Dan Fesperman - El barco de los grandes pesares

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Vlado Petric, un ex policía en el Sarajevo desgarrado por la guerra, tiene que dejar su tierra para reunirse con su esposa y su hija en Alemania, donde se gana modestamente el sustento como trabajador de la construcción en las obras del nuevo Berlín.
Una tarde, al volver a casa después de la jornada laboral, un enigmático investigador estadounidense le está esperando en el pequeño apartamento familiar. El investigador, Calvin Pine, enviado por el Tribunal Internacional para Crímenes de Guerra en la ex Yugoslavia, solicita a Petric que viaje a La Haya. Petric acepta sin titubear cuando Pine le dice que están siguiendo a un pez gordo: uno de los hombres a los que consideran responsables de la terrible matanza de Srebrenica.
Lo que Petric no sabe es que lo están utilizando como cebo para descubrir a un asesino de la generación anterior, un hombre cuyas actividades en la Segunda Guerra Mundial hacen que los asesinos de ésta parezcan aficionados.

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Salieron sin pronunciar palabra.

14

Estuvieron nerviosos hasta que llegaron a Sarajevo, se estremecían cada vez que otro vehículo se acercaba al suyo desde atrás o reducía la velocidad por delante de ellos. Hasta un chirriante carro de granja que bloqueaba la carretera les pareció sospechoso, parte de una posible emboscada, teniendo en cuenta el alcance y las conexiones de Matek a lo largo de la carretera que discurría por el valle desde Travnik.

En consecuencia, hablaron poco en el camino y Vlado tuvo mucho tiempo para pensar. Se decidió por un plan para la tarde, y anunció sus intenciones cuando llegaron por fin a las afueras de la ciudad.

– Estaba pensando que podía hacer una visita a mi antiguo apartamento -dijo en voz baja, rompiendo un largo silencio-. Para ver algunas viejas fotografías y documentos familiares. Cosas que mi madre me dejó al morir. No es mucho. No hice más que echarles un vistazo después del funeral y las guardé en un armario.

– ¿Nombres y direcciones?

– Eso es lo que me estaba preguntando. Si se menciona a alguno de los familiares de mi padre, tal vez alguno conozca a Matek.

– ¿Como el tío del que hablaste?

– El tío Tomislav. Su mujer era hermana de mi padre. Tal vez la tía Melania viva todavía. Pero por lo que sé nuestro antiguo apartamento o ya no existe o lo han vaciado.

– ¿Puede que se haya mudado alguien a vivir en él?

– Es inconcebible que siga vacío. Con todos los refugiados que llegaron, el gobierno entregó muchas viviendas. O la gente se limitó a coger cosas por su cuenta. Lo más probable es que los que se quedaran nuestra casa dieran por sentado que habíamos muerto. Puede que lo vendieran todo. Pero vale la pena comprobarlo.

Pine se encogió de hombros.

– Es mejor que no hacer nada, supongo.

Vlado se preguntó cuánto tardarían en recuperarse de la conmoción de los acontecimientos de aquella mañana. Ni siquiera habían tenido tiempo de quitarse el polvo de yeso, y la manga derecha de Pine seguía manchada de sangre de Benny. Una hora antes, Vlado estaba dispuesto a abandonar y volver a casa. Pero ahora se moría de ganas de hacer algo, algo que pudiera ayudar a localizar a Matek. Seguía sintiendo curiosidad por la relación con su propio pasado, y ahora estaba Benny, lo que hacía que los crímenes de Matek fueran más frescos y personales que nunca, tanto si el Tribunal estaba dispuesto a abandonar el caso como si no. Pine había guardado silencio al respecto hasta entonces, pero Vlado estaba convencido de que pensaba lo mismo. Los dos se sentían como idiotas, incluso culpables, por haber subestimado a Matek, un error de cálculo que le había costado la vida a un amigo. Una visita al antiguo apartamento de Vlado no conduciría a nada. Pero, como había dicho Pine, era mejor que no hacer nada.

Se inscribieron en el Holiday Inn otra vez. Después de ducharse y cambiarse de ropa, como quedaban unas horas hasta la llegada del vuelo de Janet Ecker, Vlado salió a pie, siguiendo una de sus rutas familiares por la ciudad, con la llave del viejo apartamento en el bolsillo. Jasmina había insistido en que la llevara, con la esperanza de que tuviera tiempo de echar un vistazo. Se preguntó cómo estarían ella y Sonja, allá en Berlín. Un fugaz pensamiento de Haris cruzó su mente como una nubecilla, pero aquel nombre lo molestaba más por su relación con Popovic que con Jasmina.

El apartamento estaba en un bloque de edificios bastante nuevos en una ligera cuesta, con vistas a los campos que llegaban hasta el Estadio Olímpico. Los campos fueron en otros tiempos terrenos de juego, pero durante la guerra habían tenido que hacer las veces de cementerio, ofreciendo a Vlado un censo diario del recuento de víctimas desde la ventana de la parte delantera. La zona era vulnerable al fuego de artillería de los tres bandos, y Vlado había vivido casi todo el tiempo en el salón, al lado de la cocina, durmiendo en un sofá. Sin agua corriente ni electricidad durante gran parte del asedio, se había enganchado a una conducción de gas natural, pirateando un suministro hacia su casa a través de una manguera de jardín que había clavado a la pared. Tenía una boquilla para la cocina y otra en la pared, para alumbrarse.

Supuso que todo aquello había desaparecido, pero no tenía inconveniente en recordar el estado de ánimo de las noches solitarias, cuando había poco que hacer salvo pintar un juego de soldaditos de plomo formados ante él en un banco, un trabajo tedioso que hacía pasar las horas hasta que el cansancio le hacía dormirse.

Al volver la última esquina se vio sorprendido agradablemente al ver que el edificio seguía en pie. Habían reparado las ventanas. Y también un pequeño agujero en el tejado. Nuevas tejas señalaban el lugar con un tono más brillante de rojo.

Llamó a la puerta, sin saber a ciencia cierta todavía qué decir, luego le sorprendió reconocer el rostro del hombre que contestó. La última vez que lo había visto, la barba de aquel hombre estaba empolvada de yeso, sus ojos aturdidos. Había sido cinco años atrás, una mañana nevada en que un proyectil había caído en un apartamento del portal contiguo, dispersando a la familia de refugiados que se había instalado allí una semana antes. Vlado se había despertado sobresaltado por la explosión. Después había invitado a los seis a entrar en su casa para recuperarse de la impresión. Aquello había sucedido poco antes de que Vlado saliera clandestinamente de la ciudad en el avión de carga. Ahora, aquí estaban de nuevo, esta vez al otro lado de la puerta, aunque sólo podía recordar sus nombres.

– Konjic -dijo el hombre, sonriendo como para refrescar la memoria de Vlado-. Alijah Konjic. Y usted es Vlado Petric.

– Sí -dijo Vlado, con la esperanza de que su imprevista llegada no se considerase una amenaza.

Al otro lado de la puerta pudo ver el viejo sofá, el que había sido su cama durante dos años. La familia Konjic había llegado a Sarajevo sin muebles, así que su casa abandonada debió de parecerles una bendición del cielo.

– Entre, por favor -dijo Konjic con una cordialidad auténtica. Hizo un gesto ampuloso con el brazo para indicar a Vlado que cruzase el umbral-. Mi esposa, Nela. Mis hijos. Todos están aquí, y le debemos tanto…

– Hola -se oyó una voz de mujer desde la cocina.

Vlado se volvió para ver a Nela con el delantal puesto y una cuchara de madera en la mano. Dos niños estaban sentados en el sofá, absortos ante un pequeño televisor en blanco y negro colocado encima de una mesa. Un tercer niño, de más edad, estaba sentado en el suelo haciendo los deberes. Konjic había dicho que todos estaban allí, pero Vlado recordaba a seis miembros de la familia. Faltaba el cuarto niño, el más pequeño, y se preparó para recibir más malas noticias.

Entonces, para inmensa satisfacción de Vlado, el niño entró en el salón, ahora casi medio metro más alto, llevando uno de los soldaditos que Vlado se había dejado. Vlado sonrió, y Konjic pareció entender por qué.

– Ah, sus soldados. Jugó con ellos la primera vez que nos vimos. Después de que explotase el obús. Fue lo primero que buscó cuando volvimos.

Y en ese punto el entusiasmo de Konjic decayó, como si se diera cuenta de pronto de las consecuencias del regreso de Vlado. Más o menos todo lo que había en la habitación, excepto un pequeño aparato de televisión, les había pertenecido a Jasmina y a él antes de la guerra. Les seguía perteneciendo legalmente, aunque ahora pareciesen más bien objetos sacados de un museo: el sofá, las sillas, la pequeña alfombra ovalada que había sido un regalo de boda de la madre de Jasmina, la vieja fotografía del puente de Mostar en la pared. Era como entrar en una cápsula del tiempo, y Vlado se apresuró a despejar los temores de Konjic.

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