Cuando Susan y Jennifer murieron, Woolrich me siguió hasta la comisaría y aguardó fuera durante las cuatro horas del interrogatorio. No podía volver a mi casa, y después de esa primera noche que pasé llorando en un vestíbulo del hospital, no podía alojarme en casa de Walter Cole, no sólo porque él participaba en la investigación, sino también porque yo no deseaba estar rodeado de una familia, no en esos momentos. Así que fui al pequeño y ordenado apartamento de Woolrich, con las paredes cubiertas de libros de poesía: Marvell, Vaughan, Richard Crashaw, Herbert, Jonson y Ralegh, cuyo «Peregrinación del hombre apasionado» citaba a veces. Me cedió su cama. El día del funeral permaneció detrás de mí bajo la lluvia sin protegerse del agua, y las gotas caían del ala de su sombrero como lágrimas.
– ¿Cómo te va? -pregunté por fin.
Hinchó las mejillas y resopló a la vez que movía un poco la cabeza de lado a lado, como esos perros de adorno en la bandeja trasera de los coches. Por su pelo se extendían mechones grises desde los claros plateados que tenía sobre las orejas. De las comisuras de sus ojos y de sus labios irradiaban arrugas como grietas en la porcelana resquebrajada.
– No muy bien -contestó-. He dormido tres horas, si puede llamarse «dormir» a despertarse cada veinte minutos en medio de destellos rojos. No puedo quitarme de la cabeza a Florence con la pistola y el momento en que se la metió en la boca.
– ¿Aún os veíais?
– No mucho. Alguna que otra vez. Últimamente nos habíamos encontrado en un par de ocasiones y yo fui a su casa hace unos días para ver si todo iba bien. ¡Dios, qué desastre!
Echó mano del periódico y leyó por encima la información sobre los asesinatos al tiempo que deslizaba el dedo al lado de cada párrafo ensuciándoselo de tinta. Cuando acabó, se miró la yema ennegrecida del índice, se la frotó suavemente con el pulgar y luego se limpió los dos dedos con una servilleta de papel.
– Tenemos una huella digital, una huella parcial -explicó como si ver las líneas y espirales de su propio dedo terminara de recordárselo.
Fuera, los turistas y el ruido parecieron alejarse y, ante mí, quedó sólo Woolrich con su mirada lánguida. Apuró el café y se limpió los labios con la servilleta.
– Por eso me he retrasado. Nos la han confirmado hace sólo una hora. La hemos comparado con las huellas de Florence, pero no es suya. Hay en ella rastros de sangre de la anciana.
– ¿Dónde la habéis encontrado?
– Debajo de la cama. Quizá se sujetó al armazón mientras cortaba, o tal vez resbaló. No parece que intentara borrarla. Estamos comparándola con las fichas locales y nuestros archivos generales de identificación de huellas. Si está en la base de datos, la encontraremos.
Las fichas no sólo incluían delincuentes, sino también funcionarios federales, inmigrantes, personal militar y todos aquellos que habían solicitado que se archivaran sus huellas a fin de facilitar su identificación llegado el caso. En las siguientes veinticuatro horas, la huella hallada en el lugar del crimen se contrastaría con otros doscientos millones más o menos.
Si resultaba ser la huella del Viajante, sería el primer avance real desde la muerte de Susan y Jennifer, pero no me hacía grandes ilusiones. Un hombre que había limpiado las uñas de mi esposa después de matarla difícilmente sería tan descuidado como para dejar su propia huella en el lugar del crimen. Miré a Woolrich y supe que pensaba lo mismo. Levantó la mano para pedir más café mientras contemplaba el gentío de Jackson Square y oía los resoplidos de los caballos que tiraban de los carruajes llenos de turistas en Decatur.
– Florence había ido de compras a Baton Rouge unas horas antes, y luego volvió a casa para cambiarse con la intención de ir a una fiesta de cumpleaños, el de una prima segunda. Te telefoneó desde algún bar de la zona de Breaux Bridge y volvió a casa. Estuvo allí hasta alrededor de las ocho y media y a eso de las nueve llegó a la fiesta de cumpleaños en Breaux Bridge. Según las declaraciones de testigos presenciales tomadas por la policía local, se la veía distraída y no se quedó mucho rato; al parecer, su madre había insistido en que fuera a la fiesta, y en que Tee Jean cuidaría de ella. Permaneció allí una hora, quizás hora y media, y regresó. Brennan, el dueño de la tienda de artículos de pesca, la vio unos treinta minutos después. Así que los asesinatos se cometieron en un intervalo de entre una y dos horas.
– ¿Quién se ocupa del caso?
– El grupo de Morphy, en teoría. En la práctica, la mayor parte recaerá en nosotros, ya que el modus operandi coincide con el de los asesinatos de Susan y Jennifer, y también porque yo quiero. Brillaud va a pincharte el teléfono por si te llama nuestro amigo. Eso significa que tendrás que quedarte cerca de la habitación del hotel por un tiempo, pero no veo qué otra cosa podemos hacer. -Eludió mi mirada.
– Estás dejándome fuera.
– No puedes involucrarte mucho en esto, Bird, ya lo sabes. Te lo he dicho antes y te lo repito: nosotros decidiremos en qué medida participas.
– En escasa medida.
– Pues sí, escasa. Escucha, Bird, tú eres nuestra conexión con ese tipo. Te ha telefoneado una vez y volverá a hacerlo. Esperaremos, veremos qué ocurre. -Extendió las anchas palmas de sus manos.
– La mató por la chica muerta. ¿Vais a buscar a la chica?
Woolrich alzó la vista en un gesto de frustración.
– ¿Dónde vamos a buscarla, Bird? ¿En todo el pantano, joder? Ni siquiera hay constancia de que esa chica haya existido. Tenemos una huella, seguiremos adelante con eso y veremos adónde nos lleva. Ahora paga la cuenta y vámonos. Tenemos cosas que hacer.
Me alojaba en un edificio restaurado de estilo Greek Revival, el Flaisance House, en Esplanade, una mansión blanca llena de muebles de personas que habían muerto hacía tiempo. Había elegido una habitación que había en la cochera reformada de la parte de atrás, en parte porque estaría más aislado, pero también porque incluía una alarma natural en forma de dos enormes perros que rondaban por el jardín y que, según el portero de noche, gruñían a quienquiera que no fuese huésped. En realidad, daba la impresión de que los perros se pasaban casi todo el día durmiendo a la sombra de una vieja fuente. Mi amplia habitación tenía balcón, un ventilador metálico en el techo, dos sólidos sillones de piel y un pequeño frigorífico que llené de botellas de agua.
Cuando llegamos al Flaisance, Woolrich encendió el televisor para ver un concurso que había a primera hora de la mañana y esperamos en silencio la visita de Brillaud. Llamó a la puerta unos veinte minutos después, tiempo suficiente para que una mujer de Tulsa ganara un viaje a Maui. Brillaud era un hombre de baja estatura y bien vestido, tenía unas pronunciadas entradas y el hábito de pasarse los dedos por el cabello cada pocos minutos como para asegurarse de que aún le quedaba algo. Detrás de él, por la escalera exterior de madera que conducía a las cuatro habitaciones de la cochera, dos hombres en mangas de camisa acarreaban con dificultad el equipo de vigilancia sobre una mesa metálica con ruedas.
– Ve preparándote, Brillaud -dijo Woolrich-. Espero que hayáis traído algo para leer.
Uno de los hombres en mangas de camisa enseñó un fajo de revistas y unos cuantos libros de bolsillo manoseados que había sacado de la repisa inferior de la mesa metálica.
– ¿Dónde estarás si te necesito? -preguntó Brillaud.
– Donde siempre -contestó Woolrich-. Por ahí.
A continuación se marchó.
Una vez, invitado por Woolrich, visité una sala anónima de las oficinas del FBI en Nueva York. Era la sala donde las brigadas dedicadas a investigaciones a largo plazo -crimen organizado, contraespionaje- supervisaban sus grabaciones. Seis agentes, sentados ante una hilera de magnetófonos de carrete activados por voz, registraban las llamadas siempre que los magnetófonos se ponían en marcha y anotaban concienzudamente la hora, la fecha y el tema de la conversación. En la sala reinaba un silencio casi absoluto, excepto por los chasquidos y el ronroneo de las grabadoras y el rasgueo de los bolígrafos sobre el papel.
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