas cosas que no le gustaron, pero nada así.
– ¿Dijo lo que sí había hecho?
Fordham negó con la cabeza.
– Y yo tampoco se lo pregunté. Habría sido admitir que habíamos amañado su expediente. Pero de alguna manera debía de saber lo que había sucedido, porque dijo: «Eso es obra de Pero, ¿verdad?». Le dije que no sabía de qué estaba hablando. Que habíamos presionado a Matek del mismo modo que lo habíamos presionado a él. Se puso furioso. Me… agarró durante un instante. De las muñecas. -Fordham desvió la mirada, y Vlado se sonrojó a su pesar. Soltó a Fordham poco a poco-. Luego se sentó en la cama.
– ¿Y aceptó?
– Al principio, no. Dijo que él podía ponernos en evidencia a nosotros tanto como nosotros a él. Yo le dije que adelante, que lo intentara. Le dije que lo arrojaríamos de vuelta al otro lado de la frontera con una gran U cosida en los pantalones y unos antecedentes penales de más de un kilómetro. Lo fusilarían al amanecer. Y de ese modo cedió. Además, seguimos ofreciéndole lo que más deseaba: la oportunidad de volver a casa. Trabaja para nosotros, le dije, y haremos desaparecer el expediente. Te daremos una nueva identidad, limpia como una patena: Enver Petric, el chico agricultor de una aldea que no había tomado parte en la guerra, y además de etnia musulmana.
Así que de ahí era de donde venía su apellido: de un espía mentiroso y un sinvergüenza asesino. Vlado hizo entonces la pregunta que se ocultaba desde el principio detrás de su ira, aunque no estaba seguro todavía de que estuviera preparado para la respuesta.
– ¿Cuál era entonces el verdadero historial de mi padre?
El estómago le dio un vuelco como si acabara de saltar de un trampolín.
– Nunca me permití leerlo -dijo Fordham.
– ¿Que nunca se lo permitió?
Vlado golpeó la mesa con el puño. Pine le apretó levemente el brazo con una mano con el puño. La pareja de la mesa de enfrente levantó la vista con expresión asustada, y un camarero que se acercaba briosamente con una bandeja llena de fuentes humeantes se detuvo sin terminar de dar el paso. Esperaron en silencio mientras distribuía la comida, pero Vlado no apartó la vista de Fordham.
– Tenía miedo de lo limpio que pudiera ser -dijo Fordham en voz baja, cuando el camarero se hubo marchado-. Aunque sí había estado en Jasenovac. Eso lo sabía con seguridad.
– Pero sólo unos meses -replicó Vlado, con menos indignación en la voz-. Y fue al final de la guerra.
– Escuche -dijo Fordham, y por una vez no pareció importarle si le oían-. No defiendo lo que hice. Pero ¿tiene idea de a cuántas personas podían matar en Jasenovac en solo un mes? Por no decir en dos. ¿Y con qué métodos? ¿Tiene conocimiento de cómo concluían sus negocios en la época en que su padre habría estado presente?
Vlado guardó silencio.
– Bueno, se lo diré yo, ya que desea conocer todos los detalles.
Ahora fue Vlado el que recorrió la sala con la mirada.
– Escuche -interrumpió Pine-. No veo la necesidad de…
– Yo sí -dijo Vlado- Déjale que termine.
Fordham asintió en actitud seria.
– Me siento culpable por esto desde hace más de cincuenta años Debería haberlo confesado hace mucho tiempo. Nunca debería haber participado en ello. Pero aun en el caso de que su padre no hiciera nada más que cavar letrinas, sabía lo que sabía y se calló. Se lo guardó todo para él mientras asesinos como Matek estaban en libertad. De acuerdo, de ese modo encontramos una forma de taparle la boca. Pero ¿por qué no había hablado antes? Como investigador, usted sabe tan bien como cualquiera lo que significa ocultar la culpabilidad de otros.
– Créame -dijo Vlado, sintiendo un incómodo parentesco-. Lo sé.
– ¿Pero entonces no llevaron a cabo el robo? -preguntó Pine.
– Oh, con sobresaliente. La noche del primer sábado de julio. Mientras yo esperaba al otro lado de la plaza en un jeep. Al cabo de una hora llegaron tan tranquilos con un par de cajas como si salieran de su casa. Ninguno de los guardias levantó siquiera una ceja. Increíble. Matek traía un gran bulto en un bolsillo de su chaqueta, un sobre voluminoso que se había guardado para él. Dedicamos el resto de la noche a fotografiarlo todo para poder devolverlo el domingo. Fue como un regalo del cielo, todos los nombres de todos los refugiados políticos, incluidos sus alias. Suficiente para tenernos ocupados durante semanas. Pero por supuesto también había lagunas. La correspondencia con el Vaticano, que esperábamos ver. Y también correspondencia con Angleton, que yo personalmente deseaba tanto como cualquier otra cosa. Quería ponerlo fuera de la circulación.
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