Dan Fesperman - El barco de los grandes pesares

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Vlado Petric, un ex policía en el Sarajevo desgarrado por la guerra, tiene que dejar su tierra para reunirse con su esposa y su hija en Alemania, donde se gana modestamente el sustento como trabajador de la construcción en las obras del nuevo Berlín.
Una tarde, al volver a casa después de la jornada laboral, un enigmático investigador estadounidense le está esperando en el pequeño apartamento familiar. El investigador, Calvin Pine, enviado por el Tribunal Internacional para Crímenes de Guerra en la ex Yugoslavia, solicita a Petric que viaje a La Haya. Petric acepta sin titubear cuando Pine le dice que están siguiendo a un pez gordo: uno de los hombres a los que consideran responsables de la terrible matanza de Srebrenica.
Lo que Petric no sabe es que lo están utilizando como cebo para descubrir a un asesino de la generación anterior, un hombre cuyas actividades en la Segunda Guerra Mundial hacen que los asesinos de ésta parezcan aficionados.

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– Gracias. Me gustaría -dijo.

Se congregaron en la cocina, los niños dándose codazos para ocupar sus puestos mientras todos dejaban pasar a su invitado. La mesa era nueva, toscamente labrada pero sólida, con las líneas limpias y las ensambladuras bien encajadas. La que fuera de Vlado y Jasmina no habría sido lo bastante grande. Vlado pasó las manos por la superficie lijada y barnizada.

– La he hecho yo -dijo Konjic, orgulloso-. Todo con herramientas de mano. Espigas y mi trabajo de ensambladura. Ya no se pueden conseguir tornillos, herramientas mecánicas y cosas así. Al menos si no se tiene un montón de divisas fuertes.

– Está muy bien hecha.

La expresión de Konjic se iluminó de pronto, y se levantó de un salto.

– Casi se me olvida -dijo.

Desapareció en el vestíbulo. Después de un breve traqueteo metálico volvió llevando en la mano una caja de herramientas abollada que Vlado reconoció como la de su padre, su única herencia. Le hizo temblar ligeramente el verla ahora, y no pudo menos de contemplar el poder de destrucción de los martillos, los destornilladores, las llaves inglesas, aun cuando dudaba de que la caja de herramientas hubiera pertenecido a su padre hasta mucho después de la guerra.

– Era de mi padre -dijo débilmente mientras Konjic ponía la caja pesadamente en un extremo de la mesa.

– Entonces debe llevársela -dijo Konjic, sonriendo abiertamente una vez más, aunque la caja de herramientas era sin duda una de sus posesiones más preciadas y valiosas.

Al margen de lo que aquellas herramientas hubieran simbolizado en el pasado del padre de Vlado, habían construido aquella robusta y hermosa mesa.

– No -dijo Vlado, esbozando una sonrisa forzada y negando con la cabeza-. Ahora es suya. No sabría qué hacer con ellas. Quédesela.

Konjic asintió, sin decir palabra, como si percibiera que aquellos objetos podían tener algo más que una función y una utilidad. No había abierto la caja, pero Vlado no quería mirar en su interior. En cambio, recorrió con la vista la mesa y advirtió que el niño más pequeño lo miraba desde el extremo, el que estaba jugando con sus soldados. Vlado le sonrió.

– Espero que disfrutes con esos soldados -dijo, con el deseo de cambiar de tema-. Yo los pinté todos. Pero sólo fue un entretenimiento para pasar el tiempo. No quiero que me los devuelvas. Demasiados recuerdos de la guerra. Así que me alegro de que te sirvan para algo.

– Cuéntale la historia, papi -dijo el niño-. Cuéntale lo del soldado.

Los ojos del padre brillaban.

– ¿Se acuerda de aquella mañana, cuando nos invitó a entrar?

– Sí. La explosión me despertó. No estaba seguro de que todos estuvieran bien, y me preocupaba que pudieran caer más proyectiles.

– Fuimos de aquí al hospital, sólo para que nos examinaran, como usted nos dijo. Todo estaba bien. Entonces decidimos ir a buscar nuestra comida del día. Pan, agua y arroz. Ya sabe, lo normal. Nos repartimos las tareas. Nela y Mirela harían cola para el pan. Éste y yo -despeinó el cabello del niño pequeño- haríamos cola para el agua. Fue entonces cuando miré y vi a Hisham jugando con uno de sus soldados. Lo había cogido de la mesa cuando nadie le miraba. Le mandé que lo volviera a poner en su sitio y pensé que así lo había hecho.

Vlado recordó que él también lo había pensado, y se acordó incluso de que le había decepcionado que el niño no se lo hubiera quedado.

– Estuve a punto de decirle que se quedara con uno -dijo Vlado-, pero usted pareció muy severo al respecto, y ya sé lo que pasa cuando se intenta disciplinar a los hijos. No queremos que nadie nos contradiga. Por eso me contuve.

– Que era lo que tenía que hacer. Pero aquí el pequeño Hisham, cuando nadie miraba se llevó uno. Y en cuanto lo vi le dije: «No. Tienes que devolverlo». Así que Hisham y yo regresamos a su apartamento. Usted ya no estaba, pero la puerta no estaba cerrada con llave, así que volvimos a poner el soldado en la mesa con los demás. Me aseguré personalmente de que así era. Para entonces, claro, llegábamos por lo menos diez minutos tarde para hacer la cola del agua. ¿Y qué cree que pasó entonces?

Vlado negó con la cabeza.

– Al llegar a la cola del agua nos enteramos de que un proyectil había caído sólo cinco minutos antes. Habían muerto cuatro personas, incluidos dos niños. Así que, ya ve, de no haber sido por su soldado, bueno, podríamos haber sido nosotros lo que estaban allí. Su hombrecillo azul, señor Petric, nos salvó la vida. Así que cada vez que Hisham juega con ellos, nos recuerdan la guerra, pero también nos recuerdan a usted, y todos los recuerdos son buenos.

Konjic asintió con la cabeza de manera cortante, como si aquélla fuera su última palabra sobre el asunto.

Vlado sintió que la balanza había comenzado por fin a reequilibrarse en su favor. Como consecuencia de su partida un niño había muerto. Aquella mañana también había muerto un compañero. Pero ahora, por fin, estaba aquel niño que había sobrevivido, sentado en un extremo de una mesa construida con las herramientas de su padre, sonriendo, con glaseado en las mejillas.

– Gracias por contármelo -dijo Vlado sin levantar la voz, dejando la taza vacía en el platillo-. Y también gracias por todo esto.

No hablaron mucho a partir de entonces. En su mayor parte muchas sonrisas y risas por tonterías que hacían los niños. Media hora más tarde Vlado se levantó de la mesa.

– Será mejor que me vaya. Tengo mucho que hacer en Sarajevo.

La familia lo acompañó hasta la puerta, despidiéndolo como si fuera un viejo amigo que había venido cargado de maravillosos regalos. Era un regreso mejor de lo que nunca habría esperado, y hasta que no hubo bajado la mitad de la cuesta que llevaba hasta el Holiday Inn no se acordó de la fotografía que había guardado en el bolsillo. Aceleró el paso, rozando el borde del sobre con las yemas de los dedos, preguntándose qué podía esperarlo, si es que había algo, en la casa del tío Tomislav en Podborje. Quizás el Tribunal había terminado de buscar a Pero Matek -lo sabría con seguridad esa tarde-, pero él no, y en ese momento le parecía que bien valía la pena una visita a Podborje.

15

El vuelo de Janet Ecker llegó con casi una hora de retraso, por lo que apenas les quedó tiempo para otra cosa que no fuera la reunión prevista con Harkness y Leblanc en el Holiday Inn. Janet tuvo que informar a Vlado y Pine en el trayecto desde el aeropuerto.

– Primero lo más importante -dijo Janet-. Contreras quiere que sigáis en el caso.

Aquello era una sorpresa, pero de las buenas.

– Oficialmente, por supuesto, no lo llamamos una búsqueda. Oficialmente seguís pistas sobre el paradero de un testigo material. Un testigo que por cierto acaba de asesinar a un compañero. Pero teniendo esto presente… -Sacó un sobre de su portafolios-. Tenéis billetes para un vuelo de mañana a mediodía.

– ¿Adónde?

– A Roma. Los dos. -Miró a Vlado-. Siempre que sigas dispuesto a viajar.

Vlado asintió con la cabeza. Cualquier cosa que le permitiera seguir la persecución de Matek.

– ¿Por qué Roma? -preguntó Pine, con un asomo de interés en la voz.

– Tenéis que ver a alguien allí. Robert Fordham. Del contraespionaje del ejército. O lo fue hace tiempo. Fue el responsable de vigilar a Matek en la Roma de la posguerra. Vlado necesitará un visado, desde luego. Los italianos han prometido tener uno listo para mañana por la mañana.

– ¿Y qué hay de Andric? -preguntó Pine.

– Tenemos a una docena de personas ocupándose del caso. Lo más probable, de todos modos, es que ya esté en Serbia. En cuanto a lo demás, Spratt ha dispuesto lo necesario para que venga alguien a hacerse cargo de Benny. Tenía familia en Nueva York. Van a repatriar el cadáver. Se celebrará un funeral conmemorativo este viernes en La Haya.

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