– ¿Qué significa Gioventu ? -preguntó Vlado.
– Juventud -dijo Fordham-. Juventud nazi. Supongo que siguen sintiéndose cómodos aquí.
Aquel lugar le puso los nervios de punta a Vlado, y por primera vez desde que comenzó el viaje pudo sentir la presencia persistente de su padre, un espectro pálido y harapiento que se movía debajo de aquellas palabras e imágenes, haciendo el saludo a un guardia armado al pasar por la puerta. Aquellos insignificantes jugadores, sus compatriotas, en aquellas grandes luchas del continente; instigadores y asesinos que encendieron la hoguera de Europa y después se fueron a combatir entre ellos mismos. Incluso el gran Pavelic, asesino de millones de personas, no había sido prácticamente nada allí, escondido entre sotanas y en conventos, y después viajando en el vientre de un buque de carga con un nombre falso.
– Parece que los croatas se sentían aquí como en casa -dijo Pine.
– Oh, eran grandes aliados. Otra nación católica que adulaba a Alemania, y en la otra orilla del Adriático. Era una amistad de siempre, y por eso el Vaticano se lo tomó tan mal cuando Tito se hizo con el poder.
– Pero si no podían permitirse el mármol, ¿cómo es que pudieron permitirse la Ruta de las Ratas? -preguntó Vlado.
– Parece ser que Draganovic tenía unas cuantas cajas de oro ahí mismo en su despacho. Robadas del Banco Estatal de Croacia cuando la guerra terminaba.
Vlado recordó la referencia a la salida de Matek de Zagreb en un convoy de camiones transportando «bienes del Estado». No era de extrañar que el buen padre lo hubiera ayudado a salir del campo de desplazados.
– Es probable que tuviera noventa kilos. Los británicos lo ayudaron a traerlo desde un monasterio de Austria.
Hicieron una pausa mientras miraban hacia los muros pardos de San Girolamo. Los mosaicos apenas eran ya visibles a la luz cada vez más tenue.
– ¿Podemos entrar? -preguntó Vlado.
– Usted podría hablar para que lo dejaran entrar. Pero todo estará guardado bajo llave. Igual que aquel fin de semana del cuarenta y seis.
– ¿Matek tenía llave?
– Varias. De los archivadores y de las oficinas. Las había robado por supuesto. Sólo por un día o dos. Nos las dio para que hiciéramos copias y se quedó con algunas para él. Aquello formaba parte de su trato.
– ¿Qué otra cosa pidió?
– Quería la luna. Pero nada de dinero, insistimos. Así que se presentó con una lista de peticiones. De lo más ecléctico. Unas pocas herramientas. Cigarrillos. Pero en su mayor parte un montón de pases y documentos de viaje, para tener libertad de movimiento. No se los dimos hasta que él nos entregó la mercancía, por supuesto. También quería documentos para un amigo. Un cómplice. Había llegado a la conclusión de que no podía conseguirlo sin un par de manos adicionales.
Vlado dejó que aquellas palabras se asentaran un momento.
– Mi padre.
– Sí.
– Así que fue entonces cuando lo conoció.
– Poco antes del robo. Tuve que asegurarme de que lo aprobábamos. Y así lo hice, aunque con reservas.
– ¿Por su historial en la guerra?
Fordham asintió tristemente con la cabeza.
– Pero probablemente no por lo que usted cree. -Miró a su alrededor, como si le preocuparan de nuevo las escuchas. No había nadie a la vista, pero la oscuridad caía. El aire era frío-. Caballeros, si hemos de continuar, y si quieren que les dé lo que de verdad han venido a buscar, hay lugares mejores para hablar de cosas así. Aquella furgoneta azul de allí me está poniendo los pelos de punta desde que llegamos. -Ni Vlado ni Pine habían reparado en su presencia-. Y hay una parte que no estoy seguro todavía de que deba contársela. Por su propio bien, además de por el mío.
– ¿A qué se refiere? -preguntó Pine, que seguía mirando a su alrededor en busca de la furgoneta azul.
Fordham cerró con fuerza los labios, y de pronto pareció más viejo que durante toda la tarde.
– Me refiero a que sólo porque hayan transcurrido más de cincuenta años no quiere decir que haya perdido su capacidad de hacer daño. Incluso de matar. Pero después de cincuenta años, supongo que ha llegado por fin el momento de que yo quede limpio. -Se volvió hacia Vlado-. Con usted, en particular.
Otra carrera de relevos en tres taxis los llevó a un restaurante llamado Rimini's. Era uno de los preferidos de Fordham, y pidió disculpas personalmente al propietario por llegar tan pronto. Apenas eran las seis de la tarde.
– Peor que los turistas. Pero tendremos el local para nosotros solos.
Aun así, Fordham se ponía tenso cada vez que un camarero se acercaba, y miraba hacia la puerta de la cocina al oír el sonido de cada ida o venida. Rimini en persona los sentó cerca de la parte trasera y después se puso a andar de acá para allá durante un rato, como si no estuviera seguro de qué hacer con aquellos hoscos y tempraneros recién llegados. Pasaron sus buenos diez minutos antes de que les trajera los menús.
Vlado tenía más hambre de información que de comida, pero hasta que Rimini no hubo anotado los platos, Fordham no volvió a hablar del tema.
– Lo de conocer a su padre fue idea de Matek. Le había dicho a su padre que yo podía ayudarle a volver a casa. Por supuesto, Matek no me dijo nada de eso hasta cinco minutos antes de la entrevista. Dijo que sería cosa mía sacar a colación nuestros planes para San Girolamo. Así que manejé aquello con torpeza.
– ¿Estaba Matek presente?
– En el pasillo. Era la pensión de su padre, que era peor que la de Matek.
Fordham se estremeció cuando el camarero apareció con el primer plato, un derroche de antipasti de vivos tonos rojos y verdes.
Vlado intentó imaginar a Fordham de joven, con la cara tersa y bien alimentado, el aire arrogante del soldado que había ganado su guerra.
– Así que le habló del plan -dijo dándole pie.
– No del todo. No quería que fuera corriendo a Draganovic con los detalles.
– ¿Pensaba que podría hacerlo?
– La verdad es que no. Por su trabajo de conductor había transportado a suficientes huéspedes del padre para darse cuenta de la clase de negocio en el que estaban metidos, del poder que podían ejercer. Y todo el mundo había oído hablar de aquel pobre tipo al que habían sacado del Tíber. Así que en cuanto planteé la posibilidad de conseguir un poco de información, cortó. Me mandó salir de allí.
– ¿Y le hizo caso?
– Estaba demasiado derrotado y avergonzado para no hacérselo. Pero volví.
– ¿Había cambiado de opinión?
– No. Resulta que Matek contaba con la negativa de su padre, pero quería que yo viera con qué nos enfrentábamos. Matek creía que la posición de su padre sólo lo hacía más deseable. No quería trabajar con alguien que no tuviera un sano temor a Draganovic. Dijo que la clave era hacer que su padre nos tuviera más miedo a nosotros.
– ¿Cómo?
– Con su expediente de seguridad. Poniéndole en una situación en la que si no nos ayudaba se revelase a las autoridades. Su padre había sido guardia de seguridad en Jasenovac durante algún tiempo. -Fordham titubeó, bajó el tenedor-. Eso lo sabía usted, espero.
Vlado asintió. Se le hizo un nudo en el estómago, y suavemente dejó su tenedor en el plato.
– Pero desde luego aquello no era suficiente para Matek. Quería montar el peor expediente posible, matanzas, atrocidades, relatos de testigos presenciales…, y después enseñárselo y decir, o cooperas o ya verás.
Vlado enrojeció y miró a Pine, que también había dejado su tenedor y observaba con atención a Fordham. La expresión de Pine parecía avergonzada y furiosa a la vez. Al recordar el gráfico relato que había leído dos días antes, Vlado se preguntó ahora cuánto de aquello era ficción. Sintió que le brotaba una furia celosa, esta vez en nombre de su padre.
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