John Connolly - Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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»Pero lo que mucha gente no sabe es que la superficie exterior de un guante puede actuar también como una huella digital. Imaginemos que se trata de un guante de piel, y en ese caso hay arrugas, hay agujeros, hay marcas, hay desgarrones, y no existen dos guantes de piel iguales. Ahora bien, en el caso de Remarr nos encontramos con una huella sin guantes. A menos que Remarr sea incapaz de atarse los zapatos sin caerse de bruces, sabemos que probablemente llevaba guantes, y que aun así dejó una huella. Es un misterio. -Imitó una explosión con un ligero gesto de las manos, como un mago al hacer desaparecer un conejo en una nube de humo, y luego adoptó una expresión seria-. Yo supongo que Remarr llevaba un único par de guantes, es probable que de látex. Imaginó que aquél sería un trabajo fácil: o bien iba a liquidar a la vieja y al hijo, o bien a meterle a ella el miedo en el cuerpo, quizá dejando una tarjeta de visita en la casa. Puesto que el hijo, por lo que he oído, no era la clase de hombre que permitía que se asustara a su madre, diría que Remarr entró allí convencido de que tendría que matar a alguien.

»Pero cuando llega, están muertos o los están asesinando en ese momento. Personalmente, opino que ya estaban muertos: si Remarr se hubiera tropezado con el asesino, Remarr también estaría muerto.

»Así que Remarr entra, con los guantes puestos, y quizá ve al hijo y se lleva un susto. Casi seguro que empieza a sudar. Luego entra en la casa y se encuentra a la anciana. Segundo sobresalto. Pero se acerca a echar un vistazo y se sujeta a la cama al inclinarse sobre ella. Se mancha de sangre y quizá piensa en limpiarla, pero llega a la conclusión de que limpiándola atraerá aún más la atención y, de todos modos, lleva guantes.

»El problema con los guantes de látex es que no basta con un par. Si se usan demasiado tiempo, las huellas empiezan a traspasar. Si uno se asusta y empieza a sudar, las huellas traspasan más deprisa. Podría ser que Remarr hubiera comido antes de salir, quizá fruta o pasta con vinagre. Eso provoca una mayor humedad en la piel, así que ahora Remarr se ha metido en un buen lío. Ha dejado una huella y ni siquiera es consciente, y la policía, los federales y gente conflictiva como nosotros quiere interrogarlo al respecto. ¡Tachán!

Se inclinó un poco para hacer una reverencia. Rachel le aplaudió. Louis se limitó a enarcar una ceja con cara de resignación.

– Fascinante. Debes de leer muchos libros -dijo Rachel con tono claramente irónico.

– Si los lee, la librería Barnes and Noble se alegrará de que se dé un buen uso a las existencias que les han robado -comentó Louis.

Ángel no le prestó atención.

– Quizá tuve algún escarceo con esas cosas de joven.

– ¿Aprendiste algo más en tu juventud? -preguntó Rachel con una sonrisa.

– Muchas cosas, y algunas de ellas lecciones muy difíciles -contestó Ángel con emoción-. Lo mejor que aprendí fue: no te quedes con nada. Si no tienes nada, nadie puede demostrar que lo has cogido.

»Y he sentido la tentación. Una vez topé con una estatuilla de un caballero montado. Francesa, del siglo XVII. Oro con diamantes y rubíes incrustados. Más o menos de esta altura. -Levantó la palma de la mano a unos quince centímetros de la mesa-. Era lo más precioso que he visto en mi vida. -Sus ojos se iluminaron por el recuerdo, parecía un niño. Se recostó en el respaldo de la silla-. Pero la dejé escapar. Al final, uno debe desprenderse de las cosas. Aquello con lo que uno se queda acaba siendo causa de arrepentimiento.

– ¿No hay nada con lo que valga la pena quedarse, pues? -preguntó Rachel.

Ángel miró a Louis por un momento.

– Algunas cosas sí, pero no son de oro.

– ¡Qué romántico! -comenté.

Louis se atragantó con el agua que estaba bebiendo en ese momento. Ante nosotros, el café se había enfriado en las tazas.

– ¿Tienes algo que añadir? -pregunté a Rachel cuando Ángel acabó de actuar para la galería.

Ella repasó sus notas. Arrugó un poco la frente. Levantó una copa de vino tinto con la mano, y la luz que se reflejó en ella proyectó una línea roja en su pecho como una herida.

– ¿Has dicho que tenías fotos, fotos del lugar del asesinato? -preguntó.

Asentí.

– Entonces prefiero reservarme la opinión hasta que las vea. Se me ocurrió una idea a partir de lo que me contaste por teléfono, pero me gustaría guardármela hasta que vea las fotos e investigue un poco más. Pero sí tengo una cosa que comentarte. -Sacó de su bolso otro cuaderno y pasó las hojas hasta llegar a un papel adhesivo amarillo que sobresalía a un lado-. «¡Cómo la deseé en esos intensos momentos finales! Pero, claro, ésa ha sido siempre una de las debilidades de los de nuestro género. Nuestro pecado no ha sido el orgullo, sino el deseo de humanidad.» -Se volvió hacia mí, pero yo ya había reconocido esas frases-. Son las palabras que dijo el Viajante cuando te llamó.

Noté que Ángel y Louis se echaban hacia delante.

– Necesité que me ayudara un teólogo de la residencia arzobispal para localizar la referencia. Es muy críptica, al menos si uno no es teólogo. -Guardó silencio por un instante y luego preguntó-: ¿Por qué se desterró al diablo del cielo?

– Por orgullo -contestó Ángel-. Recuerdo que nos lo decía la hermana Inés.

– Fue por orgullo -confirmó Louis. Miró a Ángel-. Recuerdo que fue Milton quien lo decía.

– Tanto en un caso como en otro -dijo Rachel con deliberación-, tenéis razón, o al menos en parte. Desde san Agustín, el pecado del diablo ha sido el orgullo. Pero antes de san Agustín el punto de vista era otro. Hasta el siglo IV se consideró que el Libro de Enoch formaba parte del canon bíblico. Sus orígenes son dudosos: puede que se escribiera en hebreo o en arameo, o en una mezcla de ambas lenguas, pero, según parece, algunos conceptos presentes aún en la Biblia actual se basan en él. Es posible que el Juicio Final se basara en las parábolas de Enoch. El atroz infierno regido por Satán aparece también por primera vez en Enoch.

»Lo que a nosotros nos interesa es que Enoch tiene una visión distinta en cuanto al pecado del diablo. -Pasó la hoja del cuaderno y empezó a leer otra vez-. "Ocurrió que cuando los hombres comenzaron a multiplicarse sobre la faz de la tierra, y las hijas nacieron de ellos, los hijos de Dios vieron que las hijas de los hombres eran bellas y tomaron esposas entre las que había para elegir…" -Volvió a levantar la vista-. Esto es del Génesis, que proviene de una fuente similar a Enoch. Los "hijos de Dios" eran los ángeles, que se entregaron a la satisfacción del deseo carnal contra la voluntad de Dios. El jefe de los ángeles pecadores, el diablo, fue echado a un agujero oscuro del desierto, y sus cómplices, como castigo, fueron arrojados al fuego. Sus descendientes, "espíritus malignos sobre la tierra", los acompañaron. El mártir Justino creía que los hijos de la unión entre los ángeles y las mujeres eran los responsables de toda la maldad del mundo, incluido el asesinato.

»En otras palabras, el pecado del diablo fue el deseo. "El deseo de humanidad, una de las debilidades de los de nuestro género." -Cerró el cuaderno y se permitió una leve sonrisa triunfal.

– Así que ese tipo se cree que es un demonio -comentó Ángel por fin.

– O descendiente de un ángel -añadió Louis-. Depende de cómo se mire.

– Sea lo que sea, o lo que se crea que es, el Libro de Enoch difícilmente aparecerá entre la selección de lecturas de Oprah -dije-. ¿Alguna idea de cuál puede haber sido la fuente de ese individuo?

Rachel volvió a abrir el cuaderno.

– La referencia más reciente que he encontrado es una edición de 1983 aparecida en Nueva York, Los Pseudoep í grafes del Antiguo Testamento: Enoch, editado por un tal Isaac, nombre muy apropiado -contestó-. Hay también una traducción más antigua de Oxford publicada en 1913 por R.H. Charles.

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