Mientras eran desollados y diseccionados, concluía el informe, Tante Marie y su hijo eran plenamente conscientes.
Cuando terminé de leer el informe del forense, me puse ropa de deporte y las zapatillas de hacer jogging y corrí unos siete kilómetros por el Riverfront Park, pasando una y otra vez junto a la muchedumbre que hacía cola para embarcarse en el vapor con paletas Natchez, cuyo silbato emitía melodías que se propagaban como emisarios de orilla a orilla del Mississippi. Cuando acabé, estaba bañado en sudor y me dolían las rodillas. Sólo tres años antes siete kilómetros no me habrían representado un esfuerzo tan grande. Me hacía viejo. Pronto empezaría a interesarme por las sillas de ruedas y notaría en las articulaciones cualquier amenaza de lluvia.
Al regresar al Flaisance me encontré con un mensaje de Rachel Wolfe en el que me anunciaba que vendría esa noche. El número de vuelo y la hora de llegada aparecían anotados al pie del papel. Me acordé de Joe Bones y pensé que quizás a Rachel Wolfe le gustaría ir acompañada en el vuelo a Nueva Orleans.
Telefoneé a Ángel y a Louis.
La familia Aguillard recogió los cadáveres de Tante Marie, Tee Jean y Florence ese mismo día unas horas más tarde. Una funeraria de Lafayette cargó el féretro de Tante Marie en un ancho coche fúnebre. Los ataúdes de Tee Jean y Florence iban en otro coche, uno al lado del otro.
Los Aguillard, con Raymond, el hijo mayor, a la cabeza, y acompañados por un reducido grupo de amigos de la familia, siguieron a los coches fúnebres en tres furgonetas descubiertas, hombres y mujeres de piel morena sentados en trozos de arpillera, entre piezas de máquinas y útiles de labranza. Permanecí detrás de ellos cuando se desviaron de la autovía y tomaron el camino surcado de roderas. Dejaron atrás la casa de Tante Marie -la brisa agitaba ligeramente las cintas del precinto policial- y siguieron hacia la de Raymond Aguillard.
Era un hombre alto y huesudo de unos cincuenta años, con cierto exceso de peso pero un físico aún imponente. Vestía un traje oscuro de algodón, una camisa blanca y una corbata fina de color negro. Tenía los ojos ribeteados de llorar. Yo lo había visto un momento la noche que se hallaron los cuerpos, un hombre fuerte que intentaba mantener unida a su familia ante una pérdida violenta.
Advirtió mi presencia mientras descargaban los ataúdes y los acarreaban hasta la casa, el de Tante Marie entre los forcejeos de un grupo de hombres. Yo destacaba porque era la única cara blanca en el cortejo. Una mujer, probablemente hija de Tante Marie, me lanzó una fría mirada al pasar junto a mí flanqueada por dos mujeres de más edad. Cuando estuvieron los cuerpos dentro de la casa, una construcción de listones no muy distinta de la de Tante Marie, Raymond besó un pequeño crucifijo que llevaba colgado del cuello y se acercó despacio a mí.
– Yo sé quién es usted -dijo cuando le tendí la mano. Tardó un instante en aceptarla y estrechármela en un apretón breve pero firme.
– Lo siento -me disculpé-. Siento todo lo que ha pasado.
Asintió con la cabeza.
– Lo sé.
Siguió adelante, más allá de la cerca que delimitaba la casa, y se detuvo junto al camino con la mirada fija en aquella franja de tierra. Un par de ánades reales nos sobrevolaron, su aleteo cada vez más lento a medida que se aproximaban al agua. Raymond los contempló con cierta envidia, la envidia que siente un hombre transido de pena hacia todo aquello ajeno a su dolor.
– Algunas de mis hermanas piensan que usted trajo a ese hombre. Piensan que no tiene derecho a estar aquí.
– ¿Eso cree usted?
No contestó. Al cabo de un rato continuó:
– Ella presintió que ese hombre venía. Quizá por eso mandó a Florence a la fiesta, para alejarla de él. Y por eso le hizo venir a usted: presintió que él venía, y creo que sabía quién era. -Tenía la voz empañada.
Acarició el crucifijo, deslizando el pulgar arriba y abajo. Noté que la elaborada talla original -aún se distinguían detalles de las volutas de los bordes- se había desgastado casi por completo debido al roce de la mano de aquel hombre a lo largo de los años.
– No lo considero culpable de lo que le ha ocurrido a mi madre y a mis hermanos. Mi madre hizo siempre lo que creía correcto. Quería encontrar a esa chica y detener al hombre que la mató. Y en cuanto a Tee Jean… -En sus labios se dibujó una triste sonrisa-. Según el policía, lo golpearon por detrás tres veces, quizá cuatro, y a pesar de eso tenía magullados los nudillos porque intentó defenderse de ese hombre.
Raymond carraspeó y respiró hondo, con la cabeza un poco inclinada hacia atrás como quien ha recorrido una larga distancia aguantando el dolor.
– ¿Se llevó a su mujer y a su hija? -preguntó.
Era más una afirmación que una pregunta, pero contesté de todos modos.
– Sí, se las llevó. Como usted ha dicho, Tante Marie creía que también se había llevado a otra chica.
Se apretó las comisuras de los ojos con los dedos pulgar e índice de la mano derecha y parpadeó para contener las lágrimas.
– Lo sé. La he visto.
El mundo a mi alrededor pareció quedar en silencio cuando me abstraje del canto de los pájaros, del susurro del viento en los árboles, del chapoteo lejano del agua en las orillas. Sólo quería oír la voz de Raymond Aguillard.
– ¿Ha visto a esa chica?
– Eso he dicho. Junto a un cenagal de Honey Island, hace tres noches. La noche antes de morir mi madre. También la he visto otras veces. Mi cuñado pone trampas en esa zona. -Se encogió de hombros. Honey Island era una reserva natural-. ¿Es usted supersticioso, señor Parker?
– Tengo que ir -contesté-. ¿Cree usted que es allí donde se encuentra, en Honey Island?
– Podría ser. Mi madre decía que ignoraba dónde se encontraba, sólo sabía que existía. Sabía que la chica estaba en alguna parte. Yo no me explico cómo lo sabía, señor Parker. Nunca comprendí el don de mi madre. Pero un día la vi, una figura cerca de un cipresal, con la cara envuelta en una especie de oscuridad, como si se la cubriera una mano, y supe que era ella. -Bajó la vista y, con la puntera del zapato, empezó a golpetear una piedra incrustada en la tierra. Cuando por fin consigue sacarla y echarla a un lado sobre la hierba, pequeñas hormigas negras corretearon y escaparon del agujero, y la entrada del hormiguero quedó totalmente al descubierto-. He oído que otros la han visto también, gente que va por allí a pescar o a echar un vistazo al aguardiente que destilan en alguna choza.
Observó las hormigas que pululaban alrededor de su zapato; algunas se encaramaban por el borde de la suela. Con delicadeza, levantó el pie, lo sacudió y se apartó.
Raymond me explicó que Honey Island tenía una superficie de veintiocho mil hectáreas. Por extensión, era el segundo pantano más grande de Louisiana, con sesenta y cinco kilómetros de largo y ciento treinta de ancho. Formaba parte de las tierras de aluvión del río Pearl, línea fronteriza entre Louisiana y Mississippi. Honey Island estaba mejor conservada que las Everglades de Florida: no se permitía dragar ni drenar ni recolectar madera, ni proyectos urbanísticos ni presas, y ciertas partes de Honey Island ni siquiera eran navegables. La mitad de su superficie era propiedad del estado; una parte estaba bajo la responsabilidad del Departamento de Protección de la Naturaleza. Si alguien se proponía arrojar un cadáver a un lugar donde existían pocas probabilidades de que se descubriera, Honey Island parecía el lugar ideal para hacerlo, siempre y cuando se eludieran las visitas turísticas en barco.
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