Dan Fesperman - El barco de los grandes pesares

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Vlado Petric, un ex policía en el Sarajevo desgarrado por la guerra, tiene que dejar su tierra para reunirse con su esposa y su hija en Alemania, donde se gana modestamente el sustento como trabajador de la construcción en las obras del nuevo Berlín.
Una tarde, al volver a casa después de la jornada laboral, un enigmático investigador estadounidense le está esperando en el pequeño apartamento familiar. El investigador, Calvin Pine, enviado por el Tribunal Internacional para Crímenes de Guerra en la ex Yugoslavia, solicita a Petric que viaje a La Haya. Petric acepta sin titubear cuando Pine le dice que están siguiendo a un pez gordo: uno de los hombres a los que consideran responsables de la terrible matanza de Srebrenica.
Lo que Petric no sabe es que lo están utilizando como cebo para descubrir a un asesino de la generación anterior, un hombre cuyas actividades en la Segunda Guerra Mundial hacen que los asesinos de ésta parezcan aficionados.

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– Después está la SFOR. Los sentimientos de Benny son más o menos representativos de esa cuestión, pero aun así son el ejército más grande. La fuerza internacional de policía también está por allí. Sin poderes. Daría igual que no estuviera. Después está la policía local, tus antiguos patronos, pero con tres desgloses étnicos distintos, y con la vertiente civil y la vertiente del Ministerio del Interior, la gente del antiguo MUP, que sigue encerrándote por motivos políticos si no andas con cuidado.

Vlado levantó la vista, sacudiéndose las mangas. Éste iría bien. Asintió con la cabeza al vendedor mientras Pine continuaba.

– En algún lugar al margen de todo esto tienes a los inversores privados, todos ellos intentando ganar dinero al tiempo que aparentan ser tan altruistas como les sea posible, y sí, ya sé que voy deprisa. Aquí tienes una corbata que podrás soportar. Roja y aburrida, perfecta. Póntela. ¿Cuánto cuesta ésta, señor, sesenta florines?

El vendedor asintió con la cabeza sin decir palabra, como si no quisiera interrumpir el flujo del comercio.

– La nacionalidad también es importante. Los franceses no se fían de los americanos, los americanos no se fían de los franceses, y cualquier yanqui correrá como alma que lleva el diablo al menor tufillo de cualquiera de Irán, Afganistán o Marruecos, los antiguos proveedores de las fuerzas muyahidines que técnicamente no deberían estar aquí, aunque todo el mundo sabe que los guerreros santos nunca se han ido del todo. Los escandinavos están más o menos por todas partes, haciendo el bien y guardando silencio a su estilo. Lo único que quieren los alemanes es entrar y salir sin que se sorprenda a ningún soldado pintando esvásticas, algo que ya ha sucedido, así que peor para ellos. Los franceses quieren dar a los serbios un respiro equitativo pero sin alterar el equilibrio en la puerta de al lado de Kosovo. Los británicos quieren hacer que parezca que son independientes de los americanos, aunque sin encabronar a los americanos.

– ¿Y los americanos?

– Ah, los americanos piden muy poco. Sólo queremos la mayor cantidad de influencia a cambio de la menor cantidad de dinero y de alboroto. Todo lo complicado es un problema del Alto Representante, y cuanto más se desciende en la cadena alimentaria, más probabilidades existen de encontrar a uno de los suyos por ahí acompañado de burócratas locales, de esos que siempre tienen las manos metidas en los bolsillos de otros. Así que la situación se enturbia. A veces incluso es peligrosa. Tres personas muertas detrás de una estación de servicio y no se sabe por qué. Una semana después los papeles de propiedad cambian de manos en una docena de fachadas de establecimientos locales. Y uno de los nuevos propietarios es alguien como nuestro tipo, ese Matek. Pon unas docenas de señores de la guerra residuales con diversas cuotas del mercado negro, más algunos agitadores que no sacaron suficiente de la guerra, luego añade los ladrones y los magnates de la droga habituales, incluidos algunos musulmanes radicales y algunos intrusos del tráfico de droga en Albania, y tendrás un resumen bastante atinado de la situación. ¿Sigues echando de menos tu país?

– Parece que todo sigue como siempre en los Balcanes.

– Más o menos.

Vlado volvió a ponerse sus pantalones. El tendero había marcado con alfileres el par nuevo y se lo había entregado a un sastre que trabajaba en la trastienda, desde donde se podía oír el repiqueteo de una máquina de coser. Unos minutos después el sastre, con alfileres en la boca, llevó el traje a la parte delantera, donde el mareado dependiente esperaba ser recompensado con una tarjeta de crédito del Tribunal.

– Muy bien -dijo Pine-. Nos estamos quedando sin tiempo. Será mejor que tomemos nuestro tranvía. Puedes cambiarte en el hotel. Pasaré a recogerte a las siete menos cuarto.

– En ese caso tendré tiempo para llamar a Jasmina.

– Eso me recuerda algo -dijo Pine, con aspecto súbitamente avergonzado-. No se pueden hacer llamadas al exterior. Han bloqueado el teléfono de tu habitación. Seguridad operativa. Ya sé que la explicación te debe parecer de lo más pobre con todo el cotorreo que ya has oído. Pero no se pueden hacer llamadas a casa hasta que hayamos terminado -y, en un tono más suave, agregó-: Lo siento de veras.

Vlado sintió un arrebato de cólera. Lo último que quería era preocupar a Jasmina.

– Podías habérmelo dicho antes. Jasmina pensará lo peor.

– Spratt me dijo que no, de momento. Puedo decirle a una secretaria que la llame. Le dirá a Jasmina que todo va bien, pero que no sabrá de ti durante algún tiempo.

– ¿Qué más no me has contado?

Pine frunció el ceño.

– No mucho. Mañana a última hora lo sabrás todo.

Vlado, con la ropa nueva colgada de un brazo como si fuera un ayuda de cámara, comprendió que aquello debía activar las alarmas. Conocía la existencia de aquella clase de seguridades. Nunca había resultado nada bueno de ellas. Pero se sintió impotente para protestar.

– Mira, a mí tampoco me hace feliz esa parte del asunto -dijo Pine-. Si de mí dependiera te lo habría explicado todo en Berlín. Tienes que confiar en mí.

Vlado también había recibido ya aquella clase de consejos. La última vez había estado a punto de perder la vida.

6

Contreras vivía en una gran casa de ladrillo que lindaba con un parque, la residencia más espléndida que había tenido hasta la fecha un fiscal jefe, y le gustaba hacer alarde de ella. Aquélla sería la tercera visita de Pine. Las dos primeras fueron con ocasión de cócteles para el personal, en los que los investigadores y los fiscales se convertían en refinados borrachos que daban vueltas sobre alfombras orientales mientras camareros inmigrantes volvían a llenar sus copas. Nadie parecía saber exactamente cómo reaccionar ante aquellos actos con sus copas de cristal y la bebida sin límite, pero cada nuevo sorbo les ayudaba a confiar en que el Tribunal no pagase la factura. Los entendidos decían que los gastos corrían a cargo de la embajada de Perú, satisfecha de que su hombre disfrutase de una posición preeminente. Pero algunos creían que se ocupaba Contreras en persona.

Se contaba que Contreras se había casado con una mujer de familia acomodada, y que esa riqueza le había servido no sólo para ingresar en la judicatura peruana sino también para vivir a lo grande. La historia había adquirido peso y fundamento suficientes para que el personal siguiera bebiendo sin sentirse culpable. Pero para la mayoría había dejado de ser una novedad.

Vlado habría preferido pasar la noche encerrado en una habitación con expedientes e informes, leyendo otros documentos sobre su sospechoso. En cambio, caminaba por un sendero de ladrillo con su nuevo traje, oliendo la resina de los altos pinos en el crudo atardecer de noviembre.

La bandera roja y blanca de Perú ondeaba en la fachada, como si se tratara de una residencia consular y Contreras su inquilino acaparador de cargos. Un camarero abrió la puerta con una ligera inclinación y señaló hacia una espaciosa sala a un lado, con manteles blancos y fuentes de plata. Se oía ya un rumor de conversación, el tintineo de los cubitos de hielo en los vasos. Cabezas peinadas y calvas se congregaban bajo el resplandor de una espléndida araña.

Vlado se sentía perfectamente tranquilo, después de todo. Se ajustó por última vez el nudo de la corbata. El traje hacía maravillas en la impresión general que causaba, al parecer. La gente reaccionaba como si su cociente intelectual estuviera cuarenta puntos por encima del valor que tenía cuando llevaba encima el barro y los tejanos en Berlín.

– Si alguien te pregunta quién eres, di que eres empleado a menos que yo te presente -susurró Pine-. Procura estar cerca de mí. Y si la cosa se pone fea, limítate a sonreír todo lo que puedas y a reírles los chistes.

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