Dan Fesperman - El barco de los grandes pesares

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Vlado Petric, un ex policía en el Sarajevo desgarrado por la guerra, tiene que dejar su tierra para reunirse con su esposa y su hija en Alemania, donde se gana modestamente el sustento como trabajador de la construcción en las obras del nuevo Berlín.
Una tarde, al volver a casa después de la jornada laboral, un enigmático investigador estadounidense le está esperando en el pequeño apartamento familiar. El investigador, Calvin Pine, enviado por el Tribunal Internacional para Crímenes de Guerra en la ex Yugoslavia, solicita a Petric que viaje a La Haya. Petric acepta sin titubear cuando Pine le dice que están siguiendo a un pez gordo: uno de los hombres a los que consideran responsables de la terrible matanza de Srebrenica.
Lo que Petric no sabe es que lo están utilizando como cebo para descubrir a un asesino de la generación anterior, un hombre cuyas actividades en la Segunda Guerra Mundial hacen que los asesinos de ésta parezcan aficionados.

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– Sólo he venido a pasar unos días -dijo, y vio cómo Nela se relajaba-. Ahora vivimos en Alemania. Mi esposa pudo llevarse los objetos más valiosos cuando ella y mi hija se fueron, dos años antes que yo. No he venido a reclamar nada. Pero sí quiero buscar una cosa. Una vieja caja con fotografías y papeles. Viejos documentos familiares. Algunas cosas personales que me dejé.

– Sí -dijo Konjic, efusivo en su alivio-. Sí. Ya sé a qué caja se refiere. La hemos guardado. Lo hemos guardado todo, ya sabe. Unas cosas porque las hemos utilizado, desde luego, pero toda su ropa y todo lo demás, todo sigue estando aquí.

– Lo único que me interesa es esa caja -dijo Vlado-. Quédense con lo demás. Véndanlo si lo desean. Puedo venir después a recoger el resto de los objetos personales, si traigo de nuevo a mi familia. Pero hoy no tengo tiempo.

– Sí. Sí, desde luego. Venga. Está ahí atrás.

Entraron en el dormitorio de la parte posterior. A Vlado le asustó el vestíbulo familiar, los olores del lugar, la casa, las alfombras en el suelo. Konjic abrió un armario y tiró de una caja de cartón que estaba en la balda superior. Era la que recordaba.

– Creíamos que lo habían matado -dijo Konjic-. Alguien nos dijo que era usted policía, y oímos decir que habían matado a tiros a un policía a la orilla del río la noche después de conocerlo. Después nos enteramos de que no era usted, que a lo mejor se había escapado. El periódico no dijo nada, y nadie parecía saber gran cosa. Así que decidimos guardarlo todo. Por si volvía algún día.

Konjic parecía un buen hombre. Vlado se alegró de que hubieran terminado quedándose en el apartamento, pero se preguntó qué pensarían sus antiguos vecinos -si es que quedaba alguno- de aquella tribu de campesinos de una aldea remota, llevando sus costumbres rurales al centro de la ciudad.

– Hubo gente que intentó matarme -dijo Vlado-. Contrabandistas. Me dispararon, pero fallaron. Es una historia muy larga -y que se sigue repitiendo, pensó, rememorando aquella mañana-. Ahora estamos en Berlín. Puede que volvamos, puede que no. Pero no aquí. El apartamento es suyo.

Como para sellar el trato, sacó la llave del bolsillo. Se la entregó con solemnidad, lo más cercano que había a una escritura. Con eso, el alivio de Konjic fue completo, y Vlado se preguntó con qué frecuencia la familia había temido una visita como aquélla. Aun cuando el viaje no sirviera para ninguna otra cosa, al menos dejaría en paz a aquella gente.

Konjic puso la caja en la cama.

– Tómese el tiempo que desee -dijo-. Estaré con los niños.

Cerró la puerta del dormitorio tras él, dando privacidad a Vlado. Sólo el ruido amortiguado de la televisión al otro lado de la puerta, un sonido apenas perceptible de disparos y chirridos de neumáticos.

Vlado abrió la caja. Encima había facturas y recibos antiguos, manuales de instrucciones de aparatos de radio, una televisión, una taladradora. Había fotografías, algunas instantáneas de Sonja cuando era un bebé. Las apartó, sabiendo que no pararía hasta encontrar lo que buscaba, pero incapaz de resistirse de vez en cuando a los recuerdos. Su licencia de matrimonio. Unas fotografías de amigos en una fiesta, de 1989. Un montón de redacciones manuscritas de cuando él era niño que su madre había salvado y entregado a Jasmina poco antes de casarse. Se acordó de una noche incorporado en la cama -aquella cama- hasta muy tarde, leyéndolas mientras Jasmina se reía con un mechón de pelo tapándole la cara. Viejas revistas que había salvado por una oscura razón u otra. Y después, a la mitad de la caja, allí estaba, un gran sobre marrón con la letra de su madre en la parte superior: «Para Vlado».

Recordó a la mujer de corta estatura que había sido amiga de su madre, y que se lo había llevado el día siguiente al de su funeral, cuando había terminado de sacar los muebles del apartamento de su madre. Había sido un gran oficio católico, con el sacerdote haciendo oscilar un incensario mientras avanzaba lentamente por el pasillo. Se preguntó qué sabía su madre del pasado de su padre. ¿Había guardado ella también sus secretos, o también a ella la había engañado, y creía en la bondad y honestidad esenciales de su marido, el silencioso y virtuoso trabajador que se ganaba la vida honradamente con sus manos fuertes pero tiernas?

Su madre no procedía del mismo pueblo, ni siquiera de la misma parte del país. Se habían casado sólo un año después del regreso de Enver de Italia. Ella era muy católica. En ese momento se preguntó si siempre había sabido que su padre también era católico en secreto. Quizás ella también fuera una especie de nacionalista étnica a su callada manera, lo que explicaría su frustración con su hijo, el no creyente que sólo rendía culto a las estrellas del fútbol y a su propio futuro.

No había gran cosa dentro del sobre, tal vez veinte o treinta hojas en total, que era más o menos lo que Vlado recordaba. Parte de ellas de un manual técnico, antiguas instrucciones para la maquinaria del taller donde su padre había trabajado. Había un gráfico de un torno metalúrgico, con todas las partes móviles numeradas, y Vlado se imaginó a su padre detrás de la máquina, trabajando duramente, mientras las virutas rizadas del metal se acumulaban entre el vello de sus antebrazos.

Había un viejo programa de fútbol, quizá del partido de sus sueños. Echó un vistazo a las fotografías de los jugadores, la mayoría de cuyos nombres había olvidado, aunque un día significaran mucho para él. En el fondo del montón había algunas fotografías más.

Una en particular le llamó la atención. Era de cuatro hombres de uniforme. A la derecha, apoyado en un roble gigantesco, estaba su padre. ¿Quiénes eran los otros tres, y dónde estaban cuando se tomó la foto? El de la izquierda le resultaba familiar, y cayó en la cuenta de que debía de ser el tío Tomislav. Sí, aquella cara larga con orejas de soplillo. Sí, seguro. Vlado miró detenidamente los otros dos rostros, en busca de algún signo del hombre al que había conocido el día anterior. Pero ninguno de los dos hombres era Matek. Dio la vuelta a la fotografía, buscando una dedicatoria, pero sólo había el sello del estudio que había hecho la copia, con una dirección en Mostar, en el suroeste, la ciudad más cercana al pueblo natal de su padre, Podborje.

La topografía indicaba sin lugar a dudas que la fotografía no se había tomado cerca de Jasenovac, donde el paisaje era llano y verde. En el fondo había colinas y más colinas, y los hombres parecían relajados, en paz con ellos mismos. No había fecha, pero conjeturó que debía de haber sido tomada en una fase anterior de la guerra, quizás antes de que nadie hubiera disparado un tiro.

Tal vez la tía Melania en Podborje supiera algo más sobre los movimientos de su padre durante la guerra. Vlado volvió a colocar los demás papeles en la caja, metió la fotografía en el sobre y se la guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. Oyó abrirse la puerta detrás de él, el sonido de la televisión subió de volumen.

– ¿Ha encontrado algo de valor?

Era Konjic, asomándose por encima de su hombro, vencido por la curiosidad. Vlado lo miró desde el viejo lecho familiar, aclarándose la garganta.

– No mucho. Algunos recuerdos de mis padres.

Konjic sonrió abiertamente, como si para él fuera una gratificación personal que la misión de Vlado hubiera sido un éxito.

– Por favor, cuando haya terminado, he venido a decirle que mi esposa ha hecho café. Mis hijos han salido a buscar un pastel. En honor a su regreso.

Vlado podía haber jurado que Konjic le hacía una ligera reverencia, un gesto extrañamente conmovedor de aquel hombre al que apenas conocía. En el esquema más amplio de las cosas, aquella gente no le debía nada. Podían haber encontrado con la misma facilidad un apartamento desocupado en otro lugar. Pero si lo que deseaban era demostrar su gratitud, lo aceptaría, aunque tuviera poco tiempo que gastar. O puede que sólo tuviera ganas de estar entre una familia precisamente en ese momento, con hijos e hijas y sus padres, apiñados en torno a una mesa para comer y beber.

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