Dan Fesperman - El barco de los grandes pesares

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Vlado Petric, un ex policía en el Sarajevo desgarrado por la guerra, tiene que dejar su tierra para reunirse con su esposa y su hija en Alemania, donde se gana modestamente el sustento como trabajador de la construcción en las obras del nuevo Berlín.
Una tarde, al volver a casa después de la jornada laboral, un enigmático investigador estadounidense le está esperando en el pequeño apartamento familiar. El investigador, Calvin Pine, enviado por el Tribunal Internacional para Crímenes de Guerra en la ex Yugoslavia, solicita a Petric que viaje a La Haya. Petric acepta sin titubear cuando Pine le dice que están siguiendo a un pez gordo: uno de los hombres a los que consideran responsables de la terrible matanza de Srebrenica.
Lo que Petric no sabe es que lo están utilizando como cebo para descubrir a un asesino de la generación anterior, un hombre cuyas actividades en la Segunda Guerra Mundial hacen que los asesinos de ésta parezcan aficionados.

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Vlado observó a Harkness mientras se acercaba. Supuso que aquel hombre tenía cuarenta y muchos años, algunos más que Leblanc. Sus mejillas estaban rojas, y su nariz hendía el aire como si fuera el más perspicaz de los sabuesos.

– Hola, Calvin. Me alegro de verte, viejo amigo.

– Hola, Paul. Te presento a Vlado Petric.

– Sí, el último hombre honrado de los Balcanes. ¿Qué tal se siente?

– Como si se estuvieran divirtiendo ustedes un poco conmigo.

– Buena respuesta. Pero sólo era mi forma hiperbólica de comenzar con un cumplido.

A esas alturas Vlado sentía ya cansancio y fastidio después de casi una hora de ser sometido a examen.

– Al menos no me ha endilgado el sermón de los antiguos odios sobre lo que ha ido mal en mi país.

– Oh, el antiguo odio está totalmente demodé en estos tiempos, viejo amigo. Ahora todo es oportunismo económico y la cólera de Milosevic. A los americanos nos gusta personalizar nuestros conflictos. Así es más fácil venderlos a la vox pópuli. Stalin. Sadam. Slobodan. Todos suenan más o menos bien, ¿no lo cree así? Y si el viejo Slobo se sienta alguna vez en el banquillo estoy seguro de que ya se nos ocurrirá otro. Estamos haciendo poco a poco la transición de Marx a Mahoma, lo que hace que Bosnia sea más interesante si cabe al ver cómo nos hemos unido a los musulmanes. -Se rió de buena gana de lo que acababa de decir, el color se le subió a la cara, y después continuó-. Tendrá que acostumbrarse a un sentido del humor más tosco si va a pasar mucho tiempo con Pine. Un chico de Carolina del Norte. Me sorprende que pueda siquiera entenderlo con ese acento.

– Lo que el señor Harkness intenta decir es que no he estudiado en las grandes universidades del este. Sólo en la escuela pública, aunque no en el sentido británico.

– Tranquilo, Calvin. Leblanc debe de haber comenzado con mal pie.

Alguien en el extremo opuesto de la sala comenzó a dar golpecitos con un tenedor en una copa. Era Contreras, que resplandeciente, con un traje oscuro y una flor roja en el ojal, sonreía a su audiencia.

– Ruego a nuestros invitados a la cena que tengan la bondad de pasar al comedor. Y a los demás les deseo una velada muy agradable.

El remolino de gente se dividió como una ameba, y una parte se encaminó a recoger sus abrigos, mientras el resto se dirigía lentamente hacia dos puertas corredizas que se abrieron a otra sala provista de arañas, más larga y estrecha, con ventanas desde el suelo hasta el techo que daban a un jardín poco iluminado en el que ya era noche cerrada. Cuando Vlado comenzaba a escudriñar la mesa en busca de la tarjeta que indicaba su puesto, una voz le susurró al oído desde su espalda. Era Harkness, que seguía rondando por allí.

– Me gustaría hablar un momento con usted más tarde, si tiene un momento. Se trata de un amigo común de ambos. -Su aliento apestaba a ginebra-. No es necesario que Calvin esté presente, si no tiene inconveniente. Que disfrute de la cena.

Aquellos comentarios le resultaron inquietantes, y fue un alivio encontrarse finalmente sentado en una silla, donde nadie pudiera acorralarlo en busca de más conversación. Se habían pasado la última hora recordándole la parte de su antiguo trabajo que no echaba de menos. La política y las maniobras de la oficina. Intentando decir lo correcto al tiempo que pensaba en el significado más profundo de los comentarios extemporáneos. Dos días antes sólo tenía que preocuparse de atinar con su alemán al pedir una wurst con patatas fritas, ahora contestaba a abogados y diplomáticos. Miró a los dos lados: el jefe de operaciones a su derecha, un fiscal a quien no conocía a su izquierda. La única persona que podía tenderle una emboscada desde la retaguardia era un camarero.

La comida era excelente, cordero al horno con patatas, ensalada y judías verdes, aunque al parecer Vlado era el único que comía con fruición. Los demás parecían hartos de aquellas viandas, pero no vivían de un salario de excavador de zanjas. A pesar de haber sido anunciada como una comida de trabajo, la cena fue en gran medida ceremonial, con más brindis que detalles operativos. Los nombres de Andric y Matek no se mencionaron ni una sola vez, aunque el tema de la «misión en curso» surgió reiteradamente.

Cada vez que Vlado miraba a su alrededor, le parecía que Leblanc, Harkness o Ecker lo observaban, aunque sólo Ecker esbozaba una sonrisa cuando le devolvía la mirada. Vlado advirtió que Pine parecía centrado en Leblanc, Harkness o Ecker. Un grupo curioso, por decir algo al respecto.

Contreras culminó su papel con un discurso pesado, palabrería florida acerca de los enemigos comunes del odio y la intolerancia. Fue su última línea lo que llamó la atención de todo el mundo, cuando comentó que era un placer que la misión actual se hubiera gestado en los pasillos diplomáticos de París y Washington.

Los abogados del Tribunal bajaban la vista o arrastraban los pies con aparente embarazo, pero Contreras no se dio cuenta o no le importó.

El último brindis de la velada fue por Pine y Vlado. Lo propuso Janet Ecker. Sus palabras parecieron perfectamente apropiadas siempre y cuando se pasase por alto la línea acerca de la «gran relación de Pine con el pueblo bosnio».

Mientras los congregados se dispersaban en el cortante aire nocturno, Vlado salió a la oscuridad con el alivio de un estudiante que ha terminado los exámenes finales. Un codazo por aquí, un empujón por allá, pero en general nada demasiado grave. Y entonces una nube de ginebra apareció junto a su hombro izquierdo, y la voz de Harkness retumbó desde la penumbra como una premonición.

– Dime, viejo amigo. Hay una cosa que quería preguntarte durante toda la velada. -Su tono era bajo, de complicidad-. ¿Cómo es que un tipo inteligente que tiene que excavar zanjas se ve mezclado en las actividades de un personaje turbio como Branko Popovic?

Vlado dio gracias por la oscuridad, pues la conmoción debió de apreciarse en su cara. No sabía qué decir.

– Es perfectamente comprensible -prosiguió Harkness- que no le venga bien hablar de esto precisamente ahora. Pero es amigo mío, ¿sabes? O, más exactamente, una fuente valiosa. Así que dale un mensaje cuando tengas la ocasión -titubeó-. ¿Pero entiendes siquiera una palabra de lo que estoy diciendo?

Harkness estaba ahora delante de él y lo estudiaba detenidamente. Su mano derecha agarraba el antebrazo de Vlado con una fuerza que parecía aumentar cada segundo. Habían llegado al final de la acera, y otros invitados pasaban junto a ellos, llamaban taxis y montaban en limusinas.

– No creo que lo entienda -dijo Vlado en voz baja, sorprendido de la seriedad con que podía mentir.

– Tanto mejor -dijo Harkness, con una expresión indescifrable-. Pero si por casualidad estás mintiendo, o peor aún, si por casualidad estás trabajando para ese hombre, entonces puedes estar seguro de que me volverás a ver, y en más lugares de los que te gustaría.

Con un último apretón, Harkness lo dejó unirse a la corriente de la multitud. Vlado cayó en la cuenta de que no le había dicho cuál era el mensaje que debía transmitir a Popovic. Miró a su alrededor en busca de Pine, necesitaba un rostro familiar. De pronto se preguntó si volver a casa era tan buena idea. Con tratado de paz o no, acababan de recordarle que seguía siendo un lugar peligroso, un paisaje de minas, de dolor y de intereses bien ocultos.

7

Pine y Vlado miraban flotar Europa bajo sus pies desde la ventanilla del reactor. Incluso desde el aire la tierra parecía cuadriculada y parcelada, unos países encajados contra otros como cuando hay demasiados niños en la misma cama. Sólo que ahora todos habían envejecido y escondían sus miedos y rencillas en el mismo espacio de aire viciado.

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