Pine escrutó la sala, quizás en busca de Janet Ecker. Aparentemente convencido de que el camino estaba despejado, dijo:
– Disculpa, pero necesito tomar algo un poco más fuerte que el vino. ¿Te interesa?
– No, gracias.
Pine se encaminó hacia la barra, dejando a Vlado aislado por un momento en el mar creciente de gente; el volumen de la conversación se había elevado hasta alcanzar un clamor. Sintió un golpecito en el hombro, y al volverse vio una cara pálida y serena de ojos castaños y brillantes.
– Usted debe de ser monsieur Petric -dijo el hombre.
– Y usted debe de ser monsieur Leblanc.
– Así que Pine ya le ha prevenido acerca de mí.
– Me temo que sí.
Leblanc era apuesto y despierto, con los ojos en constante movimiento. Hablaba con las manos, haciendo pequeños aspavientos aquí y allá, rápidos y vivos. En su indumentaria lucía toda la clase de fiorituras que sólo los franceses parecían capaces de manejar, y aunque llevaba un traje oscuro como todos los demás hombres, de alguna manera parecía estar un poco por encima de los demás. Su piel era de una palidez que revelaba que no pasaba mucho tiempo al aire libre, pero Vlado sabía que las apariencias podían ser engañosas. Cuántos de aquellos supuestos diplomáticos que habían llegado a su país durante la guerra tenían veleidades de hombres de acción, y ése parecía ser el caso de Leblanc, quien, como Vlado sabría más tarde, era aficionado a seguir de cerca la estela de las grandes ofensivas de ambos bandos, viajando en un humilde Renault azul mientras los obuses estallaban a unos cientos de metros. Evitaba los chalecos antibalas que gozaban de gran popularidad entre tantos fotógrafos y trabajadores asistenciales, y se vestía para la guerra como si en cualquier momento pudiera recibir una invitación para almorzar en París.
– Tengo un gran respeto por monsieur Pine -dijo Leblanc-. Uno de los pocos que no es tan partisano, por arriesgar un juego de palabras yugoslavo. Y en aras de la igualdad de trato, confío en que al menos le haya advertido acerca de monsieur Harkness, del Departamento de Estado estadounidense.
– Así lo ha hecho.
– Entonces dígame. ¿Cuántas personas ha conocido esta noche que afirmen entender a su país? Bastantes, creo. Un americano está allí una semana y cree que tiene la respuesta a seis siglos de problemas en los Balcanes. -Leblanc esbozó una ligera sonrisa. Vlado no pudo evitar secundarlo-. Los ingleses son peores -continuó Leblanc-. Leen unos cuantos libros y piensan que lo han entendido, pero al menos tienen el buen talante de guardárselo para sí mismos. Nada de apoyarse en tu hombro con una copa en la mano para confiar su conocimiento secreto al oído, esperando tu aprobación. Recuerde siempre que no hay nada que un americano ansíe más que la aprobación.
– ¿Y usted dice eso después de estar cuánto tiempo en Estados Unidos?
– Touché. Pero lamento decepcionarle. Estuve cinco años destinado en Washington en la década de 1980. Esa necesidad la encuentra usted en todos ellos. En Pine también. Perdone a un americano los pecados de su país y será amigo suyo mientras viva. Pero supongo que debería alegrarme de su bravuconería y su ignorancia. Los que son como Harkness son los que crean dificultades. Él conoce de verdad los Balcanes. Lo vive y lo respira. Un conocimiento como el suyo convierte el elemento cómico en algo peligroso.
– Pensaba que eran ustedes socios en esto.
– Oh, lo somos. Socios de buen grado. Quizá no pueda evitar ser un poco desconfiado ahora que por fin estamos de acuerdo en algo. Pero la pregunta más importante por el momento, monsieur Petric, es: ¿qué sabe usted de nosotros? ¿Qué sabe de Estados Unidos, por ejemplo?
– La música, sobre todo. Rock'n'roll. Escuchábamos todo lo que podíamos en el instituto. Los Eagles, Talking Heads. Y libros. Hemingway, Fitzgerald.
– ¿Y qué le decían sobre los estadounidenses esas canciones y esos relatos?
Vlado se lo preguntó. Las canciones significaban sobre todo pasarlo bien, ofrecían un lugar con el que soñar. Pero aquello parecía una respuesta demasiado superficial para Leblanc, y se dio cuenta de que se había dejado intimidar.
– Me hablaban de su generosidad. Y de optimismo.
– Cuando tienes tantas cosas que propagar, no es tanto generoso como indiscriminado. Todo el mundo recibe algo si está alrededor de los americanos durante el tiempo suficiente. No lo confunda con la confianza. Pero ya basta. Su acompañante ha regresado. Salud.
Inclinó su copa de vino hacia la de Vlado.
– Salud.
Pine llegó con un bourbon en la mano, con aspecto compungido por haber dejado a Vlado a merced de Guy Leblanc.
– Hola, Guy. Espero que no te haya interrogado demasiado, Vlado.
– Lo cierto es que ha hablado prácticamente él solo.
– ¿De qué?
– De los americanos.
Pine se rió y Leblanc le secundó, sin parecer avergonzado en lo más mínimo.
– Es uno de sus temas preferidos.
– Pero lo importante, monsieur Petric -interrumpió Leblanc-, es que no tardará en partir por fin rumbo a casa. Y sin duda le esperarán algunas sorpresas.
Pine dirigió a Leblanc una mirada hermética.
– Al ver adónde ha llegado su país, quiere decir. Han pasado muchas cosas en cinco años.
– La mayor parte del daño ya estaba hecho cuando me marché. Dudo que me sorprenda demasiado.
– Me refería más al sentido psicológico. Es una nación conquistada, regida por dólares y marcos alemanes. Espero que no se desilusione demasiado.
Un camarero pasó ofreciendo más vino.
– Monsieur parece haber tomado ya suficiente -dijo Pine, sin sonreír.
Leblanc rió ligeramente y aceptó tomar otra copa.
– ¿Está seguro de que no está insinuando que un francés no aguanta bien la bebida? No te preocupes, Calvin, tus secretos están a salvo conmigo.
Una vez más, la alarma sonó en el fondo de la mente de Vlado.
– A propósito de secretos -dijo Pine-, ¿cuál es el último respecto a Popovic? No hemos oído ni una palabra desde hace semanas, y se supone que usted es el hombre del plan.
La sonrisa de Leblanc se desvaneció. Vlado agarró con fuerza su copa de vino.
– No hay por qué preocuparse. Sigue siendo, como a ustedes los americanos les gusta decir, nuestra mejor baza.
Estaba en un hoyo, claro que sí, pensó Vlado, reprimiendo un súbito deseo de confesar.
– Sólo hasta que ustedes decidan jugarla algún día -dijo Pine.
Leblanc se volvió hacia Vlado.
– Ha sido un placer, monsieur Petric. Y sólo el primero de muchos encuentros, espero.
– El placer también ha sido mío.
Lo vieron desaparecer entre la multitud.
– Menudo gilipollas, ¿verdad? -dijo Pine-. Pero por alguna razón me cae bien de todos modos. Y no es que me fíe ni un pelo de él.
– No creo que él tampoco se fíe de ti.
Pine se echó a reír.
– Supongo que no me lo dirías si no confiases en mí un poco. O tal vez estés demasiado cansado para que te preocupe.
Era curioso que dijera aquello, pensó Vlado. La expresión de Pine parecía casi nostálgica. Vlado tomó un sorbo de su copa y sintió que se le subían los colores a la cara a medida que el alcohol se adentraba en su organismo. Se dijo que debía desacelerar. El peso del día comenzaba a pesarle en las piernas, y quedaba mucho que hacer, además de la partida temprano a la mañana siguiente. En poco más de doce horas aterrizarían en Sarajevo. Estaría en casa. En casa con una compañía incierta y un trabajo extraño, pero en casa no obstante.
– Por Dios -dijo Pine-. Ahora viene hacia aquí Harkness.
– ¿El de la pajarita?
– Sí. Le gusta pensar que es prácticamente británico después de todos los años que lleva en el extranjero. Dice cosas como «pollo» y «viejo amigo», o «bencina» en vez de gasolina. Cuando viste prendas de tweed, da la impresión de que viene de cazar aves en una propiedad rural. Pero no es un dandi. No dudará en avanzar hacia un tiroteo con sus botas de media caña, como el gran cazador blanco en un safari.
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