– ¿Cree que aquellas cosas fueron las que Matek se guardó para él, el sobre del bolsillo?
– Yo diría que sí. Al principio pensé que se lo había entregado a Angleton, que Matek también trabajaba para él. Más tarde no estuve tan seguro. Pero habría sido alguno de los cartuchos de dinamita más gordos de todo el barril.
– ¿Entonces por qué no retuvo sus pases?
– Lo intenté. Me impusieron la decisión. Otra vez el hombre de arriba.
– ¿Quién era? -preguntó Pine.
Fordham sonrió arrepentido.
– Es la única pregunta a la que todavía no he decidido si voy a contestar. Es el único nombre que todavía quieren que me guarde. Pero supongo que si quisiera jugar sobre seguro no debería haberme entrevistado con ustedes. Se imaginarán lo peor de todos modos.
Hizo una breve pausa, como para recobrar la calma. Se pasó la servilleta por la cara y después hizo un gesto dirigiéndose a la comida.
– Prueben algo de esto antes de que se enfríe. Es lo mejor que hay en Roma. Ahora traerán pescado, junto con un poco de ternera.
Tomó un bocado.
Por un instante Vlado estuvo dispuesto a complacerlo.
Fordham alzó su copa de vino, como si se dispusiera a proponer un brindis. Pero lo único que dijo fue un nombre.
– Samuel Colleton.
– ¿Él era el hombre de arriba?
– Vaya, vaya -dijo Pine.
– ¿Quién es Samuel Colleton? -preguntó Vlado.
– El número dos del Departamento de Estado. Pero el puesto que de verdad quiere, que siempre ha querido, es el de jefe de la Agencia. Y ese cargo quedará vacante cuando el actual director se retire en mayo. Colleton no es el único aspirante, desde luego, y además es el más viejo, una desventaja. Pero aparentemente se ha estado generando cierto impulso, una sensación de que tal vez el viejo se merezca un último momento de gloria, una especie de premio a los servicios prestados durante toda una vida. Por eso cualquier asomo de escándalo en relación con su pasado lo hundiría. Lo que está en juego son reputaciones, caballeros. Y quizás algo más.
– Harkness -dijo Pine.
– ¿Cómo dice? -preguntó Fordham.
– Paul Harkness. Un agente del Departamento de Estado en Sarajevo. Ayudó a organizar nuestra fallida operación. Técnicamente, Harkness trabaja para Colleton, y podría seguir trabajando para él si Colleton consigue el ascenso.
– Ah -dijo Fordham-. Esa clase de diplomático. -Se rió amargamente, relajándose por primera vez en un rato, negando con la cabeza mientras se servía otra ración de espagueti en su plato-. Esas cosas siempre terminan igual, ¿verdad? Justo cuando estás a punto de hacer tu jugada, la operación se va al carajo, y nadie sobre la tierra llega a saber por qué. Exactamente lo nos que sucedió a nosotros con Pavelic.
– ¿Alguien lo fastidió? -dijo Vlado.
– Nuevas órdenes de Washington, inmediatamente después del robo. Nuestra caza se aplazó hasta nuevo aviso, y nos quedamos con dos palmos de narices. Y después Matek nos hundió.
– ¿Matek?
– Puso pies en polvorosa. Y a mí me echaron. Todo ello después de un gran alboroto en los aposentos personales de Draganovic, en el 21 de Borgo Santo Spirito, al lado de San Pedro. Propiedad oficial del Vaticano, así que no se lo podía tocar allí. Pero la acera de enfrente era blanco legítimo, y Matek me telefoneó desde allí una semana después del robo. Dijo que si acudíamos inmediatamente encontraríamos a los que estábamos buscando, que llegarían en un coche con bandera diplomática. Supusimos que se refería a Pavelic, viajando en el coche de Draganovic. Pero teníamos que atraparlo entre el coche y la entrada principal. Violar la extraterritorialidad del Vaticano era el gran tabú. Así que dos de nosotros nos dirigimos allí a toda prisa sabiendo que sería por los pelos.
– Creía que lo habían apartado del caso.
– Pero nadie había dicho qué hacer si nos caía como llovido del cielo. Llegamos allí, estacionamos a la vuelta de la esquina y esperamos en la acera. Diez minutos después apareció un coche negro con banderín diplomático. Sacamos a los dos primeros tipos. No reconocimos a ninguno de los dos, pero teníamos que hacer algo, así que dijimos que nos los llevábamos para interrogarlos. Pero entonces había ya una enorme conmoción. Un grupo de monjas había bajado las escaleras para ver de qué iba todo aquel alboroto. Gritaban, nos increpaban en italiano, en croata, en inglés. Parecía que aquello era el día de Nochebuena en San Pedro, tal multitud había.
»En algún momento en medio de todo aquello reparé en un camión que salía de un callejón un poco más allá. Miré al conductor, y podría haber jurado que era Matek. Sonreía. Y lo único que pude pensar fue que nos habían pillado. Pero nos llevamos a los dos tipos a Via Sicilia de todos modos. Buscamos sus nombres en nuestra lista de sospechosos, y por supuesto no estaban en ella. Así que pedimos disculpas. Y creo que se habría olvidado de no haber sido por la queja oficial. De la peor especie. Un testigo presencial afirmó que habíamos violado la extraterritorialidad. Dijo que los habíamos atrapado dentro de la verja. Y la queja se presentó directamente ante Angleton, que iba a asegurarse de que prosperaba.
– ¿Una monja?
– No. Un empleado llamado Pero Matek. Con una declaración de Josip Iskric que lo corroboraba.
– Pero ustedes eran su futuro asegurado -dijo Pine.
– Su futuro asegurado caducado. A partir de ese momento yo sólo podía ser un estorbo. A la mañana siguiente nos llevaron ante el embajador. Al terminar la semana yo estaba haciendo las maletas. Trasladado a Viena, donde pasé un año llevando mensajes de los británicos a los americanos, en una oficina donde todo el mundo estaba al tanto de mi gran cagada. El año siguiente, por supuesto, Ante Pavelic se embarcó en un carguero rumbo a Argentina.
– Estupendo -dijo Pine, sacudiendo la cabeza.
– Sí. Perfecto. Así que cuando terminó mi periodo de alistamiento volví a Harvard. Me gradué y me inscribí en las pruebas para el Servicio Exterior. Aprobé el examen pero nunca me dieron un destino. Falló la autorización de seguridad. Gracias a mis buenos amigos de Roma.
Hizo una pausa, dejando perdida la vista en el espacio, y después continuó en un tono más tranquilo.
– Años después me encontré con Fiorello en Boston. Para entonces ya era un vejestorio. Cataratas e hipertensión. Murió la primavera siguiente, así que supongo que quería ajustar cuentas. Me contó una historia que había circulado después de mi partida. Más o menos por la misma época del robo, Draganovic se había vuelto asustadizo en lo referente a sus cajas de oro, las que habían robado de Zagreb. Decidió que la oficina no era lo bastante segura, así que las trasladó a su residencia de Borgo Santo Spirito, donde habíamos hecho nuestra famosa «detención». Pero las dos cajas fueron robadas por dos conspiradores anónimos que desaparecieron entre la niebla, con destino desconocido.
– Iskric y Matek.
– Eso es lo que yo supuse. Desde entonces no he dejado de preguntarme si lo único que hicimos aquel día fuera de la verja fue proporcionar una distracción ruidosa para dar un golpe. Fiorello dijo que nadie había quedado muy contento con el asunto, incluida la gente de Angleton. Estuvieron algo inquietos durante un tiempo, como si hubieran robado algo más que el oro.
– ¿Información robada? -dijo Vlado.
– Tal vez. La mejor manera de hacer daño a un tipo como Angleton es robarle sus secretos. Y hablamos de una media vida larga. Aquel material sería todavía radiactivo.
– ¿Entonces nadie volvió a verlos, a Matek y a mi padre?
– Ni rastro. Pero poco antes de partir hacia Viena oí decir algo. Los croatas habían denunciado el robo de un camión, y la mañana antes de coger el tren lo encontraron. Vacío, por supuesto, y sin carburante. A la orilla de la carretera, a las afueras de Nápoles.
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