John Connolly - Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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Raymond me dio indicaciones para llegar al cenagal y trazó un tosco mapa al dorso del cartón de un paquete de Marlboro desplegado.

– Señor Parker, sé que es usted un buen hombre y que siente lo que ha ocurrido, pero le agradecería que no viniera más por aquí. -Habló sin levantar la voz, pero con indudable contundencia-. Y tenga la bondad de no ir al entierro. A mi familia y a mí va a costarnos mucho superar esto.

A continuación encendió el último cigarrillo del paquete, movió la cabeza en un gesto de despedida y regresó a la casa dejando tras de sí una estela de humo.

Observé cómo se alejaba. Una mujer de pelo gris como el acero salió al porche y le rodeó la cintura con el brazo cuando llegó. Él le echó su enorme brazo a los hombros y la estrechó contra sí mientras entraban en la casa. La mosquitera se cerró con suavidad a sus espaldas. Y yo, mientras me alejaba de casa de los Aguillard levantando una nube de polvo, pensé en Honey Island y en los secretos que guardaba bajo sus verdes aguas.

Mientras conducía, el pantano se preparaba ya para revelar sus secretos. Honey Island arrojaría un cuerpo en menos de veinticuatro horas, pero no sería el de una chica.

35

Llegué temprano a Moisant Field, así que entré a curiosear un rato en la librería, procurando no tropezar con las pilas de novelas de Anne Rice. Llevaba alrededor de una hora sentado en la terminal de llegadas cuando Rachel Wolfe cruzó la puerta. Vestía unos vaqueros de color azul oscuro, zapatillas de deporte blancas y un polo rojo y blanco. El cabello rojo le caía suelto sobre los hombros y se había maquillado con tal esmero que apenas se notaba.

El único equipaje que acarreaba ella era una bolsa marrón de piel colgada al hombro. El resto de lo que supuse eran sus pertenencias lo llevaban Ángel y Louis, que la flanqueaban un tanto cohibidos; Louis con un traje de color crema de chaqueta cruzada y una elegante camisa blanca con el cuello desabrochado, Ángel con vaqueros, unas gastadas Reebok de suela alta y una camisa verde de cuadros que no había pasado por una plancha desde que salió de la fábrica hacía muchos años.

– Vaya, vaya -dije cuando los tuve delante-. He aquí representadas todas las formas de vida humana.

Ángel levantó la mano derecha, de la que pendían tres gruesas pilas de libros, atados con un cordel. Se le estaban amoratando las puntas de los dedos.

– Hemos traído también media Biblioteca Pública de Nueva York -se lamentó-. Atada con un cordel. No veía libros atados así desde la última reposición de La casa de la pradera.

Louis, observé, llevaba un paraguas rosa de señora y un neceser. Tenía el aspecto de un hombre que finge no darse cuenta de que un perro está meándosele en la pierna.

– Ni se te ocurra decir una sola palabra -advirtió-. Ni una sola palabra.

Entre los dos, cargaban también dos maletas, dos bolsas de viaje de piel y un portatrajes.

– Tengo el coche aparcado delante -dije mientras me dirigía a la salida con Rachel-. Puede que sólo haya espacio para las bolsas.

– En el aeropuerto me han localizado haciéndome llamar por el sistema de megafonía -susurró Rachel-. Me han sido de gran ayuda.

Se rió y lanzó una mirada por encima del hombro. A nuestras espaldas, oí el ruido inconfundible de Ángel al tropezar con una bolsa y maldecir en voz alta.

Dejamos el equipaje en el Flaisance, pese a que Louis expresó su preferencia por el Fairmont de University Place. En el Fairmont solían alojarse los republicanos cuando visitaban Nueva Orleans, y para Louis eso era parte del encanto. Era el único delincuente negro, homosexual y republicano que conocía.

– Gerald Ford se hospedó en el Fairmont -lamentó mientras examinaba la pequeña habitación que tenía que compartir con Ángel.

– ¿Y qué? -contraataqué-. Paul McCartney se hospedó en el Richelieu y no me has oído pedir que nos alojemos allí.

Dejé la puerta abierta y me encaminé hacia mi habitación para darme una ducha.

– ¿Paul qué? -preguntó Louis.

Comimos en el Grill Room del Windsor Court, en Gravier Street, por deferencia a los deseos de Louis. Entre aquellos suelos de mármol y tupidos cortinajes austríacos, me sentía extrañamente incómodo después de la informal decoración de los pequeños restaurantes del Quarter. Rachel se había cambiado de ropa y ahora llevaba un pantalón oscuro y una chaqueta negra sobre un jersey rojo. Le quedaba bien, pero el calor de la brisa nocturna aún le pasaba factura y de tanto en tanto se estiraba la tela húmeda del jersey adherido al cuerpo mientras esperábamos el primer plato.

Durante la comida les hablé de Joe Bones y los Fontenot. El tema nos atañía a Ángel, a Louis y a mí. Rachel permaneció en silencio durante casi toda la conversación, interviniendo sólo de vez en cuando para aclarar alguno de los comentarios de Woolrich o Morphy. Tomó nota en un pequeño cuaderno de espiral con letra pulcra y uniforme. En determinado momento me rozó el brazo desnudo con la mano y la dejó allí por un instante, su piel cálida contra la mía.

Observé a Ángel mientras, tirándose del labio, reflexionaba sobre lo que acababa de explicarle.

– Ese Remarr debe de ser bastante tonto, o al menos más tonto que nuestro hombre -dijo por fin.

– ¿Por la huella? -pregunté.

Asintió.

– Descuidado, muy descuidado -contestó con la cara de insatisfacción de un respetado teólogo que ha visto a alguien deshonrar su vocación al identificar a Jesús con un alienígena.

Rachel se fijó también en su cara.

– Parece que te molesta mucho -comentó.

La miré. Tenía una expresión risueña, pero noté en sus ojos una mirada calculadora y un tanto distante. Estaba repasando en su mente lo que le había contado, al mismo tiempo que arrastraba a Ángel a una conversación que éste normalmente habría eludido. Esperé a ver cómo reaccionaba él.

Le sonrió y ladeó la cabeza.

– Tengo cierto interés profesional en estas cosas -admitió. Despejó un hueco frente a él y levantó las manos-. Cualquier allanador de morada debe tomar unas mínimas precauciones. La primera y más obvia es asegurarse de que uno, o una, ya que el allanamiento de morada es una profesión con igualdad de oportunidades, no deje ninguna huella digital. ¿Qué hacer, pues?

– Ponerse guantes -dijo Rachel. Se inclinó; ahora disfrutaba de la lección y apartó de su mente cualquier otro pensamiento.

– Exacto. Nadie, por tonto que sea, entra sin guantes en una casa donde no debería estar. De lo contrario se dejan huellas visibles, se dejan huellas latentes, uno prácticamente deja su firma y confiesa el delito.

Las huellas visibles son las marcas que dejan en una superficie una mano sucia o ensangrentada; las huellas latentes son las marcas invisibles que dejan las secreciones naturales de la piel. Las huellas visibles pueden fotografiarse o recogerse mediante cinta adhesiva; en cambio, las latentes tienen que espolvorearse, por lo general con un reactivo químico, como el vapor de yodo o solución de ninhidrina. Las técnicas electrostáticas y fluorescentes también son útiles, y en la detección de huellas latentes en la piel humana pueden usarse radiografías especializadas.

Pero si Ángel estaba en lo cierto, Remarr era demasiado buen profesional para arriesgarse a hacer un trabajo sin guantes y luego dejar no sólo una huella latente sino una visible. Debía de llevar guantes pero algo salió mal.

– ¿Estás dándole vueltas en la cabeza, Bird? -preguntó Ángel con una mueca.

– Adelante, Sherlock, asómbranos con tu inteligencia -respondí.

La mueca se convirtió en una sonrisa y continuó.

– Es posible conseguir una huella digital del interior de un guante, en el supuesto de que uno tenga el guante. Los guantes de goma o plástico son los mejores para obtener huellas: dentro las manos sudan más.

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