Los soldados holgazaneaban alrededor del Humvee, y algunos daban patadas en el suelo para combatir el frío. Pine se dirigió a un teniente norteamericano alto que llevaba el nombre de Hundley en el uniforme.
– Hay un cambio de planes -comenzó a decir Pine en tono optimista, y explicó que quería una escolta para subir a la montaña.
El oficial pensó lo que le decía.
– Lo que me está diciendo es que la operación ha sido un fracaso. Lo cual significa que nosotros nos retiramos. Nuestras órdenes eran sólo para la ciudad. Nadie dijo nada de subir por una carretera de montaña que no hemos reconocido. Podía seguir estando minada por lo que yo sé.
– Este hombre subió allí ayer mismo -dijo Pine, señalando con la cabeza hacia Vlado-. Él solo. Así que no está minada. Sólo hay un guardia en la puerta. Tal vez dos más en el interior, más un sospechoso de setenta y cinco años. Ahí tiene su reconocimiento.
– Lo siento, señor -dijo el teniente, sin cambiar de entonación-. No vamos a ir. Pero puede usted hablar con mi coronel -ofreció a Pine un auricular de radio.
– Me diría más de lo mismo, ¿no es así?
– No puedo hablar por mi coronel, señor. Pero supongo que así sería. A menos que ofrezca dejarle hablar con su oficial al mando.
– Podría pasarme todo el día ascendiendo por la cadena de mando. ¿Cree que cuando se ponga el sol podría haber llegado al Despacho Oval?
Aquello arrancó por fin una sonrisa de Hundley, pero nada más.
– Sí. Ya sé -dijo Pine-. Sólo cumplen órdenes. Que tenga un buen día, teniente.
– Que así sea, señor -dijo el oficial de forma inexpresiva-. Nos retiramos, muchachos.
Y con un estruendo de motores y un remolino invernal de polvo, los soldados desaparecieron, dejando varados a Pine y Vlado en el bordillo como anfitriones de una cena frustrada.
Después de cuatro tazas de café del Skorpio, Vlado estaba irritado y con los nervios a flor de piel. Casi estaba por montar en el Volvo blanco y subir a la colina para averiguar por sí mismo qué había ocurrido. Puede que Matek los estuviera poniendo a prueba, haciéndose el interesante. Pero lo dudaba.
– Lo que necesitamos es apoyo -dijo Pine-, al menos lo suficiente para ir a echar un vistazo. ¿No dijo Benny que estaría en Vitez?
– Durante el resto de la semana.
– Entonces vale la pena intentarlo. Está a sólo treinta kilómetros. Y si alguien disfruta metiéndose con quien ha huido de la SFOR, ése es Benny.
Pine marcó un número y esperó.
– ¿Benny? Calvin Pine. Acaba de pasarnos una gran cagada, y si andas cerca de Travnik desde luego que nos vendría bien un poco de ayuda. ¿Sí? Perfecto.
Pine le puso al corriente de los hechos de la mañana, y Vlado pudo oír prácticamente cada palabra de la obligada diatriba de Benny sobre la impotencia de la SFOR. Tenía que terminar una entrevista y después se reuniría con ellos en el hotel al cabo de una hora.
– Es el único que tiene huevos para algo así -dijo Pine.
La otra ventaja de Benny era que solía llevar pistola. Aquello iba en contra de la política del Tribunal -la 45 prestada de Pine había sido aprobada sólo para la detención y ya había sido devuelta a la SFOR-, pero todos los que estaban por debajo de Spratt en La Haya sabían que el intérprete local de Benny guardaba una pistola Beretta para él, escondida en su sótano.
– ¿Crees que es suficiente con un arma? -preguntó Vlado.
Para él la operación estaba degenerando de chapucera a descabellada.
– No vamos a tomar por asalto la casa. Sólo quiero un pico en la puerta principal.
– Nos verá mientras nos acercamos.
– Por eso quiero que esté allí Benny. Tiene mentalidad de policía callejero de Brooklyn.
– Del Bronx.
– Lo que sea. Podemos enterarnos de qué terreno pisamos, ver si Matek recibe visitas. Puede que hasta tengamos suerte y nos tropecemos con él mientras baja por la colina.
– Si es que sigue por allí.
– Sí. -Pine frunció el ceño-. También existe esa posibilidad.
Benny llegó tan impaciente y exaltado como cuando estaba en su escritorio, lo que hizo recelar a Vlado. Nervioso todavía por la cafeína, se imaginó que subían disparados por la montaña para encontrarse con una falange de guardaespaldas con órdenes de disparar contra cualquier vehículo de la Unión Europea. Una pistola no sería gran cosa contra unos cuantos Kalashnikov.
– ¿La has usado alguna vez? -preguntó Vlado.
– Sólo una. La esgrimí en un asqueroso control hace unos años. Croatas borrachos que querían un «peaje» y tal vez mi coche. Se quedaron como una malva al instante, en cuanto vieron el cañón. Intentaron actuar como si todo hubiera sido una gran broma. Pero de eso hace años, inmediatamente después de Dayton. Lo cierto es que ahora no se necesita ir armado a menos que se vaya detrás de alguien como Andric. Que se escapó esta mañana, por cierto. Lo dicen a todas horas por la radio. Pero supongo que vosotros ya lo sabíais, ¿eh?
Pine asintió con la cabeza.
– ¿Así que en realidad era un dos por uno, entonces?
– Pero ahora es un cero por dos. A no ser que tengamos suerte.
– Franceses de mierda. -Benny negó con la cabeza-. Me pregunto quién se habrá ido de la lengua en este caso. ¿Leblanc, tal vez? Nunca pensé que este trato saldría bien desde el momento en que supe de su existencia.
– No tenías por qué saber nada en absoluto.
– Los nombres circulaban el día antes de que apareciera Vlado.
– Estupendo.
– ¿Qué esperas cuando dejas que sean Harkness y Leblanc quienes lleven las riendas? El que con perros se acuesta, con pulgas se levanta.
Pine explicó el tinglado que los esperaba en la montaña. Acordaron pecar de cautelosos, jurando dar marcha atrás a la primera señal de recibimiento hostil.
A Vlado el viaje le pareció más largo que la víspera, pero como conducía Pine, podía contemplar la vista que tenía ante sí. Vieron por primera vez la casa unos quince minutos después de la desviación. Benny sacó unos pequeños prismáticos.
– Tomad. Que alguien más eche un vistazo. A mí me parece tranquilo, pero nunca he estado allí.
Vlado enfocó la gran ventana de la planta alta en la parte posterior, que dominaba la montaña desde el dormitorio de Matek. Debajo estaba su despacho. Las cortinas estaban corridas en las dos.
– O no nos espera o no le importa -dijo Vlado, sin saber con certeza si sentirse aliviado o decepcionado.
El lugar parecía muerto. Ni siquiera las cabras estaban fuera.
Se asomaron lentamente por la última curva y redujeron la velocidad hasta acercarse a la caseta del guarda. Había una puerta abierta en un costado. La barrera que atravesaba el camino de entrada estaba levantada, y un BMW cubierto de polvo estaba estacionado en el arcén. En la caseta del guarda, alguien se puso de pie. Benny sacó la Beretta de la funda colgada del hombro.
– ¿Lo conoces?
Vlado vio el reflejo del sol en las gafas. No parecía que aquel hombre estuviera armado.
– Sí. Es Azudin. Su ayudante.
Azudin salió, entrecerrando los ojos al recibir la pálida luz del sol. Parecía indefenso, fuera de lugar. Ni siquiera llevaba puesto un abrigo.
– Está bien -dijo Vlado-. Éste no muerde.
– Todos muerden -dijo Benny.
– Y algo va mal cuando está de guardia. Los otros deben de haberse ido.
Azudin se acercó vacilante al coche mientras Vlado bajaba el cristal de la ventanilla.
– Se ha ido -dijo Azudin, con el lastimero balido de un cordero perdido.
Vlado tradujo para Pine, que apagó el motor. Los tres descendieron del vehículo mientras Azudin permanecía al borde del camino, sin apenas prestar atención, como si estuviera pensando en qué iba a hacer después.
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