Vlado rompió el silencio con una pregunta.
– Háblame de esa operación. ¿En qué se parece a otras que has realizado?
– ¿A qué te refieres?
– En cuanto a organización, preparación. -Hizo una pausa-. Es que ésta parece un poco…
– ¿Chapucera?
– Sí, chapucera -dijo Vlado con una sonrisa.
Pudo percibir incluso lo divertida que sonaba aquella palabra al pronunciarla con su cuidadoso acento.
– Porque lo es. No había oído hablar de Matek hasta el martes pasado. No había oído hablar de ti hasta la víspera de mi llegada a Berlín. Spratt me llamó y me dijo: ve a buscar a ese tío, lo necesitamos.
– Eso es algo que sigo sin entender.
– Oh, todo tiene algún sentido, supongo, si se piensa que en nuestros dos primeros años lo único que conseguimos fue sentar a un serbio en el banquillo y tener a dos en espera. Si no puedes obtener mejores resultados, lo mejor es dejarlo. En los últimos tiempos el ritmo se ha avivado, pero sigue sin haber exactamente lo que se llamaría una sobrecarga de trabajo en lo que a la sala de vistas se refiere. Así que cogemos cuanto podemos, sobre todo si se trata de un pez tan gordo como Andric, sin importar quién organiza el trato ni cómo lo ofrece.
Lo cual significaba Harkness y Leblanc, supuso Vlado, y eso le inquietó al recordar los comentarios de despedida de Harkness la noche anterior.
– Y tú piensas que sus motivaciones son estrictamente diplomáticas. Ojo por ojo y diente por diente. Que los dos bandos enfrentados sigan siendo felices al tiempo que se muestra que Occidente significa negocios.
– Algo así. Pero con tipos como ellos nunca se sabe con certeza.
– ¿Qué quieres decir con eso de «con tipos como ellos»?
– Ya los conoces. ¿Qué te parecieron? ¿Te dio la impresión de que pueden actuar siguiendo otras agendas de las que no nos han hablado?
– Eso como mínimo.
Quería decir algo más, pero le preocupaban demasiado las consecuencias que pudiera tener. Lo último que deseaba era otra conversación sobre Popovic.
– Y ahí entramos nosotros. Ellos tienen sus agendas, por la razón que sea, y nosotros las nuestras. Y esta vez, al menos, nuestros intereses coinciden. Así que si tenemos que ir un poco más rápido de lo que nos habría gustado, la parte chapucera del asunto, al menos conseguimos lo que queremos. Eso es al menos lo que Contreras aduciría.
– ¿Tú no?
– No sabría decir. Me cuido muy mucho de las intromisiones de la parte política. Tanto si se trata de una investigación federal sobre narcóticos como de enviar a cien soldados franceses a arrestar a Andric.
– ¿Son ésos los que van a utilizar?
Pine se volvió en su asiento y miró a su alrededor para asegurarse de que nadie le escuchaba.
– Eso he oído. Está en el bosque, cerca de alguna ciudad de vacas en el este. Y si atrapar a un viejo chocho al que Estados Unidos ayudó a repatriar es el precio que debemos pagar para que los franceses hagan salir a Andric de su escondrijo, bien está. Cuanto más te centres en eso, mejor te sentirás con lo que estás haciendo.
Pine hablaba con verdadera convicción. Parecía creer en la misión del Tribunal. Lo mismo podía decirse de casi todos los que Vlado había conocido en La Haya.
– Te gusta este trabajo, ¿verdad?
– Es mejor que lo que hacía antes.
– ¿Fiscal federal?
– Ayudante de la Fiscalía de Estados Unidos para el distrito de Maryland. Narcóticos, más que nada. A veces parecía que encerrábamos a la mitad de los institutos de secundaria de Baltimore.
– Baltimore. Conozco Baltimore. Homicidio. La serie de televisión. La veíamos en Sarajevo. Doblada, por supuesto.
Pine se rió. Le agradaba la idea de que los bosnios viesen por primera vez Baltimore en una serie de televisión que trataba de asesinatos.
– Tal vez deberían filmar una serie en Sarajevo -dijo Pine-. Se podía titular Genocidio.
Ahora le tocó a Vlado el turno de reír.
– ¿Y qué te hizo dejarlo y venirte aquí?
– Estaba quemado -dijo Pine tras encogerse de hombros-. La política de despacho. Algunas otras cosas de las que no vale la pena hablar. Puede que sólo buscara una clase mejor de delincuentes, un poco más adultos, un poco más conscientes de lo que estaban haciendo. Parecía una buena forma de recuperar mi sentido de la misión.
– Un extraño remedio para el agotamiento.
– Si tú lo dices -dijo Pine sonriendo-. Pero he aprendido mucho. Quiero decir, mira esto. -Señaló con la cabeza hacia la ventanilla-. Los europeos no se dan cuenta de lo pequeño y apretujado que le parece todo a un americano. Ni siquiera en plenos Alpes puedes recorrer más de dos o tres kilómetros sin tropezarte con una Gasthaus y un autobús lleno de turistas japoneses. No es de extrañar que a los alemanes les guste ir de vacaciones a Texas. Todo aquel gran espacio abierto.
Pero Vlado no pudo menos de preguntarse por la contrapartida que Pine había tenido que ofrecer. A su modo de ver, el mal de aquí era igual que el mal de allí. Sólo las motivaciones eran distintas. En los Estados Unidos te mataban por el dinero, por el coche, tal vez por tu aspecto. Aquí, por el sonido de tu nombre, la iglesia a la que acudía tu padre, los pecados de tu abuelo. Y a veces, en ambos lugares, te mataban simplemente porque no tenían nada mejor que hacer, sólo por el aburrimiento sombrío de una vida endurecida y sin esperanzas en mitad de ninguna parte. Así que se veían arrastrados con facilidad a momentos de pasión colectiva, vecinos que se alzaban haciendo causa común contra una sola familia o contra una aldea entera. La llamada a las armas podía ser seductora. Una vez que la guerra estaba en marcha, pocos se molestaban en preguntar quién había comenzado, ni por qué.
Una hora más tarde su avión dejaba atrás los Alpes nevados y comenzaba la aproximación al espacio aéreo bosnio.
– No queda mucho ya -dijo Pine, y Vlado se inclinó para ver mejor-. Pero por Dios, ¿en qué estaría pensando? Cambiemos de asiento. ¿Cuánto tiempo hace que no estás en tu país, cinco años?
Se cambiaron torpemente, aplastándose contra los asientos de la fila de delante. Vlado se acomodó y miró las montañas de Bosnia. Había algunas espolvoreadas de nieve, pero en su mayor parte el paisaje era gris con bosques pelados. Pequeños penachos de humo salían de las chimeneas para ir a parar a valles salpicados de tejados rojos.
Media hora después el avión comenzó a descender. Hicieron la aproximación a Sarajevo desde el noroeste, los suburbios de Ilidza pasaron a toda velocidad por debajo. Desde el aire la ciudad tenía un aspecto bastante mejor que la última vez que la había visto. Las casas estaban restauradas, la gente llenaba las calles. Un destello de sol brillaba en el río, el agua fría cuyo sabor conservaba desde su último día en la ciudad.
A medida que el avión perdía altura, les dio la impresión de descender a una enorme hondonada, resguardada por las colinas, una sensación reconfortante que Vlado no experimentaba desde hacía muchísimo tiempo. Las ruedas rebotaron, el piloto desaceleró y el avión rodó por la pista hasta el pequeño aeropuerto que en otros tiempos estuvo fortificado con altos muros de sacos terreros. Ahora tenía el mismo aspecto que cualquier otra terminal de Europa oriental.
Pine se había encargado de pedir que un coche blanco de la Unión Europea los estuviese esperando en el aeropuerto como parte de su cobertura. Una mujer tenía las llaves en el mostrador de la compañía aérea, y el turismo estaba estacionado enfrente, cerca del lugar donde los centinelas de la ONU se apostaban en caso de fuego de francotiradores.
Vlado notó una vieja sensación en la boca del estómago cuando Pine abrió el maletero para guardar el equipaje. Era la primera vez que montaba en coche desde aquella noche con Haris y Huso. Era como si esperase ver el cuerpo de Popovic hecho un ovillo en el espacio vacío, todavía encerrado en su abrazo fetal con la muerte. Debió de notársele en la cara.
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