Se registraron en un hotelito con vistas aceptables y un personal atento que parecía tener poco que hacer durante la temporada baja. El botones abrió una ventana para ventilar la habitación y Vlado inhaló profundamente el aire salobre que llegaba del mar. Su habitación daba a las montañas, no al mar. El director se había disculpado, las vistas al mar estaban más solicitadas, eso sin contar que eran más caras, pero Vlado lo prefería así. ¿Quién quería que lo tentase el agua verde y llena de espuma cuando estaba aún demasiado fría para nadar? A él que le dieran las colinas y los bancales, con las estrechas carreteras que desaparecían en pliegues rocosos.
Hurgó en su cartera, sacó la vieja fotografía y la volvió a estudiar mientras el aflautado parloteo de los niños ascendía hasta él desde la calle. Por enésima vez miró detenidamente el rostro de su padre, y después el de la mujer. Estaba claro, como lo había estado cada vez que la había mirado antes, que la relación entre ellos no era un simple pasatiempo, aun en el caso de que sólo hubiera durado un verano. Parecían totalmente a gusto el uno con el otro. También cabía la posibilidad de que le estuviera dando demasiada importancia, un hijo atribulado que intentaba hacer cuanto estaba en su mano. Tal vez la satisfacción que exhibían sólo fuera cansancio, resignación, un momento de reposo al final de un día cansado, de subir a esas escaleras y arrancar los limones de los árboles.
Llamaron a la puerta, y después se oyó la voz de Pine.
– ¿Estás listo?
– Ahora mismo voy.
La jefatura regional de la Polizia di Stato estaba a sólo un kilómetro del hotel, así que fueron a pie para estirar las piernas después del largo trayecto en automóvil. El edificio era una monstruosidad de esquinas angulosas y cristales oscuros, incrustado en el límite del puerto. A medida que se acercaban, un estruendo de sonidos metálicos y gemidos de carretillas elevadoras ahogaba los ruidos de la calle. Nada más cruzar el umbral de la entrada del edificio había un mostrador de recepción, detrás del cual había hileras de mesas en las que se amontonaban los papeles. Los pocos funcionarios que trabajaban durante el fin de semana andaban de acá para allá con sus uniformes en dos tonos de azul, con una taza de café en la mano y cigarrillos encendidos en los labios. Pine lo captó enseguida.
– Una típica comisaría -dijo-. ¿Estás seguro de esto?
– A lo mejor damos con un policía atípico.
Una mujer se les adelantó y les hizo una pregunta en italiano, pero cuando Pine respondió en inglés, respondió resueltamente en el mismo idioma.
– ¿Qué desean, caballeros?
– Somos del Tribunal para Crímenes de Guerra de La Haya -dijo Vlado, tomando la delantera aunque sólo fuera porque ya había tratado con la policía italiana-. Estamos aquí por cortesía, y para alertarles de la posible presencia de dos sospechosos.
– Tengo exactamente al hombre que necesitan -dijo ella, al tiempo que descolgaba un teléfono.
– ¿Dos? -dijo Pine entre dientes.
– Hay que hacer las cosas a lo grande. Les impresionará más. Además, Harkness dijo que los casos estaban relacionados.
– Del mismo modo que dijo que Fordham sólo era un charlatán embustero.
– El inspector detective Torello los recibirá -dijo la mujer-. Síganme.
Los condujo hasta una puerta cercana y después, entre un laberinto de escritorios, hasta un despacho acristalado en la parte posterior, donde Torello los esperaba expectante en la puerta.
Era alto y delgado, vestía traje, precisamente lo que querían, a menos que resultara ser una especie de funcionario de relaciones públicas con pretensiones, y parecía atento y despierto. El infatigable trabajador de la oficina, pensó Vlado, dispuesto a hacer horas extras y a trabajar los fines de semana si con ello lograba salir de aquel lugar de mala muerte.
– Supongo que preferirán hablar en inglés -dijo Torello-, y el mío es bastante bueno, si se me permiten decirlo. Bienvenidos a Castellammare, caballeros. ¿Cuándo han llegado?
Aunque era aparentemente una pregunta de compromiso, en el fondo quería saber cuánto tiempo llevaban ya merodeando por su territorio.
– Acabamos de llegar -dijo Pine-. Salimos esta mañana de Roma por carretera -continuó y entregó a Torello su tarjeta de visita.
– Bueno, desde luego estoy a su servicio, aunque nuestro cupo habitual de casos internacionales se compone de contrabandistas y refugiados.
– Podría decirse que esos sujetos son refugiados -dijo Pine-. Sospechosos que nos han eludido recientemente en Bosnia, y tenemos razones para creer que uno o los dos podrían estar en su zona.
Torello arqueó las cejas y les ofreció cigarrillos que sacó de un cajón del escritorio. Vlado aceptó uno, Pine negó con la cabeza.
Torello era bien parecido y no llevaba alianza de boda. Sí, era ambicioso desde luego, pensó Vlado, o de lo contrario un domingo cálido como aquél habría estado en una playa con una mujer joven. Vlado buscó fotografías familiares y no las encontró, pero sí advirtió la presencia de un esmoquin planchado, recién traído de la lavandería, colgado de una percha en un rincón.
Torello estudió la tarjeta de visita de Pine durante un momento.
– Pues dígame a quiénes están buscando y por qué creen que podrían haber venido aquí.
– Podemos darle dos posibles nombres de uno de ellos -dijo Pine. Vlado sabía que no tenía intención de responder a la segunda parte de la pregunta de Torello-. Pero Matek o Pero Rudec. Es posible que haya oído hablar del otro individuo. Marko Andric, general serbio. Uno de nuestros sospechosos de rango más alto. Tengo datos y una fotografía de cada uno de ellos si tiene a mano una fotocopiadora.
– Desde luego. Y esta tarde consultaré con algunos hoteles y pensiones para comprobar si se han registrado recientemente titulares de pasaportes yugoslavos. Les daré también cartas de presentación oficiales, si lo desean. Les serán de utilidad si piensan hacer averiguaciones por la zona. ¿Será así?
Era bueno. Ofrecía un servicio al tiempo que metía la nariz un poco más en sus asuntos. Pine dudó, así que Vlado contestó.
– Podría ser. ¿Qué puede decirnos de los cultivadores de cítricos locales? De sus prácticas de contratación de personal y de los registros de empleados que puedan llevar.
– En estas fechas no tienen mucha actividad. No contratarán temporeros hasta dentro de unos meses. En cuanto a los registros -se encogió de hombros-, igual que todo los demás, al menos en principio. Pero con las contrataciones temporales nunca se puede estar seguro. Encontramos algunos ilegales de vez en cuando. Albaneses. También algunos bosnios. ¿Creen que sus hombres podrían estar buscando trabajo?
Vlado miró a Pine, sin saber con seguridad si debía ir más allá. Pine asintió con la cabeza.
– Uno de ellos podría haber trabajado en un huerto de frutales hace tiempo.
– ¿Cuánto tiempo?
– Cincuenta años. Quizás en mil novecientos cincuenta y dos. O hace menos, en el sesenta y uno.
Torello arqueó las cejas.
– Nada más terminar la guerra, entonces. Bueno. Aquella época fue muy interesante aquí.
– ¿Y eso?
– Como suelen serlo las guerras. No había trabajo, en realidad, así que si alguien ganaba dinero es que probablemente estaba haciendo algo ilegal. Mucha gente moviéndose. Y los soldados, claro. Fuerzas de ocupación. Americanos en su mayoría, a los que parecía gustarles holgazanear por la playa, al menos eso es lo que me han contado algunos mayores. Puedo darles los nombres de algunos de los cultivadores más importantes. Sus oficinas estarán abiertas mañana. Dudo que sus archivos les sean de gran ayuda, y eso suponiendo que conserven documentación tan antigua. Pero supongo que merece la pena intentarlo. -Hizo una pausa mientras hacía caer la ceniza del cigarrillo-. Mientras tanto, contéstenme, por favor. ¿Por qué no uno solo, sino dos criminales de guerra balcánicos fugitivos, con toda Europa para elegir, quieren venir a esta pequeña motita de la bella costa de Amalfi?
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