Dan Fesperman - El barco de los grandes pesares

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Vlado Petric, un ex policía en el Sarajevo desgarrado por la guerra, tiene que dejar su tierra para reunirse con su esposa y su hija en Alemania, donde se gana modestamente el sustento como trabajador de la construcción en las obras del nuevo Berlín.
Una tarde, al volver a casa después de la jornada laboral, un enigmático investigador estadounidense le está esperando en el pequeño apartamento familiar. El investigador, Calvin Pine, enviado por el Tribunal Internacional para Crímenes de Guerra en la ex Yugoslavia, solicita a Petric que viaje a La Haya. Petric acepta sin titubear cuando Pine le dice que están siguiendo a un pez gordo: uno de los hombres a los que consideran responsables de la terrible matanza de Srebrenica.
Lo que Petric no sabe es que lo están utilizando como cebo para descubrir a un asesino de la generación anterior, un hombre cuyas actividades en la Segunda Guerra Mundial hacen que los asesinos de ésta parezcan aficionados.

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Su despacho estaba en la habitación trasera de una casa de labranza construida en medio de unas cuantas hectáreas de tierras en pendiente en las que sólo crecían unos pocos ciruelos en una dispersión herbácea de pizarra y granito. Las cabras se encargaban de cortar el césped. Su complejo residencial -siempre le encantaba oír que los informes lo describían así- estaba enclavado al final de un serpenteante camino de grava, a media ladera de las montañas que se alzaban sobre la ciudad de Travnik como un portón de hierro de dos mil metros de altura que cerraba a cal y canto la vertiente norte del valle. La vista desde su dormitorio en la planta alta abarcaba no sólo el río Lasva, que reverberaba en el fondo del valle, sino también largos tramos de la carretera principal que llevaba a la ciudad, además del camino que conducía hasta su propiedad. Le gustaba ver a los visitantes antes de que ellos lo vieran a él. La mayoría de sus enemigos nunca tendrían iniciativa, y mucho menos resistencia, para acercarse a pie entre los árboles. Y aunque era posible que los organismos internacionales no lo supieran, en la zona tenía fama de no permitir que nadie lo sorprendiera, ni en un trato comercial ni en formas más rudimentarias de enfrentamiento. Aquellos que lo intentaban tenían tendencia a desaparecer.

A sus setenta y cinco años, Matek conservaba casi toda su vitalidad, y también le gustaba alardear de ella. Tenía un aspecto excelente para su edad, todavía esbelto, con la salvedad de la ligera bolsa de la barriga, la cara con pliegues pero sin arrugas, y seguían dándosele bien las mujeres cuando era necesario, lo que en su caso sucedía más o menos una vez a la semana. Siempre había una o dos rondando por las cercanías cuando visitaba su café preferido que no tenían inconveniente en pasar unos momentos con él en aposentos más privados, siempre que antes hubiera tiempo para tomar unos tragos de su botella. No era tan vanidoso para pasar por alto el poder de la riqueza en aquella ecuación, ni el de la botella a la hora de privarles de su voluntad. Su fajo de billetes era un signo más de su hombría, de su capacidad para derrotar a la competencia.

Si no se contaba a sus guardaespaldas, Matek vivía solo. Hacía mucho tiempo había probado brevemente el matrimonio, un secreto bien guardado, pero no lo había encontrado de su agrado, y en la actualidad las amantes ocasionales le venían bien. No había desorden femenino por la casa. Ni había voces que le dijeran al oído qué tenía que hacer y cuándo debía hacerlo. Estaba convencido de que ésa era la razón por la que las líneas de la risa alrededor de sus ojos seguían siendo joviales, no agobiadas por la preocupación. Y seguía teniendo reflejos para contar un chiste ruidoso o soltar una carcajada, los ojos castaños seguían siendo propensos a brillar ante una buena réplica o la evocación de un recuerdo. Todo ello venía muy bien cuando llegaba el momento de hacer de anfitrión parlanchín para los desconocidos que acudían subiendo y bajando montañas con su dinero y sus contratos. Había descubierto que si estaba a la altura de sus expectativas se resignaban a cierto grado de derroche, descuentos y excesos, incluso algún fraude, pero no en el sentido en que un contable podría entenderlo en Bruselas o Nueva York. Cuando inevitablemente regresaban seis meses después con sus gráficos de barras y sus diagramas de flujo, siempre había un clima de conferencia padre-profesor, una inevitabilidad suspirada de que siempre habían sabido que aquello formaría parte del trato. Así que en vez de levantar la alfombra, se limitaban a tirar de las esquinas y sacudirlas, haciéndole saber que podían seguir viendo sus contados signos de progreso. Y para entonces, desde luego, habían tomado nota de sus firmes conocimientos de las necesidades y situaciones locales, y de hasta qué punto su aplicación de los acuerdos podía ser severa, incluso brutal, en caso necesario. Así que tendían a andar con pies de plomo, incluso con admoniciones, y a respirar entrecortadamente entre sorbos de su fuerte licor casero, siempre servido en una bandeja turca de latón forjado, los vasos empañados lo justo.

El gran chiste de todo aquello era que lo que Pero Matek habría preferido en realidad era un par de tragos tranquilos de un chianti classico en copas de cristal reluciente. Pero esas botellas estaban guardadas bajo llave en la bodega, con controles de humedad y temperatura. Guardadas fuera de la vista como su ordenador de sobremesa Dell con su monitor Sony de 21 pulgadas.

En las contadas ocasiones en que podía convencer a las visitas de que se quedasen a cenar encargaba una gran parrillada variada sólo para destemplarles los dientes y revolverles el estómago, banquetes de carne balcánicos compuestos de cordero, ternera y salchichas, amontonados en fuentes rebosantes de grasa y carbón. Llenarles los platos como si fueran pesebres y verlos sonreír inexpresivamente, sabiendo que cambiarían impresiones más tarde en sus Range Rover y Mercedes SL, mientras se reían del rústico sin remedio. Un ayudante de la oficina del Alto Representante, quizá la visita más importante que había recibido nunca, le había llamado después «Pero el Bárbaro», y cuando Matek recibió el informe de uno de sus espías de oficina estuvo riéndose varios días, difundiendo el apodo por el pueblo como si fuera un folleto publicitario, consolidando su reputación de no ser demasiado refinado. Un inversor norteamericano que había estado una semana fisgoneando por el valle, un tipo de Oklahoma con botas altas y voz grave, lo había comparado con un destilador ilegal de bebidas de Ozark, aunque uno al que se podía domar y adiestrar siempre que recibiera su ración de pastel.

Así que dejaba que creyeran que era adiestrable y domable, y seguía recibiendo su parte, una y otra vez, de cualquier financiero o benefactor que tuviera divisas para quemar.

Lo irónico de aquella dinámica era que había comenzado a legitimarlo, incluso a los ojos de algunos de los más ingenuos lugareños. La organización de matones barriobajeros de sus mercados de la época de la guerra se estaban convirtiendo lentamente en un reino bien documentado de contratos firmados y concesiones de las fundaciones. Lamentablemente, su participación en la operación de coches robados había sido una víctima necesaria de la transformación. Había comenzado a sufrir una atención excesiva de los agentes de la ley, así que transfirió sin hacer ruido el control a unos pocos rivales menores y serviciales, que se emocionaron ante el súbito maná de material rodante que les caía de Alemania y Suiza a través de Polonia y Ucrania, sólo para su consternación cuando todo se les fue de las manos unas semanas más tarde gracias a una redada bien informada de su mercado de distribución al aire libre. Cuando comenzaron a sospechar del papel que Matek había desempeñado en el asunto, varios estaban ya en la cárcel, otros habían muerto y el mercado de automóviles había desaparecido. Volvería, desde luego, una opción que siempre existiría si Matek lo necesitaba. Pero por ahora el grifo internacional corría a raudales, y se conformaba con chapotear en el lucrativo caldo de la sopa de letras de Europa, las ONG y las subagencias de la UE que dirigían aquel país de una manera acorde con los Habsburgo o los otomanos.

En el caso de sus otras actividades ilegales, ¿por qué vender gasolina de contrabando en botellas de vino y cartones de plástico para leche cuando se podían regentar seis estaciones de servicio de INA, abastecidas directamente desde Zagreb a precios subvencionados? ¿Por qué seguir vendiendo bebidas en los callejones cuando su distribuidora de bebidas alcohólicas y cerveza era ya la primera en cinco municipios de los alrededores? Lo era desde la primavera anterior, cuando su principal competidor pisó una mina antitanques. No importaba que los vecinos de aquel hombre siguieran preguntándose por qué su vehículo circulaba fuera de la carretera por aquella zona concreta de bosque. Iría de caza, tal vez, pues ésa era su afición, aunque nadie llegó a averiguar quién lo había invitado. Y tampoco importaba que la propiedad en cuestión se hubiera limpiado supuestamente de minas, ni que su dueño fuera Pero Matek, aunque la escritura había pasado por tantos poderes, cláusulas adicionales y socios silenciosos que podían pasarse semanas estudiando minuciosamente los papeles de los rematadamente pequeños archivos del municipio sin aclarar nada.

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