John Connolly - Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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Sabía qué haría Woolrich. Las muertes de Tante Marie y de Tee Jean confirmaban la existencia de un asesino en serie. Los detalles quedarían en manos de la Unidad de Apoyo a la Investigación del FBI, la atosigada sección responsable del asesoramiento sobre técnicas de interrogatorio y negociación en secuestros con rehenes, así como del VICAP, el ABIS -los programas de prevención de actos de piromanía y atentados terroristas- y, vital en este caso, de la elaboración de perfiles criminales. De los treinta y seis agentes de la unidad, sólo diez trabajaban en los perfiles, enclaustrados en un laberinto de oficinas a veinte metros bajo tierra, los sótanos que antes albergaban el refugio antinuclear del director del FBI en Quantico.

Y mientras los federales estudiaban las pruebas e intentaban reproducir la imagen del Viajante, la policía continuaba buscando sobre el terreno huellas físicas del asesino en las inmediaciones de la casa de Tante Marie. Podía imaginármelos: hileras de agentes a través de la maleza iluminados por la luz cálida y verdosa que se filtraba entre los árboles. Se les hundirían los pies en el barro y se les engancharían los uniformes en las zarzas mientras examinaban el suelo que pisaban. Otros avanzarían a través de las aguas verdes del Atchafalaya, matando a palmadas insectos que ni siquiera veían y con las camisas empapadas de sudor.

La casa de la familia Aguillard había quedado llena de sangre. El Viajante debía de estar bañado en ella al acabar su labor. Seguramente llevaba un mono y conservarlo era demasiado arriesgado. Era probable que lo hubiera tirado al pantano, o bien que lo. hubiera enterrado o destruido. Yo suponía que lo había destruido, pero la búsqueda debía continuar.

– Ahora yo tampoco tengo mucho que ver con la investigación -dije.

– Ya me he enterado. -Se comió otro trozo de cruasán y apuró el café-. Si has acabado, en marcha.

Dejó el dinero sobre la mesa, y salí tras él. Aparcado a media manzana de allí estaba el mismo Buick destartalado que nos había seguido a la casa de Tante Marie, con el rótulo policía de servicio escrito a mano y pegado con cinta adhesiva sobre el salpicadero. Bajo una de las varillas del limpiaparabrisas se agitaba una multa de aparcamiento.

– ¡Mierda! -exclamó Morphy a la vez que arrojaba la multa a un cubo de basura-. Aquí ya nadie respeta la ley.

Fuimos en coche hasta el complejo de viviendas de protección oficial Desire, un inhóspito paisaje urbano donde los jóvenes negros holgazaneaban en solares llenos de desechos o jugaban a los aros con desgana en patios alambrados. Las manzanas formadas por casas de dos plantas parecían barracones, alineados en calles con nombres que parecían chistes malos, como Piedad, Abundancia y Humanidad. Estacionamos cerca de una licorería, protegida como una fortaleza, y los jóvenes de alrededor se escabulleron al oler a policía. Incluso allí la característica calva de Morphy era, por lo visto, reconocida al instante.

– ¿Conoces bien Nueva Orleans? -preguntó Morphy al cabo de un rato.

– No -contesté.

Bajo su jersey de lanilla, se veía el bulto de la pistola. Tenía las manos encallecidas de agarrar barras de pesas, e incluso sus dedos eran musculosos. Cuando movía la cabeza, los músculos y los tendones sobresalían de su cuello como serpientes deslizándose bajo su piel.

A diferencia de la mayoría de los culturistas, Morphy transmitía una sensación de peligro contenido, y de que aquellos músculos no eran sólo para exhibirlos. Yo sabía que había matado a un hombre en un bar de Monroe, un chulo que había disparado contra una de sus chicas y contra el cliente que estaba con ella en la habitación de un hotel de Lafayette. El chulo, un criollo de cien kilos llamado Le Mort Rouge, le había clavado a Morphy una botella rota en el pecho y luego; había intentado estrangularlo en el suelo. Morphy, tras asestar varios puñetazos en la cara y el cuerpo a su agresor, había conseguido por fin agarrarlo por el cuello, y los dos permanecieron así, uno en manos del otro, hasta que algo estalló en la cabeza de Le Mort y cayó de costado contra la barra. Cuando llegó la ambulancia, ya estaba muerto.

Había sido una pelea limpia, pero, sentado junto a Morphy en el coche, me acordé de Luther Bordelon. Éste era un matón, de eso no cabía duda. Sus agresiones se remontaban a sus tiempos de delincuente juvenil y se sospechaba que había violado a una joven turista australiana. La chica había sido incapaz de identificar a Bordelon en una rueda de reconocimiento y no habían quedado pruebas físicas del violador en el cuerpo de la víctima, porque había utilizado un condón y la había obligado después a lavarse el pubis con una botella de agua mineral, pero al Departamento de Policía de Nueva Orleans le constaba que había sido Bordelon. A veces las cosas son así.

La noche que murió Bordelon, éste había estado bebiendo en un bar irlandés del Quarter. Llevaba una camiseta y un pantalón corto blancos, y, más tarde, tres clientes del bar con los que había jugado al billar declararon bajo juramento que Bordelon no iba armado. Sin embargo, Morphy y su compañero, Ray Garza, informaron de que Bordelon les había disparado cuando intentaron someterlo a un interrogatorio de rutina y había resultado muerto en el posterior intercambio de disparos. Junto al cadáver se halló un arma sin dos de las balas en el cargador. Una Smith & Wesson modelo 60 que tenía por lo menos veinte años. El número de serie del arma había sido borrado con lija del armazón bajo el montante del cilindro, lo cual hacía difícil identificarla, y, según el informe de Balística, era la primera vez que se utilizaba para cometer un delito en la ciudad de Nueva Orleans.

La presencia de aquel arma parecía un amaño, y esa impresión tuvo la División de Integridad Policial de Nueva Orleans, pero Garza y Morphy se mantuvieron en sus trece. Un año más tarde, Garza había muerto, apuñalado cuando intentaba mediar en una reyerta en el Irish Channel, y Morphy había sido trasladado a St. Martin, donde compró una casa. Eso fue todo. Así acabó la historia.

Morphy señaló hacia un grupo de jóvenes negros, con los fondillos de los vaqueros a la altura de las rodillas y enormes zapatillas de deporte que resonaban en la acera al andar. Nos devolvieron la mirada sin inmutarse, como si nos retaran. En el estéreo que llevaban sonaban los Wu-Tang Clan, una música para desatar la revolución. Me produjo cierto placer perverso reconocer al grupo. Charlie Parker compinche honorario.

Morphy hizo una mueca.

– Ése es el peor ruido que he oído en mi vida. Joder, esta gente inventó el blues. Si Robert Johnson oyera esta mierda, sabría con toda seguridad que había vendido el alma al diablo y había ido derecho al infierno. -Encendió la radio del coche y saltó de emisora en emisora con cara de insatisfacción. Resignado, puso una cinta y el cálido sonido de Little Willie John llenó el coche-. Yo me crié en Metairie, antes de que las viviendas subvencionadas invadieran esta ciudad. No diré que mis mejores amigos fueran negros ni nada por el estilo…, la mayoría de los negros iba a colegios públicos y yo no, pero nos llevábamos bien.

«Cuando aparecieron las viviendas subvencionadas eso se acabó. Desire, Iberville, Lafitte eran sitios donde uno no quería ni poner los pies si no iba armado hasta los dientes. Llegó el cabrón de Reagan y las cosas empeoraron. Dicen que ahora hay aquí más sífilis que hace cincuenta años, ¿lo sabías? La mayoría de estos chicos ni siquiera está vacunada contra las paperas. Si uno tiene una casa en esta parte de la ciudad lo mismo daría si la abandonara y la dejara pudrirse. Carece por completo de valor. -Movió la cabeza en un gesto de desolación y dio una palmada al volante-. Ante semejante pobreza, algunos pueden ganar fortunas si ponen la cabeza a trabajar. Muchos se disputan una tajada de los ingresos que proporcionan las viviendas protegidas, se disputan también una tajada en otras cosas: el valor del suelo, la propiedad, el alcohol, el juego.

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