Se sintió acosado por la extraña sensación de que su historia personal se había alterado de improviso a modo de castigo por sus crímenes recientes, como si Pine fuera un mensajero cósmico que ahora desaparecería en el éter, junto con la misión y el Tribunal entero. Descender a aquel viejo búnker de Berlín le había hecho deslizarse a un lugar ignoto donde se saldan las cuentas pendientes y la justicia es absoluta.
El radiador colocado debajo de la ventana se puso en marcha con un silbido, y Vlado dio un salto, asustado. Volvió a abrir la carpeta, tocando los papeles como si de algún modo pudieran ser falsos, una falsificación. El policía que llevaba dentro pedía a gritos detalles, hechos, testigos. Pasó la mano derecha por el cubrecama calado y miró por la ventana, hacia un cielo azul en el que el sol brillaba y las colinas verdes seelevaban a lo lejos.
Todo era real, de acuerdo. Se acabaron sus preocupaciones por Popovic. Aquél era el gran secreto que le habían ocultado, su palanca para obligar a Matek a salir al descubierto. Contratar al hijo del antiguo camarada de aquel hombre, y después añadir una concesión de remoción de minas por si acaso. En el supuesto de que aquello fuera de verdad una parte de la operación. Tal vez lo único que tuvieran fuera la conexión familiar. Habían encontrado su nombre en un archivo y habían dado gracias al cielo por que estuviera disponible, aquel paria de Berlín que tanto deseaba volver a su país. Y encima, detective.
Recordó después su conversación con Pine sólo dos días atrás. Había hablado profusamente de la bondad y honestidad fundamentales de su padre mientras Pine se limitaba asentir con la cabeza, el estadounidense sonriente, dejándole que hablara sin parar como un imbécil. Y con aquel pensamiento su pánico se transformó rápidamente en cólera a punto de estallar, contra Pine, el Tribunal, cualquiera que estuviese a mano.
Se puso de pie respirando entrecortadamente, a punto de explotar, con ganas de hacer añicos una pared, de golpear un rostro. Bajaría los escalones de dos en dos, buscaría a Pine en el bar del hotel y caería sobre él como un depredador. Le golpearía la cabeza contra la mesa hasta que los dientes que exhibía su sonrisa rodaran por el suelo.
Sólo dio un paso hacia la puerta, luego se detuvo, se dio la vuelta, impulsado por una emoción más profunda y sin nombre contra la que sabía que no podía luchar. Se dirigió a la ventana y miró hacia el horizonte y las montañas que tan bien conocía. Allá estaba su padre, enterrado, muy lejos y sin tener que rendir cuentas ante nadie, mudo ante aquellas monstruosas acusaciones.
Vlado levantó el puño derecho, como un martillo, después gritó, un rugido sofocado que terminó con un golpe en el cristal coloreado de marrón. Se oyó un crujido sordo, la habitación entera pareció temblar, y de pronto la ventana apareció sombreada por mil minúsculas grietas, que irradiaban como las cuadrículas de un mapa a partir del punto de impacto. Igual que en la guerra, pensó, observando con una extraña fascinación, cuando todas las ventanas habían quedado hechas añicos y habían desaparecido, cubiertas por plásticos. Y por un instante extraño e inquietante se vio transportado de nuevo al asedio, solo en una habitación individual, separado de su esposa y su hija, con el fuego de artillería por única compañía.
Una vez apagada la detonación de su ira, ahora comenzaba la implosión. ¿Cómo podía haber dejado que su padre lo engañara durante todos aquellos años?, se preguntó. ¿No habría habido alguna señal, algún momento revelador? Pensó en todos los degolladores o asesinos a los que había detenido, y en la certeza sobrada con la que se había acercado a ellos, creyendo a veces que de verdad podía ver la culpabilidad en sus ojos. Pensó que incluso había detectado aquella cualidad en Haris. Pero en el más culpable de todos se le había pasado por alto.
Trató de encontrar un recuerdo de su padre, el hombre tranquilo que siempre parecía tan racional. Cuando era un niño, Vlado acudía todos los días al taller, para acompañar a su padre de regreso a casa para cenar. Recordaba las chispas que saltaban de un molinillo, el zumbido de los motores y las correas girando, el olor a aceite caliente, y su padre, una presencia sólida y tranquila, abstraído en su trabajo. Infundía respeto; era evidente en la manera en que los demás se dirigían a él, lo respetaban, y se notaba su orgullo callado. Aquellos momentos le habían dicho a Vlado mucho más que su padre, y habían permanecido como su juicio definitivo sobre los valores básicos y el sentido común de su padre. Hábil con las manos, le había dicho todo el mundo. Pero ahora aquella frase se había distorsionado y convertido en algo terrible por obra de aquel nuevo conocimiento.
Se sentó en la cama, acabado, observando el horizonte oscurecerse a través del cristal agrietado. Se sentía como si acabara de correr quince kilómetros. Se apoyó en la espalda, dobló los brazos sobre el estómago, en actitud de espera. Cerró los ojos. Estaban secos, pero tan doloridos como si hubiera estado sollozando toda la tarde. Mientras escuchaba los sonidos cotidianos del tráfico que subían desde la calle, sintió que un aturdimiento de privación descendía como una pesada manta, y se dejó llevar a una agitada antesala del sueño, en busca de cualquier refugio que estuviera disponible.
Soñó. Nada coherente al principio. Sólo rostros y lugares de su pasado. Amigos a los que no había visto desde hacía años, cruzando la ciudad. Y ahora está entre la muchedumbre con ellos, caminando con paso firme para asistir a un partido de fútbol, un partido que debió de ver de verdad hace mucho tiempo, porque ya conoce el resultado, y se lo oculta a los demás. Conoce el final de cada jugada desde que comienza a desarrollarse. El campo es de color verde esmeralda, una superficie emocionante a la que afluyen camisetas rojas y verdes, cada jugador ocupa su puesto, la excitación sube en su garganta mientras grita. El balón suena al pasar del pie a la cabeza con el toque elástico del cuero, la multitud se levanta, de modo que por un instante no puede ver el campo; nada ante sus ojos salvo un abrigo de lana y el sombrero de alguien, el olor a sus cigarrillos y su cerveza barata. Ahora es un niño, demasiado pequeño para ver por encima de nadie, y sus amigos han desaparecido, pero unas manos fuertes y hábiles lo agarran desde atrás por debajo de las axilas, lo levantan, lo llevan a la luz del sol. Es su padre, lo sabe, aunque no puede verle la cara, no quiere mirar. Aterriza fácilmente en los anchos hombros, ahora mira hacia abajo y todos los sombreros y las cabezas calvas flotan en ese mar de excitación.
– Mira, Vlado. ¡Mira!
Es la voz de su padre, años más joven que la última vez que lo recuerda, excitado, llamando su atención de nuevo hacia el juego.
– ¡Vamos a ganar!
Vlado vuelve la mirada hacia el campo y ve a más de un centenar de personas con pañuelos y harapos oscuros, largos abrigos, gorras de lana con visera. Es un ejército de campesinos, todos vueltos hacia el extremo opuesto del estadio. Guiando a la muchedumbre hay soldados tocados con cascos y vestidos con uniformes grises, hombres que portan largos fusiles con bayonetas que relucen a la luz del sol. Y allí delante, dándoles órdenes apresuradas, moviendo los brazos con vigor, está su padre, cuyo rostro es ahora claramente visible. Parece impaciente, grita órdenes que Vlado no puede oír entre el barullo de la multitud.
La gente se mueve hacia la portería de la parte opuesta, apiñándose cerca de los postes blancos y la red amarilla, donde ahora la cabecera del cortejo desciende hacia la tierra, en una gran abertura marrón de suelo removido, marcado en los bordes con cruces y medias lunas, e incluso desde su posición privilegiada en la tribuna Vlado nota el frío y la humedad de esa abertura, como si la tierra exhalara desde las profundidades bajo la superficie.
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