Dan Fesperman - El barco de los grandes pesares

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Vlado Petric, un ex policía en el Sarajevo desgarrado por la guerra, tiene que dejar su tierra para reunirse con su esposa y su hija en Alemania, donde se gana modestamente el sustento como trabajador de la construcción en las obras del nuevo Berlín.
Una tarde, al volver a casa después de la jornada laboral, un enigmático investigador estadounidense le está esperando en el pequeño apartamento familiar. El investigador, Calvin Pine, enviado por el Tribunal Internacional para Crímenes de Guerra en la ex Yugoslavia, solicita a Petric que viaje a La Haya. Petric acepta sin titubear cuando Pine le dice que están siguiendo a un pez gordo: uno de los hombres a los que consideran responsables de la terrible matanza de Srebrenica.
Lo que Petric no sabe es que lo están utilizando como cebo para descubrir a un asesino de la generación anterior, un hombre cuyas actividades en la Segunda Guerra Mundial hacen que los asesinos de ésta parezcan aficionados.

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A primera hora de la tarde, Matek se había quitado las gafas de sol, tras decidir que en un día nublado llamaban la atención más que desviarla. El ridículo sombrero seguía en su sitio, aunque sólo fuera porque parecía casar a la perfección con el que llevaba la gente del lugar. Había leído seis periódicos distintos de la primera a la última página, y su joven cómplice al otro lado de la calle pareció correr el peligro de quedarse dormido en varias ocasiones. Matek estaba harto de su mesa, harto de la vista, harto del viejo y desgastado arco que le devolvía la mirada sólo con un color gris. Estaba harto también del repiqueteo aparentemente interminable que salía de la cocina del café. Pero la camarera que lo atendía había sido tolerante y cortés, aunque no fuera todo lo atractiva que a él le habría gustado. Pensó que sólo a un anciano le habrían dejado hacer aquella especie de acampada, mientras encargaba sólo unos pocos cafés, un almuerzo ligero y una botella de agua mineral. O tal vez fueran sus generosas propinas las que habían obrado el milagro.

De vez en cuando había experimentado fugaces accesos de pánico. Quizás había llegado demasiado tarde. Tal vez su presa había llegado y se había ido. O peor aún, quizá los objetos por los que había venido habían desaparecido por completo. Descubiertos por casualidad y robados hacía años. Había oído hablar de suertes peores, desde luego. Pero esos momentos habían pasado con rapidez. Lo había planeado demasiado bien y durante demasiado tiempo para que lo eclipsara siquiera la mala suerte.

Entonces, al levantar la vista una vez más del periódico, mientras sopesaba si podría tolerar otra taza de café, vio un rostro que desvaneció todos sus pensamientos de fracaso. El hombre estaba al otro lado de la calle, caminaba despacio, dirigiéndose hacia el arco. Él también llevaba sombrero, aunque el suyo no estuviera tan bien elegido, nadie de esa ciudad se pondría ese sombrero ni loco. De hecho, a juicio de Matek, toda la apariencia de aquel hombre, desde sus ropas hasta sus movimientos, decían a gritos Balcánico con B mayúscula, aunque dudaba de que alguien por allí tuviera una mirada de igual capacidad de distinción.

Por suerte, el niño estaba prestando atención, y se puso en pie de un salto en el mismo instante en que Matek le hizo la seña, asintiendo y levantando el periódico enrollado como si se dispusiera a regañar a un perro.

El hombre se detuvo durante un momento y después pasó por debajo del arco. El cabello se le había puesto gris, y parecía más redondo en la parte central del cuerpo. Matek había visto suficientes fotografías en los periódicos para saber qué cambios debía esperar. Sabía que los ojos serían los mismos, aquella frialdad azul grisácea que, hacía tantos años, lo había alertado de la probabilidad de que aquel tipo fuera un negociador duro, pero un negociador de todos modos.

Matek se inclinó de pronto por encima de la mesa. ¿Quién era aquel que seguía la estela del general, flotando en su retaguardia como si fuera atado a una larga correa, sin que el primer hombre tuviera el sentido común de darse cuenta? Aquél era uno de los riesgos de ser general, supuso Matek. Se adquiría la costumbre de que otros cubrieran las espaldas. Porque estaba claro que aquel segundo individuo utilizaba demasiados viejos trucos para estar haciendo otra cosa que seguirlo, un hombre que intentaba sacar tajada, que ahora se detenía para encender un cigarrillo, después esperaba sin más, igual que el chico, con la mirada fija en el arco.

El hombre se alejó del arco, mucho antes de que su presa hubiera salido. En realidad caminaba en su dirección, mirando hacia el café. Se detuvo ante el expositor de periódicos, y durante un breve instante pareció mirar hacia Matek, que se parapetó detrás de su periódico. Cuando se asomó por encima para mirar, el hombre seguía junto al quiosco, mirando los titulares. ¿Era de la ciudad? Quizá. ¿O británico? Eso era lo más probable. Entonces la figura se volvió y se fue por donde había venido, deteniéndose alguna que otra vez para mirar un escaparate, pero siguiendo inexorablemente sin ser visto.

Una falsa alarma, al parecer, pero Matek podía haber pasado sin ella.

Pasaron otros quince minutos antes de que el primer hombre volviera a pasar por el arco, y el muchacho lo seguía como un gato, como si hubiera nacido para hacer ese trabajo. Matek sonrió, pensando brevemente en darle una propina cuando volviera con la información.

Pero no, concluyó. Un trato era un trato. Además, no tardaría en tener asuntos más urgentes que atender.

25

Vlado y Pine trabajaron con rapidez el domingo, pero sus esfuerzos apenas produjeron otra cosa que dolor de pies y estómagos vacíos. Recorrieron la ciudad, que de pronto se había vuelto fría, desde sus muelles hasta sus neblinosas colinas, preguntaron en pensiones y agencias de alquiler de camiones, cultivadores de cítricos y bolsas de trabajo. Pero en ninguna parte encontraron el menor rastro de Matek o Andric, ni a nadie que tuviera un nombre o una conexión balcánicos.

Su visita a uno de los cultivadores de cítricos fue típica, media hora de espera para ver al jefe, aunque era la temporada de baja actividad, una época de poda y contabilidad. A la primera mención de los registros de empleo, el hombre les dirigió una larga mirada de soslayo, como si se oliera una operación encubierta de inspectores de trabajo. Llegó a insinuar la posibilidad de un soborno antes de convencerse de que eran de verdad quienes decían ser. Y en ese momento perdió todo interés y les aseguró que en los años que siguieron a la guerra los trabajadores iban y venían como moscas de la fruta, demasiado numerosos e insignificantes para que contasen, y mucho menos para guardar registros de sus nombres y salarios. En lo referente a sus nóminas, eso era para tontorrones, para hombres de poca influencia y menos inteligencia.

– Me ha recordado a algunos clientes de mi padre allá en casa. Eso es lo que probablemente siguen pensando de sus empleados, que son como moscas de la fruta -observó Pine.

Pero era una actitud perfecta de supervisor, pensó Vlado, para el trabajador que intentaba pasar inadvertido o no dejar rastro. Con empresarios así, aquél habría sido un lugar fácil para lograrlo en los caóticos años de posguerra.

Regresaron al hotel cuando ya anochecía. Vlado se dirigía hacia el ascensor con su llave cuando oyó a Pine rezongar detrás de él. Vlado se volvió y lo vio ante el mostrador principal de recepción con otro mensaje de llamada telefónica en la mano.

– ¿Otra vez Janet?

– Peor. Mira.

Era un fax con membrete del Tribunal, y el mensaje era tan lacónico como un telegrama. «Contactad fiscal jefe Contreras de inmediato en el número siguiente. No hagáis más contactos, repito, ningúncontacto, por teléfono, entrevista u otra forma en relación con este caso. Billete de vuelta reservado. Detalles siguen. Spratt.»

Vlado buscó la hora en la parte superior. El fax había llegado hacía dos horas.

– Y además esto -dijo Pine, levantando una segunda hoja-. Llegó hace unos minutos. Nuestro itinerario. A las diez de la mañana salida del vuelo desde Roma, lo que significa que tendremos que salir a eso de las cinco de la mañana si queremos cogerlo.

– ¿Nos retiran del caso?

– Eso parece. Esperemos que sea el resultado de un soplo o un cambio de estrategia. ¿Te importa escuchar?

Vlado se sintió de pronto acosado por el pánico. Recorrer todo ese camino y sentir que estaban tan cerca de un gran avance, y ahora los retiraban del caso, o quizá les asignaban un nuevo destino, aunque sabía que la primera opción era la más probable. Por el momento su único consuelo era imaginar la reacción de Spratt, sus orejas echando humo como las de un personaje de historieta.

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