Dan Fesperman - El barco de los grandes pesares

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Vlado Petric, un ex policía en el Sarajevo desgarrado por la guerra, tiene que dejar su tierra para reunirse con su esposa y su hija en Alemania, donde se gana modestamente el sustento como trabajador de la construcción en las obras del nuevo Berlín.
Una tarde, al volver a casa después de la jornada laboral, un enigmático investigador estadounidense le está esperando en el pequeño apartamento familiar. El investigador, Calvin Pine, enviado por el Tribunal Internacional para Crímenes de Guerra en la ex Yugoslavia, solicita a Petric que viaje a La Haya. Petric acepta sin titubear cuando Pine le dice que están siguiendo a un pez gordo: uno de los hombres a los que consideran responsables de la terrible matanza de Srebrenica.
Lo que Petric no sabe es que lo están utilizando como cebo para descubrir a un asesino de la generación anterior, un hombre cuyas actividades en la Segunda Guerra Mundial hacen que los asesinos de ésta parezcan aficionados.

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– Un momento -dijo rápidamente, tapando con una mano el auricular y volviéndose hacia Vlado-. Ese tal señor Fordham. Quiere saber si es un paciente.

– ¿Un paciente?

– Sí. Ha llamado usted a un hospital.

– No lo sé. Pero no es médico.

El recepcionista habló un poco más, cogió un lápiz y tomó algunas notas. Al cabo de unos instantes volvió a colgar el auricular suavemente y se volvió hacia ellos con una expresión de grave preocupación.

– Lo siento -dijo en voz baja-, pero su amigo el señor Fordham no puede recibir llamadas. Está ingresado en la unidad de cuidados intensivos -hizo una pausa, como para pensar si debía continuar-. Me temo que no esperan que salga con vida de esta noche.

Vlado sintió que el estómago se le caía a las rodillas.

– ¡Dios mío! -dijo Pine entre dientes detrás de él.

– ¿Le ha dicho por qué lo ingresaron? -preguntó Vlado-. ¿Por el corazón?

– Como un ataque, aparentemente -dijo el recepcionista-. De origen desconocido. Ha dicho que su enfermedad no había sido diagnosticada todavía.

– Esto también recuerda el comportamiento de un agente secreto -dijo Pine-. De la peor especie posible.

24

Una oleada de tiempo frío y gris llegó durante la noche desde el golfo de Nápoles. La falsa primavera huyó, y con ella la intensa luz dorada que limpiaba la ciudad de su edad y su pesadez. El mar estaba oscuro y picado. Las colinas que dominaban la ciudad parecían haber desaparecido, envueltas ahora en las nubes bajas. En otras palabras, era como una deprimente mañana de invierno que hacía difícil levantarse de la cama.

Pero mientras Vlado y Pine se reunían para tomar un temprano desayuno, Pero Matek, impertérrito ante el neblinoso frío, llegaba refrescado y renovado a la entrada del puesto de observación que había escogido esa mañana.

Estaba perfectamente situado, enfrente de un enorme arco de piedra que sería el centro de atención de su espera. Y como el mirador que había escogido era un pequeño y agradable café, no tendría que pasar el tiempo sin calor ni alimento. Tomó su primera taza de café mientras escudriñaba los alrededores. Además de la vista dominante, el café también satisfacía sus otras necesidades: una salida trasera, por si la necesitaba; una iluminación adecuadamente tenue, acentuada esa mañana por la oscuridad dominante; y una camarera tranquila y simpática, a quien tal vez no le importase dejar que un anciano monopolizase una mesa individual siempre y cuando le dejase propinas con regularidad y abundancia, y quizás incluso que coquetease un poco.

La víspera, Matek había ido de tiendas, se había comprado ropa como es debido, algo más parecido a lo que vestía la gente de la zona. Se acabó el atuendo de campesino, aquella imagen había desaparecido para siempre. Le daban un poco de vergüenza el ridículo sombrero y las grandes gafas de sol, sobre todo en un día tan nublado. Pero el camuflaje era el camuflaje, y quién sabía si la policía local había sido alertada, o quizás incluso le habían hecho llegar una fotografía.

Mientras abría el periódico, se preguntó fugazmente qué estaría haciendo ahora el pobre Azudin. Era probable que el chico fuera todavía presa del pánico por la explosión de las minas. Al menos había cumplido con diligencia sus últimas órdenes. Aunque aquello sería el fin de la carrera de Azudin, por supuesto. Tanto mejor. El chico nunca habría estado a la altura de aquellos matones de campo. Las tímidas autoridades del municipio de Travnik probablemente se sentirían envalentonadas y comenzarían a desmantelar sus actividades en expansión, después de asignar un porcentaje a sus superiores, naturalmente. Matek suspiró. Todo se había construido con tanta paciencia y habilidad. Ah, bueno. Nunca era demasiado tarde para construir algo nuevo, aunque en esta ocasión su fortuna llegaría ya lista.

Preguntó la hora a la camarera, pero sólo para más exactitud, para orientarse. Era demasiado pronto para dar nuevos pasos. Estaba allí sólo para vigilar y pasar el tiempo. Otras acciones podían llamar la atención de la competencia. Lo mejor era dejar que otro diese el primer paso. Después se ocuparía del asunto de preparar el terreno para su jugada final.

La otra obligación que tenía aquella mañana era hacerse con los servicios de un joven cómplice, algún chico con poco que hacer y que no pensase ir a la escuela, y no tuvo que pasar mucho tiempo para divisar un candidato con posibilidades merodeando por el exterior.

– ¡Chico! -dijo entre dientes, sintiéndose orgulloso de hablar italiano prácticamente sin acento-. Tengo algo para un muchacho como tú que esté dispuesto a tener un poco de iniciativa.

El niño debía de tener unos doce años. Edad suficiente para tener la resistencia necesaria, pero probablemente demasiado joven todavía para temer un tono de autoridad. Tenía los ojos grandes, era flacucho y también un poco receloso. Precisamente de los que apreciarían una forma fácil de ganarse unos miles de liras con un mínimo de esfuerzo.

– ¿Qué te parecería hacerme un favor y ganar un poco de dinero? -El chico se retiró de la mesa un palmo-. Nada que ver conmigo, claro. -No tenía sentido que el chico pensara que era una especie de viejo mariquita-. Sólo necesito que alguien me ayude a vigilar esa vieja puerta de piedra de allí. El arco al otro lado de la calle. ¿Sí?

Le tendió dos billetes de diez mil liras. Más dinero de lo que el chico vería probablemente en un mes. Los ojos se le iluminaron. Perfecto.

– Sí -dijo el niño con entusiasmo.

– Estoy esperando a un hombre -dijo Matek, bajando la voz para que el chico se acercase-. Un hombre que llegará por esa entrada y después se marchará también por ella cuando haya hecho lo que tiene que hacer. No tendrás necesidad de reconocerlo porque yo lo estaré mirando. Pero puede tardar horas en llegar. Hasta puede que no venga. Pero si viene, y cuando se marche, me gustaría que lo siguieras. Yo soy viejo y no puedo hacerlo solo, así que necesito un par de piernas nuevas como las tuyas. Vendrá de fuera de la ciudad, así que tendrá que volver a una pensión o a un hotel. Sólo necesito saber cuál, y qué habitación. Para mí es muy importante. -Matek desdobló cinco billetes más de diez mil liras, pero esta vez se las quedó-. Y esto será para ti si consigues averiguarlo. ¿Podrás hacerlo? ¿Tienes el día libre para ganarte un bonito sueldo como éste?

El muchacho asintió con solemnidad, como si estuviera demasiado aturdido por aquel cambio de su suerte para hablar.

– Muy bien -dijo Matek, con una sonrisa cordial-. Eso está muy bien. Entonces cada vez que un hombre pase por debajo del arco, miras hacia mí. Y cuando sea el que busco, te haré una seña con la cabeza y levantaré el periódico. Así. ¿Lo ves?

El niño asintió con gravedad una vez más.

– Pues muy bien. Y recuerda, esto puede tardar horas, incluso todo el día. A ti te parece bien, ¿no?

– Sí -dijo el chico, recuperando la voz.

Y, sin más indicaciones, ocupó su puesto al otro lado de la calle, bajo una marquesina de autobús de plástico que le protegía de la lluvia y la neblina pero le permitía ver sin dificultad en ambas direcciones. Sacaba su nuevo dinero de vez en cuando, examinándolo como si tuviera miedo de que desapareciera o se transmutase en simple papel. Pero al cabo de un rato pareció convencerse de que la ganancia imprevista de aquel día no tenía nada de ilusorio, y se dispuso a esperar estoicamente la llamada a la acción.

Convencido de que había elegido bien, Matek se recostó en su silla y volvió a hacer que repasaba el periódico, e incluso leyó un par de líneas. Valdría la pena encontrar alguna manera de pasar el tiempo. Pero si había una cosa que un anciano conocía, era la paciencia. Y después de cincuenta y dos años de espera, ¿qué importaba un día más?

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