Dan Fesperman - El barco de los grandes pesares

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Vlado Petric, un ex policía en el Sarajevo desgarrado por la guerra, tiene que dejar su tierra para reunirse con su esposa y su hija en Alemania, donde se gana modestamente el sustento como trabajador de la construcción en las obras del nuevo Berlín.
Una tarde, al volver a casa después de la jornada laboral, un enigmático investigador estadounidense le está esperando en el pequeño apartamento familiar. El investigador, Calvin Pine, enviado por el Tribunal Internacional para Crímenes de Guerra en la ex Yugoslavia, solicita a Petric que viaje a La Haya. Petric acepta sin titubear cuando Pine le dice que están siguiendo a un pez gordo: uno de los hombres a los que consideran responsables de la terrible matanza de Srebrenica.
Lo que Petric no sabe es que lo están utilizando como cebo para descubrir a un asesino de la generación anterior, un hombre cuyas actividades en la Segunda Guerra Mundial hacen que los asesinos de ésta parezcan aficionados.

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Unas pocas curvas más tarde, Vlado gritó «¡Para!» y Pine detuvo con suavidad el coche en el arcén de una curva cerrada. Vlado se apeó rápidamente, pisando el borde de hierba de un saliente desde el que se divisaba un valle profundo y angosto. Pine se unió a él, captando el panorama. La brisa matinal era suave en el calor ascendente.

– Allí. El segundo tejado. ¿Lo ves? -Vlado parecía tan entusiasmado como un niño pequeño. La mañana traía la sensación de un volver a empezar, del comienzo de una aventura, sobre todo cuando Roma estaba esperándolos al final de la jornada-. No me lo puedo creer -dijo-. Recordaba exactamente esta vista. Mi padre nos hizo bajar a todos del coche. Creo que incluso sacó una fotografía.

– Esperemos que tu tía siga ahí abajo.

– Oh, ahí está -dijo Vlado, con una amplia sonrisa-. Mira la chimenea.

Volutas de humo blanco salían haciendo remolinos de un extremo del tejado rojo.

– Puede que sea otra persona.

Vlado negó con la cabeza.

– En Podborje no. Cuando la gente muere, nadie se muda a su casa. Nadie se muda ya a lugares como éste. Vamos.

Tardaron otros quince minutos en el descenso. No se habían cruzado con otro coche desde hacía al menos una hora. Pararon ante una casa de ladrillo revocado y con el tejado rojo. A la derecha había un establo de madera deteriorado por el clima. Al otro lado había campos pardos, con rastrojos de hierbajos y restos del trigo del verano anterior. El valle estaba en silencio, sólo se oía el sonido del viento en los campos, y el aire olía a humo.

La nieve cubría todavía parte del pequeño césped, pero se derretía con rapidez. Del establo llegó hasta ellos el golpeteo de una puerta de madera, y entonces vieron salir a una mujer de baja estatura y encorvada, con una larga falda, que llevaba dos baldes humeantes de leche, uno en cada mano. Observó escéptica a aquellos visitantes con su moderno coche blanco, pero no dejó de caminar hacia la casa.

Era ella, se dio cuenta Vlado, aunque recordaba su cara tersa y morena. Ahora estaba arrugada y hundida, amarillenta y con manchas, como una de esas muñecas de artesanía que se hacen con manzanas secas. Pero sus movimientos seguían teniendo fuerza.

– Tía Melania -se atrevió a decir Vlado tímidamente.

La anciana se detuvo, dejando con cuidado los baldes en el barro, entrecerrando los ojos a la luz de la mañana.

– ¿Vlado? -dijo con voz aguda pero fuerte-. ¿Eres tú, chico?

Vlado asintió con la cabeza y ella cayó de rodillas como si hubiera recibido un disparo, hizo la señal de la cruz rápidamente y musitó palabras que no pudieron oír. Se precipitaron a su lado, pero ella sonreía.

– Por favor -dijo jadeando-. Cuidado con la leche.

Luego se puso de pie, envolviendo a Vlado en un abrazo huesudo antes de dar un paso atrás para mirarlo a los ojos como si fuera la octava maravilla del mundo. Un gallo pasó pavoneándose, cacareando nerviosamente como si inspeccionara a los intrusos.

– No pensé que te volvería a ver -dijo-. Sobre todo cuando oí decir que tu padre había muerto. Debió de decirte cuánto deseaba no volvernos a ver nunca.

– No -dijo Vlado-. Nunca lo dijo. Pero sí recuerdo haber venido aquí.

Ella siguió mirándolo detenidamente, como si buscara signos de falsedad. Pareciendo satisfecha por fin, dijo:

– Entrad. Tengo una cosa para ti, pero primero voy a hacer café. Y estoy horneado pan. Comeréis algo.

Una vez dentro, Vlado presentó a Pine como su «amigo de América».

– Pero no entenderá nada de lo que diga, así que no te preocupes.

Ella se rió.

– Entonces será como con tu padre. Tampoco entendía nunca lo que yo decía, o fingía no entenderlo. Tu madre, en cambio, siempre supo que decía cosas sensatas.

La casa olía a pan caliente. Les hizo sentarse a una mesa tosca, hecha de forma muy parecida a la de Konjic, sacó una hogaza de pan moreno de la boca de un inmenso horno y puso una cafetera a hervir, haciendo el café a la turca, molido más fino que el polvo, que dejaba un sedimento turbio en todas las tazas.

– La mujer de la granja de al lado y yo horneamos para las dos -dijo-. Ella también es viuda. Vivimos a dos kilómetros de distancia, y nos turnamos para hacer el camino. Tardará una hora en venir, así que tenemos mucho tiempo para hablar. Pero primero, unos huevos. Venid.

La siguieron de nuevo al exterior, pasando ante el establo con su olor a estiércol y frialdad húmeda hasta llegar a un viejo gallinero, donde se agachó entre las aves, que batieron sus alas mientras sacaba un huevo de cada uno de los seis nidales. Una vez de regreso en la cocina cogió una sartén de hierro ennegrecida de un gancho de la pared y comenzó a hacer huevos revueltos con todos ellos. Puso platos y tenedores ante ellos y se sentó a un extremo de la mesa.

– Supongo que no debería sorprenderme tanto al verte, cruzando las montañas cuando el sol apenas ha aparecido en el cielo. Y además con un americano. -Sonrió, con los ojos brillantes de picardía-. Siempre decías que ibas a ser explorador, ya sabes. Un viajero de los mares. O al menos de eso trataban todos tus libros cuando eras niño. ¿Es eso lo que eres ahora?

– Se me había olvidado por completo -dijo Vlado, riendo-. ¿No era Magallanes mi preferido, porque había sido el primero en dar la vuelta al mundo?

– Sí. Querías ser el Magallanes yugoslavo. Decías que querías navegar por Tito. Tenías que haber visto la cara que puso tu padre cuando lo dijiste. Era lo único que podía hacer para no gritarte, pero se contuvo. Tu madre y yo nos reímos de buena gana y te azuzamos. Éramos terribles.

– ¿Y el tío Tomislav?

– Oh, esas cosas ya no le preocupaban.

Vlado hizo una pausa que duró lo suficiente para que Pine, que había estado callado hasta entonces la interpretara. Aquello motivó una pregunta de la tía Melania.

– He visto el símbolo de la Unión Europea en vuestro coche. ¿Es para ellos para quienes trabajas?

Cuando Vlado le dijo que trabajaban para el Tribunal Internacional para Crímenes de Guerra, sus ojos se abrieron del todo. Volvió a evaluar a Pine con más detenimiento y después preguntó:

– ¿Es ése el motivo de que estés aquí? ¿Crímenes de guerra?

– Sí, pero es muy complicado.

– Esas cosas suelen serlo. -Ahora miraba hacia abajo, sosteniendo la taza de café en el regazo-. ¿Qué te contó tu padre de la guerra?

– La verdad es que nada. Pero me he enterado de algunas cosas en la última semana. Sobre lo que hizo. Dónde estuvo. Que se fue a Italia después, cosas así.

– Entonces tal vez puedas entender por qué después él y tu tío Tomislav nunca se llevaron bien de verdad.

– ¿Por la guerra?

– Sobre todo por lo que pasó después. Tu padre había viajado con otro chico de aquí. Pero Rudec.

Pine oyó el nombre e hizo un gran esfuerzo para entender lo que se decía. Vlado confiaba en que Pine tendría el tino de ser paciente y no interrumpir.

– Sí. He oído hablar de ese Rudec.

Negó con la cabeza, bebió un sorbo de café y habló muy despacio, en tono grave.

– Entonces puede que también conozcas a un hombre llamado Josip Iskric.

– Sí. Era mi padre.

Ella asintió con la cabeza y guardó silencio durante unos instantes.

– Iskric era también mi apellido, por supuesto. Hasta que me casé con tu tío Tomislav. Nuestra familia vivía por todo este valle. Ahora sólo quedamos unos pocos. A muchos los mataron en la guerra.

– Háblame de la guerra.

– Lo peor vino después. Fue entonces cuando tu padre y Pero se marcharon del país. Pero tu tío se quedó, y las nuevas autoridades, la gente de Tito, lo metieron en la cárcel durante algún tiempo. A él y a algunos otros de las milicias locales. Él nunca se había metido en política. Combatió en el Ejército de Defensa Nacional porque todos sus amigos también lo hicieron. Pero él nunca se cosió la gran U de la Ustashi en los hombros como algunos de ellos. Como tu padre, para empezar, al menos durante algún tiempo. Y también como ese Rudec, como si alguna vez le hubiera preocupado otra causa que la suya.

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