Mientras hacía a Vlado una seña de que pasara, gritó:
– Es la casa grande de arriba. Vaya hasta la parte delantera. Azudin lo acompañará hasta el señor Matek.
Señor Matek. Cuánto tiempo habrían tardado en enseñar a éste a decir «señor», se preguntó Vlado. Si no trabajase allí, es probable que estuviera arrancando nabos y coles, o bebiendo en el altillo de un granero, quedándose dormido y prendiendo fuego al heno con sus cigarrillos. En cambio esgrimía un arma automática, con poder para matar por orden del hombre al que Vlado se disponía a visitar.
Nunca estaba de más recordarse con quién se estaba tratando exactamente.
Matek observaba la llegada de Vlado desde su ventana, sin haber decidido cómo iba a saludar al chico. Había estado irritable toda la mañana, gritando a Azudin porque el café no estaba lo bastante caliente, refunfuñando por el pan, aunque era el mismo pan de todas las mañanas.
Cuando vio el rostro del joven que salía del coche supo que no había dudas en cuanto a los lazos de sangre. Sabía que a veces se veía al padre en el hijo porque se lo buscaba. Pero en aquella ocasión la semejanza era evidente, no tanto en los rasgos como en el porte, resuelto, con la cabeza alta. No era de esas personas que pedían disculpas por creer en lo que creían. Igual que su padre. ¿Pero en qué creía éste? Era la pregunta estrella de la mañana, y tenía intención de encontrar la respuesta.
Después se rió a pesar de sí mismo de la idea de que en realidad pudieran hacer negocios juntos, y seguía sonriendo cuando Azudin acompañó al chico -tenía que dejar de pensar en él como en un chico, aquel hombre tenía ya treinta años bien cumplidos- hasta la habitación. La sonrisa se amplió cuando vio la incómoda mirada en el rostro de Vlado. Vaya por Dios, al chico le daba vergüenza. Así que Matek cruzó a buen paso la estancia y, sin decir palabra, dio a Vlado un gran abrazo de oso como si fuera un abuelo ruso, sintiendo el vigor y los huesos del aquel joven debajo de sus mangas de lana. Y a pesar de sí mismo notó que las lágrimas brotaban de sus ojos. Atrajo a Vlado hacia sí y le habló al oído, recordándose en silencio que no debía emplear ninguna de las palabras equivocadas del pasado.
– Ah, Vlado, tu padre y yo. Tu padre y yo. Cuántas cosas pasamos juntos. Pero de eso hace ya mucho tiempo.
Luego la ola de nostalgia alcanzó la cresta y se rompió, y Matek se retiró, retrocediendo para mirar a Vlado a la cara, inspeccionando la fría reserva en aquellos ojos que tan bien conocía.
Vlado había intentado débilmente corresponder al calor, aunque fue difícil mientras los grandes brazos lo agarraban con tal fuerza. Ahora por lo menos podía ofrecer una sonrisa, no grandilocuente pero sí suficiente para cumplir con su deber familiar. Luego el hombre grande se retiró y, con paso bamboleante, fue a sentarse tras el baluarte de su escritorio.
Había abierto una botella de vino tinto y tenía preparadas dos copas, limpias hasta relucir. Nada de copas manchadas hoy.
– Ya sé que es temprano, pero hazme el favor. -Sirvió una copa a Vlado-. Tenemos que beber por tu padre.
Un chianti , advirtió Vlado, decidiendo que le iría mejor tratar de actuar como detective observador que como una especie de sobrino extraoficial. Buscar los detalles. Concentrarse en el negocio que tenía entre manos. Pero la presencia de su padre era inevitable, como si se asomara desde un rincón, asintiendo severamente, recordando a Vlado que fuera respetuoso y cortés.
La decoración no era la que esperaba. Parecía lo normal para el alcalde de una pequeña ciudad o de un jefecillo. Tampoco casaba con el vino.
Matek debió de darse cuenta de las miradas de aprobación.
– Para los europeos y los americanos suele ser sólo rakija, porque eso es lo que esperan de mí. Para ti, algo que me gusta de verdad. -Matek levantó su copa-. Por tu padre.
Vlado levantó la suya y bebió.
– Y también por su hijo -dijo Matek.
Vlado sabía que era su turno, pero le costó.
– Y por su amigo -dijo finalmente, complaciendo a Matek.
Ninguno de los dos habló durante un momento. Vlado decidió dejar que Matek tomase la iniciativa; su mente seguía saltando a demasiados lugares a la vez.
– Sí, eres el hijo de tu padre -dijo Matek finalmente-. Es la única persona que he conocido que podía quedarse ahí sentada sin decir palabra, decidida a hacerme hablar primero, incluso con negocios importantes pendientes.
Vlado se sonrojó.
– Lo siento, pero hay una cosa que debo preguntarte enseguida -dijo Matek-. ¿Cómo te enteraste de que existía? ¿Por tu padre?
Vlado tenía instrucciones estrictas sobre aquel punto. Debía responder que no tenía libertad para decirlo. Era algo que le había inquietado durante toda la mañana, porque parecía evidente que Matek se olería que había gato encerrado. ¿Por qué no iba a poder el hijo de Enver Petric contestar a una pregunta tan sencilla, máxime cuando tenía poderes para ofrecer un contrato a un hombre a quien la Unión Europea había considerado poco idóneo sólo un mes antes? También prefería no comenzar su conversación con una mentira, sintió que podía estropearlo todo. Y aquella primera pregunta, al menos, podía contestarla con bastante sinceridad sin tener que revelar nada. Así que incumplió el plan.
– Mi padre nunca dijo una palabra -respondió Vlado, mirando a Matek a los ojos, sintiéndose como si estuviera conectado a un polígrafo-. No supe de su existencia hasta años después de que él muriera.
Matek también se había jurado tener cuidado con sus palabras. Pero él también parecía atrapado en el instante, quizás al ver su propia juventud reflejada en lo que quedaba de la de Vlado.
– Entonces debió de ser tu tío Tomislav. Es el único que me conocía de aquellos tiempos.
Matek pareció volver entonces a la posición de firmes, y Vlado sintió que había bajado la guardia momentáneamente, al dejar caer aquel nombre.
– Sí -respondió Vlado, dejándose llevar por el instinto-. Fue el tío Tomislav. Habló de usted en una carta, no mucho antes de morir. Después, cuando me hice cargo de este trabajo hace un mes, no tardé en ver su nombre en una lista. No podía estar seguro de que fuera el mismo Pero Matek. Pero cuando averigüé la edad que tenía… Bueno, todo pareció encajar.
– Debió de contarte muchas historias en esa carta, tu tío.
El tono de Matek cambió, se hizo profesional; Vlado se puso en guardia.
– Nada de historias. Sólo decía que usted y mi padre eran viejos amigos, y eso era todo. Le escribí, pidiéndole más información, porque mi padre nunca había hablado del pasado, de los años de la guerra. No era uno de esos hombres que van por ahí diciendo que se lanzaron en paracaídas en todos los valles y cuevas de Yugoslavia, luchando con los partisanos. Pero cuando llegó mi carta, Tomislav había muerto. Mi tía me contestó. Y no se acordaba de gran cosa.
– Pero si Tomislav se estaba muriendo, seguro que debió de decirte algo más que mi nombre.
Matek sirvió más vino, y a Vlado se le ocurrió de pronto que era como un viejo verde que intentaba emborrachar a su joven cita. En el exterior, un tractor se puso en marcha penosamente, con el resoplido del motor diésel golpeando como un martillo neumático.
– No -dijo Vlado-. Nada.
Matek asintió con la cabeza, pues no quería dejar traslucir ninguna sensación de alivio. Vlado decidió que aquél era un buen momento para pasar a los negocios, pero no pudo resistirse al pie que Matek acababa de ofrecerle.
– Lo cierto es que esperaba que usted pudiera rellenar todos esos espacios en blanco que mi padre dejó al morir. Que me dijera cómo era entonces. Ya sabe usted lo callado que era. Apenas me contó nada.
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