Dan Fesperman - El barco de los grandes pesares

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Vlado Petric, un ex policía en el Sarajevo desgarrado por la guerra, tiene que dejar su tierra para reunirse con su esposa y su hija en Alemania, donde se gana modestamente el sustento como trabajador de la construcción en las obras del nuevo Berlín.
Una tarde, al volver a casa después de la jornada laboral, un enigmático investigador estadounidense le está esperando en el pequeño apartamento familiar. El investigador, Calvin Pine, enviado por el Tribunal Internacional para Crímenes de Guerra en la ex Yugoslavia, solicita a Petric que viaje a La Haya. Petric acepta sin titubear cuando Pine le dice que están siguiendo a un pez gordo: uno de los hombres a los que consideran responsables de la terrible matanza de Srebrenica.
Lo que Petric no sabe es que lo están utilizando como cebo para descubrir a un asesino de la generación anterior, un hombre cuyas actividades en la Segunda Guerra Mundial hacen que los asesinos de ésta parezcan aficionados.

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– Entendido.

Osman era un borracho, pero no era un imbécil, y hasta entonces siempre había tenido la boca cerrada.

– Quiero saber de ti antes de que termine el día. A las seis como muy tarde, y antes de que vuelvas a beber algo. Si lo haces bien, tendrás pagada la cuenta del bar para una semana.

– Sí, señor.

Matek no necesitó añadir que sus instrucciones eran una orden. Las órdenes eran su única manera de tratar con la gente, pues era bien conocido que a menudo a la desobediencia le seguían de cerca accidentes terribles.

Osman no perdió tiempo. El personal del Hotel Orijent era siempre un blanco fácil, y unas cuantas llamadas telefónicas hicieron el resto. A las cinco de la tarde estaba sediento y de nuevo al teléfono.

Matek acababa de volver de otro paseo cuando recibió la llamada. No había trabajado mucho, había estado demasiado inquieto. En esa ocasión fue directamente por el camino de las cabras hasta la cima, motivado por los acontecimientos del día a echar un vistazo a un lugar que no visitaba desde hacía años.

Azudin apareció en la puerta principal, sin aliento.

– El teléfono, señor.

Seguía sonando.

– ¡Pues contesta, imbécil!

– Pensaba que como ya había vuelto… Sí, señor.

Desapareció en el vestíbulo mientras Matek se sacudía el barro de las botas, recordando su primer paseo hasta la colina tiempo atrás, una noche de verano con luciérnagas y el ladrido lejano de los perros de las granjas. Era 1961. La casa sólo tenía una planta entonces, y había hecho el recorrido de casi dos kilómetros en plena noche, descalzo en medio del rocío y un poco borracho, la serenata de los grillos al raspar la hierba alta con sus pantalones. Entonces el paseo le había resultado fácil, incluso para alguien lo bastante idiota para atravesar una colina pedregosa sin zapatos. Había bebido mucho solo en aquellos tiempos, había pasado demasiado tiempo revisando sus papeles y sus pasaportes, preguntándose dónde esconderlo todo, sabiendo que eran una especie de dinamita pero también una especie de seguro, incluso un plan de jubilación. Había resuelto el asunto subiendo a la colina con una pala en una mano y una caja en la otra, y dentro de la caja había una bolsa de cuero engrasado. Ahora el cuero estaba probablemente mohoso y tieso; puede que lo supiera con certeza muy pronto, dependiendo de lo que Osman tuviera que decirle.

Llegó a su despacho, gritando por el vestíbulo a Azudin:

– Cogeré la llamada aquí dentro. Vete a casa temprano. Me ocuparé de los cabos que queden sueltos.

Levantó el auricular, escuchó con atención durante unos instantes, habló poco. La noticia era inesperada, pero trató de no revelar su conmoción a Osman. No tenía sentido que el borracho del pueblo supiera que estaba afectado, o no tardaría en saberlo todo el mundo. Así que mantuvo la voz firme, pero al colgar, Matek se dio cuenta de que le temblaban las manos. En parte era por la cólera, en parte también por el miedo, miedo a lo desconocido. Porque por primera vez en más años de los que Matek podía recordar, su futuro era incierto, y esta vez no funcionaría ninguno de los remedios habituales. Se imponían medidas extraordinarias. ¿Pero cuáles? En este punto zozobró, de nuevo inseguro, hasta que cayó en la cuenta de que la respuesta podía estar tan cerca como otro paseo hasta la colina, de vuelta a aquel lugar donde había enterrado un jirón íntimo de su vida. Si el camino hacia el futuro se bloqueaba, caviló, ¿quién iba a decir que no se podía huir hacia el pasado? Después de librarse de unos pocos impedimentos, desde luego. Pero esa parte sería la más fácil. Esa clase de asunto siempre lo había sido.

12

En otra ladera, a unos trescientos kilómetros hacia el este, otro ex soldado respondía a una llamada telefónica. Era general, serbio, y estaba en un búnker. Él también acababa de salir a dar un paseo, y se disponía a dar otro. Reconoció en el acto a su interlocutor, que hablaba bosnio acentuado con un tono de conspiración habitual. Aquella vez, al menos, el tono estaba justificado.

Andric contestó en voz baja. Siempre tenía una ventana abierta, y nunca se sabía si había algún centinela cerca. Un hombre aburrido puede ser un peligroso escucha.

– Comienza mañana -dijo el interlocutor.

– Y esta vez va en serio.

– Sí. Y será temprano.

– ¿A qué hora?

– A las seis. Tal vez a las seis treinta. Más o menos una hora antes de la salida del sol. ¿Sigues teniendo tus planos?

– Desde luego. ¿Y tú estás seguro del camino?

– Sí. Pero evita el pueblo. Nada de polvos de despedida con la camarera. Ni siquiera esta noche. Y no te muevas demasiado pronto. Tienen que estar prácticamente en tu puerta. Es arriesgado, lo sé, pero tranquilo.

– No soy de ésos.

El interlocutor se rió ligeramente.

– Esperemos que sea así.

– ¿Estás seguro de la hora?

– Más que seguro. Si hay algún cambio se te notificará. Pero no olvides nuestras condiciones. Ni nuestro calendario.

– Tal como se habló. Pero podría haber retrasos. No es un trabajo al que esté acostumbrado.

– Entendido. Pero he dejado un margen amplio. Y recuerda el nombre del lugar, desde luego.

– Desde luego.

Los dos sabían que no debían pronunciar nombres, al menos mientras existiera la posibilidad de que otros interceptasen o escuchasen su conversación.

– Bien. Mientras sepa dónde encontrarte, ninguno de los dos debe tener problemas. Buena suerte.

– Sí. Para los dos.

Colgaron sin decir una palabra más. Andric miró por la ventana. El centinela estaba a seis metros, sentado en un tonel, exhalando aros de humo y leyendo una revista pornográfica. El pobre e imbécil desgraciado tenía que haberse quedado en el ejército, pero Andric pagó a tiempo, y con divisas fuertes. Tampoco es que obtuviera gran cosa a cambio de su dinero. Qué derroche de tiempo y de dinero había sido todo aquello, tres años de sueldos para aquellos muchachos ignorantes que sólo hablaban de deportes, mujeres y alcohol. No quedaba ninguna otra cosa de la que hablar en aquella tierra arruinada que sólo producía cigarrillos, pan y cualquier cosa que se pudiera criar con las manos.

Miró en su armario por la que debía de ser la vigésima vez aquella semana. Todo estaba en orden. La pequeña mochila con una muda. Una brújula. Una cantimplora llena. Cuchillo. Linterna. Pistola con funda, cargada, además de una caja de balas adicionales. No creía que fuera a necesitarla mañana, pero mataría si no tenía más remedio. Entonces, o en cualquier otro momento en los días siguientes. Había dos mapas, uno de su país y uno de otro país. Por último, el objeto más valioso de todos, la pequeña bolsa con el pasaporte y los visados, además del paquete de información privilegiada cuya obtención había estado a punto de costarle el puesto, y dentro de ella una llave pequeña, como la que hace mucho tiempo habría servido para abrir una puerta. Tal vez demostrase por fin su valor.

La bolsa tenía barro todavía, algunos restos en los bordes. La había desenterrado hacía una semana, al tener la primera noticia de posibles problemas, caminando con dificultad entre los ciruelos y saltando por encima de la valla de rieles, bajando por el sendero y pasando el tocón, cerca del campo donde, hacía años, el viejo Jelisic cultivaba sus calabazas. A medio metro de profundidad, pero tal como la había dejado. Ahora vería hasta dónde podía llevarlo, hasta qué punto había sido buena la palabra de aquel hombre, hacía tantos años.

Había un montón de prendas viejas en el piso del armario. También formaban parte del plan. Debajo de ellas había una manilla que abría una pequeña trampilla. La puerta se abría a un pozo, con travesaños en forma de escalera en una pared, que descendía cinco metros hasta un túnel, un antiguo camino de los más oscuros tiempos de la paranoia de Tito, cuando se aprestaba a repeler una invasión del Ejército Rojo que nunca llegó.

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