Un informe decía que se había dirigido hacia el norte con varios miles de soldados y civiles fugitivos, un grupo que sufrió numerosas bajas en emboscadas y matanzas directas de los partisanos y las tropas soviéticas. Otros informes lo situaban en un convoy de camiones que partió de Zagreb con armas y ciertos «bienes del Estado». Esa versión se ramificaba en otros tres rastros, como una leyenda que crece y se adorna al contarse una y otra vez durante años. Una variante decía que él y otras dos personas habían llegado sanos y salvos a Wolfsberg, Austria, con su cargamento, y se habían refugiado en un monasterio antes de ser detenidos por el ejército británico. La segunda decía que habían abandonado sus vehículos en un paso de montaña cerca de la ciudad austriaca de Liezen. La tercera decía que Matek había sido uno de los pocos supervivientes de una emboscada tendida por los partisanos cerca de la ciudad eslovena de Maribor.
En cualquier caso, después de pasar cuatro meses huyendo terminó en Austria, desde donde los británicos lo enviaron a un campamento para personas desplazadas situado en Italia, cerca de la ciudad de Fermo. Con él había otras veinte mil personas temporalmente sin Estado, en su mayoría originarias de Croacia, Bulgaria y Hungría. Los campos para desplazados eran parada obligada para los millones de europeos sin hogar, personas que habían sido empujadas por los ejércitos o liberadas de campos de concentración, y las condiciones de vida eran notoriamente precarias. Los campos eran también escondites muy frecuentados por criminales de guerra: funcionarios y administradores que se habían despojado de sus uniformes e identidades para tratar de confundirse con las masas.
El riesgo de esa estrategia residía en que te podías pasar meses perdido y olvidado, con la posibilidad de padecer enfermedades y desnutrición. O que alguien pudiera reconocerte, o descubrir algo entre tus papeles que te delatara, a no ser que tuviera amigos que pudieran conseguir nuevos documentos o una salida.
Matek había pasado aparentemente nueve meses en Fermo antes de quedar en libertad en Roma, bajo la custodia de la Comisión Pontificia de Ayuda a los Refugiados. En Roma entró a trabajar en las oficinas de la Confraternità di San Girolamo di Illirici, donde una hermandad croata de sacerdotes franciscanos desarrolló actividades de asistencia a sus compatriotas errantes, con sede en la orilla derecha del Tíber, a poco más de un kilómetro de los muros del Vaticano.
Los sacerdotes eran allí antititoístas, anticomunistas, anti todo aquel que quisiera desenterrar viejos secretos relacionados con sus amigos. Consiguieron un nuevo juego de documentos de identidad para el recién bautizado Matek, que se despojó de su antiguo apellido de Rudek.
Matek se quedó en Italia hasta 1961, unos años después de la muerte del papa Pío XII. Después, al parecer, muchos de los más cuestionables refugiados políticos croatas comenzaron a hacer uso y abuso de su acogida. Matek se repatrió a Yugoslavia con su nuevo nombre. Al parecer cruzó la frontera sin incidentes y se reasentó en la ciudad de Travnik, en el centro de Bosnia, a bastante distancia del lugar donde se había criado y muy lejos de cualquier lugar en el que hubiera servido durante la guerra. Y allí seguía, y mientras tanto le había ido bastante bien. No constaba referencia alguna a cómo había aflorado de pronto su antigua identidad después de todos aquellos años, pero al parecer sus vecinos seguían sin saber nada.
La guerra reciente le había brindado oportunidades sin precedentes para la expansión de sus diversas empresas, y ahora era dueño de una cadena de estaciones de servicio y había logrado la adjudicación de varias concesiones de la ONU y la Unión Europea para la reconstrucción, por valor de unos 200.000 dólares hasta la fecha, parte de los cuales se habían destinado en realidad a la reconstrucción de viviendas. Una subvención noruega destinada a la reconstrucción de una distribuidora local de refrescos se había desviado de alguna manera para ayudar a reconstruir una distribuidora local de cervezas y licores, la mayor de la región, de hecho, propiedad de Pero Matek. Y prácticamente nada de un préstamo de 100.000 dólares para el desarrollo económico concedido un año atrás por el Banco Mundial para estimular el empleo local se había gastado para la finalidad a la que estaba destinado. Los funcionarios del Banco Mundial estaban ya convencidos de que el prestatario no lo amortizaría. Demasiados gastos indirectos y trámites burocráticos. Expectativas demasiado poco realistas. Aunque el prestatario hacía cuanto estaba en su mano, desde luego.
Vlado movió la cabeza desaprobando aquel derroche y aquella locura. Estaba casi tan indignado por el comportamiento reciente de Matek como por el pasado de aquel hombre. De lo contrario, sería posible censarlo como otro anciano encorvado que jugaba al ajedrez e intentaba olvidar, con el deseo de que lo dejasen en paz con sus nietos. Éste no se había casado, no había una familia, y se había aplicado en el duro trabajo de ganar dinero con las privaciones y la corrupción. Y ahora Vlado iba a conocerlo, iba a hacer oscilar ante él la zanahoria que al parecer más ansiaba, el acceso al lucrativo negocio de la eliminación de minas.
Vlado hojeó hasta la última página, una actualización de hacía sólo una semana. Matek parecía gozar de un estado de salud excelente, a juzgar por el informe de un funcionario del Banco Mundial que le había hecho una visita para interesarse con inquietud por el estado de la concesión. Parecía que ahora estaba conectado a Internet, si bien seguía siendo un tanto rudo a su rústico modo, seguía agasajando con grandes cantidades de carne carbonizada y bebidas fuertes. Un vaso tras otro de rakija. Su personal de seguridad parecía haber causado una gran impresión -varios hombres con grandes armas, una garita en la entrada con verja- y difícilmente se dejaba ver en Travnik sin un guardaespaldas, a menos que estuviera con una mujer. Una mujer en particular, la esposa del alcalde de una población vecina, parecía ser el centro de sus atenciones recientes.
Vlado se estiró, miró su reloj. La media hora había pasado ya, y a través del cristal vio a Pine con Benny, enfrascados en una discusión. Guardó el informe en su carpeta, la dejó en el escritorio de Pine y abrió la puerta del despacho.
Benny fue el primero en verlo, y alzó la vista con aquel destello de travesura que Vlado había decidido ya que era de su agrado.
– Así que, ¿listo para alistarte?
Antes de que Vlado tuviera tiempo de contestar, una voz autoritaria les interrumpió desde otra dirección.
– No le haga caso. Le hará creer que no somos más que una panda de inadaptados. Bienvenido a bordo, Vlado. Soy Philip Spratt, jefe de investigaciones.
Otra mano que estrechar, pero Vlado seguía tratando de identificar su acento.
– De Australia -dijo Spratt sin que nadie le diera pie-. Voluntario. Más o menos como todos los de esta casa. Cincuenta y seis países y la mayoría de los fallos y deficiencias de sus sistemas jurídicos, todos bajo un mismo techo. Y, sí, sé que los demás ya habéis oído este discursito, pero Vlado no.
Spratt tenía una cara ancha y de aspecto lo bastante duro para causar lesiones mortales a quien chocara contra ella, una frente de roble estriado debajo de un pico de pelos cobrizos entre las entradas. Pine había dicho a Vlado que el único indicador fiable del humor de Pratt era la piel de debajo de las orejas, minúsculos termómetros en los que el color subía cuando la temperatura ascendía. Por un instante parecieron adquirir un tono rojo de intensidad media. Las personas que estaban a su alrededor se habían quedado mudas.
– ¿Le ha llevado ya Pine a hacer la gran excursión? -preguntó Spratt.
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