Dan Fesperman - El barco de los grandes pesares

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Vlado Petric, un ex policía en el Sarajevo desgarrado por la guerra, tiene que dejar su tierra para reunirse con su esposa y su hija en Alemania, donde se gana modestamente el sustento como trabajador de la construcción en las obras del nuevo Berlín.
Una tarde, al volver a casa después de la jornada laboral, un enigmático investigador estadounidense le está esperando en el pequeño apartamento familiar. El investigador, Calvin Pine, enviado por el Tribunal Internacional para Crímenes de Guerra en la ex Yugoslavia, solicita a Petric que viaje a La Haya. Petric acepta sin titubear cuando Pine le dice que están siguiendo a un pez gordo: uno de los hombres a los que consideran responsables de la terrible matanza de Srebrenica.
Lo que Petric no sabe es que lo están utilizando como cebo para descubrir a un asesino de la generación anterior, un hombre cuyas actividades en la Segunda Guerra Mundial hacen que los asesinos de ésta parezcan aficionados.

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Vlado se interrogó por el trasfondo de amargura que había en una persona a quien todo le iba tan bien.

– ¿Y tú? -dijo Amira-. ¿Vives aquí de nuevo?

Vlado negó con la cabeza.

– Sólo estoy de visita. Una pequeña misión por cuenta del Tribunal Internacional para Crímenes de Guerra.

Comprendió demasiado tarde su error, cayendo en la cuenta de que tenía que haber dicho de la Unión Europea. Se acabó su tapadera, al menos con Amira.

– Está bien saber que sigues luchando en el bando de los buenos -dijo ella-. Pero nunca pensé que volvería a verte en Sarajevo. Cuántos recuerdos de la época en que te fuiste.

Ahora sí estaba seguro. Tenía lágrimas en los ojos. Algo iba mal, y Vlado era incapaz de identificarlo.

– Amira, ¿qué pasa?

Ella mantuvo silencio por un instante, mientras buscaba un pañuelo de papel en el bolso. Se secó ligeramente los ojos, se miró la cara en una polvera y lo miró de nuevo.

– ¿Te acuerdas de mis hijos?

– Sí. De tu hija, Mirza. Debe de tener ya… ¿cuántos años? ¿Nueve?

– Diez.

– Y tu hijo. ¿Cómo se llamaba?

Amira bajó la cabeza, hablando en dirección a su plato.

– Hamid.

Miró a su alrededor rápidamente, casi furtivamente, pero Henrik seguía en el extremo opuesto del salón, con la espalda apoyada en una puerta, sin que hubiera a la vista personal alguno de servicio.

¿Acaso no le había hablado a Henrik de sus hijos? A Vlado aquello le parecía inimaginable. Pero quizás era una de esas cosas que espantaban a un hombre.

– Diez días después de que te fueras de mi casa, se presentaron las autoridades -dijo Amira-. Tal como tú dijiste que pasaría. Te buscaban a ti. Tu compañero recordó que yo había acudido a la oficina para ser interrogada. Sabía que era una de las putas del cuartel francés, y consiguieron mi nombre de uno de los otros. Así que fueron a buscarme. Tú debías de estar ya en el avión, pero yo no lo sabía, así que no les dije nada. No se lo creyeron, por supuesto. Pensaron que era tu amante. Querían saber qué hacías, qué decías, adónde ibas. Por suerte ya había entregado a un vecino las cosas que dejaste para que las pusiera a buen recaudo, así que no las encontraron. Pero sí encontraron tu ropa, la que yo había lavado. Algún colega tuyo la reconoció. Me llevaron para hacerme más preguntas, para que me diera más tiempo a pensar en lo que podía pasarme si no cooperaba. Les pedí que me dejasen llamar a un vecino para que se ocupase de Hamid y Mirza, pero no me dejaron. Dijeron que ellos se ocuparían.

Miró de nuevo a su alrededor. Henrik seguía sin aparecer. Vlado tuvo un mal presentimiento sobre el final de aquella historia.

– Espero que no te tratasen demasiado mal, y tampoco a los niños.

– No mucho. Me tuvieron allí toda la noche, pero la verdad es que no pasó gran cosa. Sólo un montón de las mismas preguntas una y otra vez. Creo que después debieron de enterarse de que te habías marchado y comenzaron a alarmarse, comenzaron a preocuparse más por salvar su pellejo que por mí. Así que me dejaron salir por la mañana. Se habían llevado a los niños al orfanato, el que está cerca del Hospital Kosevo. Me dirigí allí a pie para recogerlos. Era un lugar terrible. Carteristas y ladrones, niños corriendo por todas partes en los pasillos. Sucio. Ruidoso. Los habían separado, Hamid en la sección de los niños, Mirza en la de las niñas. Los dos estaban aterrados. Pensaban que los había abandonado, que no volverían a verme. Pero conseguí calmarlos enseguida.

Vlado comenzó a respirar con más alivio.

– Me alegro de que estuvieran bien.

Una lágrima rodó por la mejilla de Amira, y Vlado comprendió que no había concluido.

– Dos noches después Hamid comenzó a toser, y a la mañana siguiente no podía parar. Herví agua para que inhalara el vapor. Salí en busca de un médico. Pregunté a mis vecinos, pero nadie pudo ayudarme, y Hamid no dejaba de toser. Quise llevarlo al hospital, pero estaba demasiado lleno y no había suficientes médicos. Me dijeron que se quedase en casa. Al día siguiente tenía fiebre. Estaba muy caliente cuando lo tocaba, y resoplaba como una olla al toser. Había tos ferina y escarlatina en el orfanato, fue un milagro que Mirza no se contagiara también. Después me enteré de que habían muerto cinco niños. Creo que fue especialmente grave en la sección de niños, y Hamid se había contagiado de las dos. En cuatro días se murió. Tumbado en su cama, sin respirar. Me había quedado dormida en una silla junto a él y ni siquiera me enteré de cuándo sucedió. Había comprado todas las medicinas que pude con mi dinero de puta. Pero estaba muerto. Lo supe en cuanto me desperté y le vi la cara. Lo más extraño de todo fue que acababa de tener un sueño muy hermoso, y el primer pensamiento que me suscitó fue que tenía que estar muy agradecida por haber podido conciliar finalmente el sueño, y durante todo aquel tiempo él estaba muerto. Salí a la calle con él, crucé la ciudad hasta el depósito de cadáveres, todo aquel lugar apestaba con todos los cadáveres de la guerra. Después de los tiroteos, del fuego de artillería por el que me había preocupado cuando estaban fuera de casa. Y a mi hijo lo matan una tos y una fiebre.

Vlado estaba horrorizado.

– Dios mío -susurró-. Lo siento muchísimo. Soy tan…

– ¿Responsable?

Amira se limpió la cara con el pañuelo de papel que después guardó en el bolso. No había más lágrimas. Lo miró, con la cara rígida, y Vlado se tambaleó esperando el momento, con el ferviente deseo de que no le echase la culpa, aunque él se culpase a sí mismo.

– No -dijo por fin-. Tú no eres responsable. Fue toda aquella gente. Los que te buscaban, los que comenzaron la guerra. Los que debían cuidar de nosotros. La ONU. Todos ellos. Y también fue la suerte, claro. La misma suerte que decidía si dispararían contra ti o no cuando cruzabas la ciudad. Pero no siempre he pensado así. Tienes que alegrarte de no haber vuelto hace unos años. Puede que te hubiera matado.

Sacó un encendedor del bolso, encendió un cigarrillo e inhaló profundamente.

Vlado no sabía qué decir. Pero Amira se recuperó con rapidez.

– No debería fumar -dijo-. Pero tengo que fumarme uno ahora mismo. Henrik detesta los cigarrillos. Poco habitual para ser alemán, ¿no crees?

Ofreció a Vlado una adusta sonrisa, se mordió el labio inferior, puso la mano sólo un instante sobre la de él, apretando ligeramente y después la retiró. Tenía ya otra cara.

– Y ahora tengo un trabajo de verdad, y un hombre. Un buen hombre. Henrik es dulce. Y no sabe lo que hacía antes para ganarme la vida, así que espero que no se lo digas.

– Por supuesto que no. Y todavía tienes a… -Vlado casi no se acordaba del nombre-. ¿Mirza?

– Sí -dijo Amira, mostrando su antiguo yo por un momento-. Y durante la mayor parte del tiempo con eso me basta. Sólo por Mirza seguí adelante. Pero dejé de intentar salir de la ciudad en los convoyes de ayuda. Mi trabajo de puta también se resintió, desgraciadamente.

Se rió un instante.

Una mujer de la mesa de al lado oyó sus palabras, frunció el ceño y negó ostentosamente con la cabeza.

– Imbécil -musitó Amira-. Su amante es contrabandista de cigarrillos, así que debería saberlo todo de la prostitución. -Hizo una pausa-. Creo que tener a Henrik es aún mejor para Mirza que para mí. A veces pienso que Mirza se harta de mí. Tuvo que pasar mucho tiempo antes de que dejara de estar continuamente sobre ella. Durante años, si tenía mocos o tosía incluso una sola vez la obligaba a meterse en la cama.

Amira miró hacia la calle por la ventana del café, como si divisase algo en la lejanía.

– Todavía ahora hay mañanas que me despierto y lo primero que pienso es en Hamid. Y después me acuerdo de que está muerto. Hamid está muerto. Tengo que decirlo en voz alta para dejar de pensarlo. Los días que empiezan así son los que más trabajo, los más eficientes, porque no quiero parar ni un segundo. El dolor como habilidad laboral. Deberían enseñarlo en los cursos de formación. -Apagó el cigarrillo-. Sería un bonito eslogan para el gobierno, como si fuera uno de Tito-. «Paz, fraternidad y dolor, para un mañana mejor.»

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