»Roland Fontenot, el abuelo, dejó todo eso atrás cuando vino a Nueva Orleans siguiendo los pasos de otra oscura rama de la familia. Pero los chicos no olvidaron sus raíces. Cuando las cosas se complicaron en los años setenta, se rodearon de un grupo de desafectos, muchos jóvenes cajuns y unos cuantos negros, y de algún modo consiguieron que la combinación no les estallara en las narices. -Morphy tamborileó con los dedos en el salpicadero-. A veces pienso que quizá todos somos responsables de que existan los Fontenot. Son un castigo divino, por el modo en que fue tratada su gente. Quizá Joe Bones sea también un castigo divino, un recordatorio de lo que ocurre cuando se oprime a una parte de la población.
Según Morphy, Joe Bones tenía una vena sádica. En una ocasión mató a un hombre quemándolo poco a poco con ácido durante toda una tarde, y algunos pensaban que le faltaba una parte del cerebro, la parte que controla las acciones irracionales en la mayoría de los hombres. Los Fontenot eran distintos. Mataban pero mataban como hombres de negocios al cerrar una operación poco beneficiosa o insatisfactoria. Mataban de manera profesional, sin entusiasmo. A ojos de Morphy, los Fontenot y Joe Bones eran mala gente por igual. Simplemente tenían maneras distintas de manifestarlo.
Me acabé el refresco y tiré la lata. Morphy no era la clase de hombre que cuenta una historia por simple placer. Todo aquello conducía a alguna parte.
– ¿Cuál es el problema, Morphy? -pregunté.
– El problema es que la huella digital que encontramos en la casa de Tante Marie es de Tony Remarr, uno de los hombres de Joe Bones.
Mientras él arrancaba el coche y salía a la calle reflexioné sobre ello e intenté hallar una relación entre aquel nombre y algún incidente ocurrido en Nueva York, cualquier cosa que pudiera vincularme a Remarr. No encontré nada.
– ¿Crees que fue él? -preguntó Morphy.
– ¿Y tú?
– No, imposible. De entrada, sí, quizás. En fin, la vieja era dueña de esas tierras. No sería muy difícil drenar aquello para construir algo.
– Eso si alguien contemplaba la posibilidad de abrir un gran hotel y construir un centro de ocio.
– Exacto, o si pretendía convencer a otro de que sus intenciones eran lo bastante serias para plantar allí unos cuantos ladrillos. Es decir, un pantano es un pantano. En el supuesto de que consiguiera los permisos de obras, ¿quién quiere compartir el aire cálido de la noche con una muchedumbre de bichos que incluso Dios se arrepiente de haber creado?
»Sea como fuera, la vieja no estaba dispuesta a vender. Era sagaz. Los suyos habían sido enterrados allí desde hacía generaciones. El propietario inicial, un sureño cuyos antepasados se remontaban a los Borbones, murió en el sesenta y nueve. En su testamento dejó dicho que debía ofrecerse a los arrendatarios la opción de compra de las tierras a un precio razonable.
»Casi todos los arrendatarios eran de la familia Aguillard, e invirtieron todo el dinero que tenían en esas tierras. La vieja tomaba todas las decisiones por ellos. Sus antepasados están allí y su historia en esas tierras empieza en la época en que llevaban grilletes en los tobillos y cavaban canales con sus propias manos.
– Es decir, Bonanno la había presionado para que vendiera pero ella se negaba, así que él decidió llevar las cosas más lejos -comenté.
Morphy asintió con la cabeza.
– Es posible que enviara a Remarr a presionarla más aún, quizás amenazando a la chica o a algunos de los niños, quizás incluso matando a uno, pero al llegar la encuentra muerta. Y quizá Remarr. Por la impresión, actúa de manera descuidada, piensa que no ha dejado el menor rastro y se marcha en plena noche.
– ¿Sabe Woolrich todo eso?
– Casi todo, sí.
– ¿Vais a detener a Bonanno?
– Lo detuvimos anoche y lo soltamos al cabo de una hora, acompañado de un abogado de altos vuelos que se llama Rufus Thibodeaux. Sostiene que no ha visto a Remarr desde hace tres o cuatro días, y no hay quien lo saque de ahí. Dice que él es el más interesado en encontrar a Remarr, por el dinero de cierto negocio en West Baton Rouge. Es todo una patraña, pero no se aparta del guión. Creo que Woolrich intentará ejercer cierta presión sobre sus actividades mediante el Departamento de Lucha contra el Crimen Organizado y el de Narcóticos, o sea, apretarle las tuercas para ver si cambia de idea.
– Eso puede llevar su tiempo.
– ¿Se te ocurre algo mejor?
Me encogí de hombros.
– Quizá.
Morphy entornó los ojos.
– No vayas a tontear con Joe Bones, ¿me oyes? Joe no es como vuestros muchachos de Nueva York, sentados en clubes sociales de Little Italy con los dedos en las asas de sus tazas de café, soñando con los tiempos en que todos los respetaban. Joe no tiene tiempo para eso; Joe no quiere que la gente lo respete; Joe quiere que la gente se muera de miedo al verlo.
Doblamos en Esplanade. Morphy puso el intermitente y se detuvo a unas dos manzanas del Flaisance. Miró por la ventanilla y tamborileó con el dedo índice de la mano derecha contra el volante siguiendo algún ritmo que sonaba en su cabeza. Presentí que tenía algo que añadir. Decidí dejar que lo dijera cuando lo considerase oportuno.
– Has hablado con ese tipo, el que mató a tu mujer y a tu hija, ¿verdad?
Asentí.
– ¿Es el mismo individuo? ¿El mismo que liquidó a Tee Jean y la vieja?
– Me telefoneó ayer. Es él.
– ¿Dijo algo?
– Los federales lo tienen grabado. Dice que volverá a actuar. -Morphy se frotó la nuca con la mano y cerró los ojos con fuerza. Supe que en su mente veía otra vez a Tante Marie-. ¿Vas a quedarte aquí?
– Durante un tiempo, sí.
– Es posible que a los federales no les guste.
Sonreí.
– Lo sé.
Morphy me devolvió la sonrisa.
Buscó bajo su asiento y me entregó un sobre marrón alargado. -Seguiremos en contacto.
Me guardé el sobre bajo la chaqueta y salí del coche. Me saludó discretamente con la mano al alejarse entre el tráfico del mediodía.
Abrí el sobre en la habitación del hotel. Contenía fotografías del lugar del asesinato y fotocopias de algunos fragmentos de los informes policiales, todo grapado. Incluía, por separado, el informe forense; una parte estaba resaltada con rotulador amarillo fosforescente.
El forense había hallado restos de clorhidrato de ketamina en los cuerpos de Tante Marie y Tee Jean, equivalentes a una dosis de un miligramo por kilo de peso. Según el informe, la ketamina era un fármaco poco común, un tipo especial de anestésico empleado para ciertas intervenciones quirúrgicas menores. Nadie sabía exactamente cómo actuaba, excepto por el hecho de que presentaba analogías con la fenciclidina, incidía en zonas del cerebro y afectaba al sistema nervioso central.
Cuando yo pertenecía aún al cuerpo de policía, empezaba a convertirse en la droga preferida en los locales nocturnos de Nueva York y Los Angeles, distribuida por lo general en cápsulas o comprimidos que se obtenían calentando el anestésico líquido para evaporar el agua, tras lo cual quedaba ketamina cristalizada. Los consumidores describían el viaje con ketamina como «nadar en la piscina K», porque distorsionaba la percepción del cuerpo y producía la sensación de estar flotando en un medio blando y a la vez consistente. Otros efectos secundarios incluían las alucinaciones, la distorsión de la percepción del espacio y el tiempo, y experiencias extracorporales.
El forense señalaba que la ketamina podía utilizarse para inmovilizar animales por medios químicos, ya que producía parálisis y aliviaba el dolor sin impedir el normal funcionamiento de los reflejos faríngeo-laríngeos. Con este propósito, conjeturaba, había inyectado el asesino la sustancia a Tante Marie y a Tee Jean Aguillard.
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