A Vlado le entró la duda mientras echaba un vistazo a la cubierta. ¿Hasta qué punto necesitaba aquello? Decidió meterse de lleno en él antes de perder el valor.
– Daré un paseíto -dijo Pine al tiempo que abría la puerta del vehículo-. Si no te importa.
– Cuidado con las minas -dijo Vlado distraídamente. El testigo se llamaba Dragan Bobinac. Era músico, violoncelista de la población serbia de Crveni Bok, a la orilla del río Sava, no muy lejos de Jasenovac. Su relato comenzaba con el día en que fue apresado cerca de su casa junto con varios cientos de sus vecinos, y tenía mucho que decir sobre el hombre conocido como Josip Iskric, que después se convirtió en Enver Petric:
Los soldados llegaron a nuestro pueblo a primera hora de la mañana, eran unos cien, al mando de dos tenientes. Después me enteré de que se llamaban Iskric y Rudec. Iskric era el que daba las órdenes, gritando a sus hombres para impedir que alguien escapase hacia el río. Algunos de sus hombres dispararon contra la gente mientras huía de sus casas. A todo aquel que se resistía lo golpeaban o lo apuñalaban en el acto. A los niños que no acudían con suficiente rapidez los disparaban o los golpeaban en el rostro con palos o bayonetas. A algunos los tiraron al río inmediatamente, todavía sangrando y vivos. Mientras marchábamos vi el cuerpo desnudo de una mujer a la orilla del río. Le habían sacado los ojos y le habían metido una barra metálica por los genitales. Iskric nos ordenó a mí y a otro hombre que la arrojásemos al río. El otro hombre se llamaba Cedomir, era un panadero del pueblo. Cuando Cedomir vio a la mujer cayó de rodillas y dijo que era su sobrina. Iskric sacó el arma que llevaba en la funda del costado y ordenó a Cedomir que se levantara si no quería que lo matase, pero Cedomir siguió en el suelo llorando. Iskric se puso delante de él y le disparó en la cara, y luego hizo rodar el cuerpo con su bota. Me ordenó tirar los dos cuerpos al río. Los llevé hasta el agua, pero la mujer se enganchó en una rama después de flotar unos metros corriente abajo, y entonces Iskric me ordenó meterme en el río para soltarla. Durante todo ese tiempo la columna se había detenido, lo habían visto todo. Algunos niños lloraban. Me metí en el río hasta las rodillas y tiré de la rama, y después miré cómo la mujer flotaba hacia la corriente principal, que se la llevó río abajo.
Vlado no pudo soportar más la escena. Pasó a un relato del interior de Jasenovac.
Yo era una de las diez personas empleadas en el taller de carpintería del campo principal. Íbamos andando al taller desde nuestros barracones cuando nos ordenaron detenernos para dejar pasar a una gran columna que venía en dirección contraria. Eran mujeres jóvenes -ciento cincuenta, quizá doscientas- al mando de varios guardias y del teniente Iskric. Alguien ordenó a las mujeres que se detuvieran también, y nos miramos. Caían lágrimas de sus ojos, e Iskric pronunció un discurso, diciendo a nuestra columna que las mirásemos bien porque una hora después todas aquellas mujeres estarían muertas, y que a la mañana siguiente tal vez nos matarían también a nosotros si no trabajábamos duramente todo el día. Nos obligaron a mirar mientras llevaban a las mujeres al río. Las cargaron en balsas que las trasladaban a la otra orilla, donde la corriente era más fuerte. Cuando saltaban a la orilla eran empujadas por los guardias, que las apuñalaban con las bayonetas y les abrían la garganta y el estómago con cuchillos. Pudimos oír con toda claridad sus alaridos y sus gemidos cuando las acuchillaban o apaleaban. Luego arrojaban o empujaban sus cuerpos a la corriente, a veces cuando todavía estaban vivas y gritaban.
El relato de Bobinac terminaba unas páginas más adelante con su huida al mes siguiente. A él también lo habían transportado finalmente a la otra orilla del río junto con otros cien presos. Se escapó porque uno de los guardias lo metió de forma precipitada en la corriente cuando sólo tenía una herida superficial de una bayoneta en el estómago.
Había más, pero Vlado ya tenía suficiente. Volvió a dejar las hojas con cuidado en el portafolios de Pine. Bajó el cristal de la ventanilla, el aire frío y húmedo en la cara le pareció caliente y seco, hervía de vergüenza y repugnancia. Cuánto material como aquél estaría archivado en La Haya, se preguntó. Cuántos capítulos de relatos insoportables como aquéllos. Tendría que ver todos y cada uno de ellos, por muy atroces que fueran.
– Ya está -gritó con voz temblorosa.
Lo que necesitaba era una caminata a paso ligero para serenarse, pero no pensó que la mereciera. Era mejor tomárselo así, reconcomerse y sentirse culpable en el asiento contiguo al de una persona que tenía las manos limpias, mientras circulaban por aquel paisaje donde los ejércitos habían marchado durante generaciones, de una guerra a otra.
Pine estaba a unos cinco metros delante del coche cuando Vlado llamó. Por un instante Pine se detuvo, mirando en la otra dirección como un autoestopista desamparado. Luego se volvió y regresó lentamente, frotándose las manos para calentárselas mientras se sentaba al volante. Puso en marcha el motor sin decir palabra.
Pasaron dos kilómetros antes de que se rompiera el silencio.
– ¿Estás bien? -preguntó Pine en voz baja.
Vlado asintió con la cabeza.
– No peor que ayer. -Se encogió de hombros, exasperado-. No esperes que esté bien. Limítate a esperar que haga mi trabajo. Limítate a llevarme a la reunión. Al menos ahora sé con qué clase de persona estoy tratando.
– Desde luego -dijo Pine sin apartar la vista de la carretera.
Vlado esperó un momento, y después preguntó:
– Ese testigo, Bobinac. ¿Está vivo todavía?
– Vive en Novi Sad, creo. Está dispuesto a testificar en el juicio de Matek.
Al cabo de unos minutos de silencio, Pine reanudó con cautela su improvisada sesión informativa.
– El Skorpio está en una calle ancha -dijo-, y no hay forma de salir por la parte trasera sin pasar por la cocina. La puerta de la cocina está cerrada con candado. Es una trampa en caso de incendio, pero perfecta para nosotros porque tiene que salir por delante aunque decida echar a correr. Intenta que lo del Skorpio sea idea suya. Pero si empieza a hablar de otra reunión en la casa, insiste en que tu jefe nunca se reúne con la gente de la zona en su propio terreno, en que la reunión tiene que ser en la ciudad. Eso lo conducirá adonde queremos que vaya.
– Aparte de que soy el hijo de su viejo amigo, y su nuevo socio en el delito. ¿Cómo va a decir que no?
– Sí, eso también.
Vlado no quería soltarlo. Todavía no.
– Pero dime. ¿Qué habríais hecho si no me hubierais encontrado? ¿O si yo no hubiera existido? ¿Se habría concertado este trato a pesar de todo? Y no me vengas con todo eso del plan B.
– Probablemente. Sólo que habría resultado más difícil. Podríamos haber esperado hasta que hubiera ido al café por su propia voluntad, y entonces intervenir. Pero a la SFOR no le gusta hacer las cosas así. Hay que involucrar a confidentes a sueldo, y una vez hecho eso todo el asunto tiende a hacer agua como un viejo barco pirata. Así que buscábamos a alguien para simplificar eso, y entonces fue cuando te encontramos.
– ¿Cómo apareció mi nombre?
– Por Harkness o Leblanc, al parecer.
Aquellos nombres lo dejaron helado, sobre todo el de Harkness, al recordar el rostro del hombre en la oscuridad mientras farfullaba acerca de Popovic. Por lo que sabía, Leblanc también había andado husmeando en sus asuntos. Cualquiera de los dos podía ser el hombre que apareció en la puerta de Haris en Berlín. Leblanc era demasiado listo para preguntarle directamente por Popovic, de la manera en que lo había hecho Harkness. Pero nada de eso debía importar para aquella operación.
Читать дальше