– Eso es muy cierto. Pero ya no soy policía. Ahora trabajo para un organismo internacional. Nada importante.
– Ya, y no puedes hablar de ello. Mejor así. Y también impresiona más. Tal vez puedas limpiar este lugar.
– No es eso -dijo Vlado, dándose cuenta de que estaba adoptando un tono más misterioso de lo conveniente-. Sólo trabajo como ayudante. Nada del otro mundo. ¿Sigue la ciudad llena de mafiosos?
– Igual que durante la guerra. La única diferencia es que no se los ve tanto porque ahora no pueden ir por ahí con sus armas. Perdieron su tapadera cuando cesaron los combates. Ahora sólo se los puede distinguir por los teléfonos móviles, y hasta eso es cada vez más difícil, porque ahora parece que todo el mundo tiene un teléfono.
– Pero las cosas parecen estar bien. O por lo menos mucho mejor.
Marko se encogió de hombros.
– Supongo que sí. Puede que no me haya dado cuenta porque los cambios han sido muy graduales. O porque nunca he entrado en las nuevas tiendas. Versace. Benetton. Hasta van a poner un McDonalds's. ¿Pero quién puede permitírselo? Si no tienes dinero de la mafia, o no trabajas para los organismos internacionales, lo más probable es que no dispongas de divisas fuertes. Y son los organismos internacionales los que lo dirigen todo.
– Eso he oído.
– Es mejor así, créeme. Lo único que haría nuestra gente sería joderlo todo y empezar otra guerra. El nuevo Parlamento ni siquiera ha podido ponerse de acuerdo en la bandera, ni en las placas de matrícula de los vehículos. Telefonear a Banja Luka es llamada internacional, sólo porque una panda de serbios imbéciles no son capaces de aceptar que ya no forman parte de Serbia. ¿Pero de verdad necesitamos aquí a catorce mil extranjeros?
– ¿Tantos?
– Tal vez más. Son los únicos que pagan auténticos salarios, pero aun así sólo se puede ser intérprete o conductor. No piden muchos ingenieros. Los contratistas de fuera suelen traerse a los suyos. ¿Y tú? ¿Un organismo de ayuda, has dicho?
Vlado recordó su tapadera y decidió que lo mejor era comenzar a utilizarla. Se preguntó si Marko andaba a la caza de un trabajo, apremiándolo en cierto modo, pero no era algo de lo que le culpase. En ese sentido, la guerra no había terminado todavía.
– La Unión Europea -dijo tímidamente-. Subvenciones y programas en los que estoy implicado. En su mayor parte de remoción de minas.
– No tienes por qué avergonzarte -dijo Marko riendo-. No siempre se puede elegir. Impresionante, de hecho. ¿Y crees que tu familia podría volver?
– No lo sé. Ya veremos.
Marco asintió con la cabeza.
– Lo entiendo. Créeme, si mi familia estuviera en Alemania, me quedaría hasta que los alemanes me echaran a patadas. Bueno, me alegro de verte. Pero tráelas al menos de visita.
Pobre Marco, pensó Vlado. Y de pronto no le pareció tan malo estar varado en Berlín. Puede que las cosas se vieran de otro modo en el campo.
Una calle más adelante decidió hacer un alto para tomar un café. Llevaba en el bolsillo algunos marcos y un poco de dinero local, cortesía del Tribunal, y sintió deseos de darse el gusto antes de volver a reunirse con Pine. Había un café nuevo en las proximidades, y miró a través de los enormes ventanales para inspeccionar el escenario. Advirtió la presencia de un rostro familiar.
Aquello le alteró más de lo que le habría gustado. Era Amira Hodzic. Sin ella nunca habría escapado de Sarajevo, probablemente estaría enterrado en algún lugar del campo de fútbol con todas las demás bajas, incluido en las listas de víctimas de los francotiradores pero en realidad liquidado por las mafias. El papel de Amira no había entrañado mucho riesgo, pero le había proporcionado refugio durante el tiempo suficiente para preparar su huida definitiva, después de ser perseguido a través de media ciudad. Amira y sus dos hijos de corta edad lo habían cuidado como a un miembro más de la familia, aunque él apenas los conocía. Ella ejercía la prostitución por aquel entonces, las privaciones la habían obligado a trabajar. Con el marido muerto en algún frente del este, ella y sus hijos se habían visto arrastrados a la ciudad junto a decenas de miles de personas de los valles circundantes.
Vlado recurrió a ella cuando no tenía ningún otro lugar a donde ir, y tal como lo recordaba ahora parecía que la había buscado tanto por su calor y su temple como por saber que sería un buen refugio.
En el café estaba hablando con alguien que estaba sentado a su mesa, profundamente interesado. A juzgar por el aspecto de sus ropas y su maquillaje, era una de las afortunadas.
Como si hubiera percibido su presencia a través de los cristales, Amira miró de pronto hacia donde él estaba. Su primera reacción fue de asombro, y después exhibió una lenta pero amplia sonrisa y un brillo en sus ojos que más bien parecían lágrimas.
Ahora no le quedaba más remedio que saludarla, un pensamiento más agradable de lo que estaba dispuesto a admitir. Mientras entraba, el acompañante de Amira se volvió, y durante un fugaz instante de pánico Vlado tuvo la certeza de que era Calvin Pine.
Pero no, el hombre era otro extranjero. Un europeo, quizás un estadounidense. Amira pronunció unas apresuradas palabras de presentación en inglés y el hombre se levantó para saludar y se quedó de pie junto a la mesa como si no supiera muy bien qué decir, con aspecto de estar tan turbado como Vlado. Se llamaba Henrik, y tuvo la presencia de ánimo necesaria para entender que aquel encuentro merecía unos momentos de intimidad, o al menos todo lo que fuera posible ofrecer en un café abarrotado.
– Siéntate con nosotros. -El acento era alemán-. Iré a buscar a una camarera, porque si no puedes estar esperando una hora. El servicio es notoriamente lento.
A Vlado le impresionó la manera que tuvo Henrik de manejar la situación, poniendo las cosas más fáciles de lo podrían haber sido. Pero ¿por qué tenía que ser incómodo aquello, cuando nada había sucedido entre él y Amira?
Se acordó del calor de su apartamento, caldeado por una estufa de leña en un edificio que, de lo contrario, habría sido tan frío como una losa de granito. Recordó los rostros de sus dos hijos pequeños mirándolo mientras se bañaba y se secaba con una toalla, y después mientras se comía una naranja, su primera fruta fresca desde hacía meses.
Amira también se había puesto de pie. Tendió su mano hacia Vlado inclinándose sobre la mesa, pero con cierta reserva. Y no sólo por culpa de su amigo Henrik, le pareció.
Vlado se sentó en una silla, sin saber por dónde empezar.
– ¿Cómo es que él y tú…?
– Soy intérprete. De la Cruz Roja. Y a veces, cuando no me necesitan, de otra gente. Una vez hice un trabajo para Henrik. Es ayudante del Alto Comisionado. Parece que los únicos para los que trabajo en estos tiempos son los extranjeros. Así que sigo prostituyéndome, como puedes ver. -Sonrió, pero Vlado hizo una mueca, ruborizándose ligeramente y fijó su mirada en la mesa. Ella le tocó la mano-. Por favor, no te dé apuro. Pero es que a veces me siento así.
Vlado confió en que por el bien de Henrik se estuviera refiriendo a su trabajo, no a su relación con el alemán. Ella se ruborizó, como si se diera cuenta del sentido que podía darse a aquel comentario.
– Me refiero a mi trabajo, por supuesto. Vendes tu habilidad con el idioma al resto del mundo y eso es lo único que quieren. No tus ideas ni cualquier opinión acerca de si están haciendo bien las cosas. Henrik fue el único que me preguntó por algo de eso. El único. Lo único que quieren los demás es alguien que hable por ellos, aunque últimamente han comenzado a dejarme hacer algo más. Creo que se han dado cuenta de que no voy a bloquear sus ordenadores si entro en el sistema de vez en cuando. Y es un medio de vida, con montones de divisas fuertes, que es más de lo que se puede decir de casi todos los demás.
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